Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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Annick estaba soñando a mi lado y se le escapó un misterioso quejido. Así son las cosas, pensé: una disputa sobre Rimbaud (que gané… bueno, más o menos), sexo «al mediodía», una chica durmiendo, y aquí estoy yo, despierto, alerta, observando. Salí de la cama deslizándome, cogí un bloc e hice un esmerado dibujo de Annick. Luego, firmé el dibujo y lo feché.

3. Redon, Oxford

Fui a París con la intención se sumergirme en la cultura, el idioma, la vida en la calle y -habría añadido, sin duda, con una vacilante despreocupación- las mujeres. Al principio, rehuí deliberadamente todo periódico, persona o libro inglés. Mis labios evitaban tanto los anglicismos como el whisky o la Coca-Cola. Comencé a gesticular: así como la lengua y los labios tienen que esforzarse para situar con más precisión las vocales francesas, se supone igualmente que las manos tienen que moverse de otra manera. Me acariciaba la mandíbula con la punta de los dedos para indicar aburrimiento. Aprendí a encoger los hombros al tiempo que curvaba la boca para abajo. Unía las manos sobre el estómago, con las palmas hacia adentro y separando ambos pulgares, mientras mis labios producían un sonido apagado. Este último gesto, que significaba algo así como «Regístrame», hubiese encantado en el colegio. Yo lo hacía muy bien.

A pesar de todo, cuanto mejor hablaba y gesticulaba, y más me sumergía en la cultura, mayor era mi resistencia interna a la totalidad del proceso. Años después, leí un artículo sobre un experimento llevado a cabo en California con mujeres japonesas casadas con americanos destinados al Extremo Oriente y que se habían ido a vivir a Norteamérica. Había muchas mujeres en esas condiciones, que todavía hablaban japonés con la misma frecuencia que inglés: japonés en las numerosas tiendas de productos orientales y entre ellas; inglés en casa. Les hacían dos entrevistas sobre su vida en general, la primera en japonés y la segunda en inglés. El resultado demostraba que en japonés eran sumisas, solidarias, conscientes del valor de una fuerte cohesión social; en inglés eran independientes, francas y mucho más expansivas.

No estoy diciendo que una dicotomía semejante se hubiera producido en mí. Pero al cabo de un tiempo advertí con toda claridad que, si bien no decía cosas en las cuales no creyera, al menos decía cosas que no creía haber considerado previamente. Me descubrí más proclive a la generalización y a la etiquetación, a los rótulos y los marbetes, a seccionar y a explicar, a la lucidez… Dios, sí, a la lucidez. Sentía una especie de agitación interior. No era ni soledad (tenía a Annick) ni que echase de menos mi país, era algo que tenía que ver con ser inglés. Parecía como si una parte de mí fuese ligeramente infiel a la otra.

Una tarde, en la época en que era quejumbrosamente consciente de esta resentida metamorfosis, fui a visitar el Museo Gustave Moreau. Es un lugar poco acogedor cerca de la Gare Saint-Lazare que tiene la picardía de cerrar un día más de lo normal a la semana (además de todo el mes de agosto), razón por la cual tiene aún menos visitantes de los que sería de esperar. Uno suele oír hablar de él la tercera vez que visita París y acaba yendo allí la cuarta. Cubierto hasta el techo con cuadros y dibujos. Moreau a su muerte lo donó al Estado, y, desde entonces, se ha conservado a duras penas. Era uno de mis lugares favoritos.

Le enseñé al gardien del uniforme azul mi carné de estudiante, tal y como había hecho ya otras veces durante esa primavera. Nunca me reconocía, así que tenía que repetir el mismo ritual cada vez. Se sentaba con un cigarrillo en la mano derecha, que ocultaba debajo de su mesa, mientras con la izquierda sujetaba una novela de la Série Noire. Tales son las transgresiones de la jerarquía burocrática. Levantaba la cabeza, veía a un cliente, abría el cajón de arriba con los dos últimos dedos de la mano derecha, depositaba el cigarrillo medio desmenuzado, ovalado y húmedo en el cenicero, cerraba el cajón, apoyaba la Série Noire sobre su estómago, aplanando el libro, si cabe, más todavía; buscaba el rollo de las entradas, murmuraba: «No hay descuento», arrancaba una entrada, me la acercaba de mala gana, cogía mis tres francos, empujaba los cincuenta céntimos de cambio, se apoderaba de mi billete otra vez, lo partía por la mitad, arrojaba una mitad en la papelera y me devolvía la otra. Cuando yo tenía un pie sobre la escalera, el humo ya ascendía por los aires otra vez y había vuelto a poner la novela sobre la mesa.

Al final de las escaleras había una especie de granero enorme de techo altísimo, cuya escasa calefacción consistía en una estufa negra y amplia en el centro que, sin duda, era insuficiente desde los tiempos de Moreau. De las paredes colgaban cuadros ya acabados y otros a medio terminar, muchos de ellos enormes y todos muy complejos, ilustrando esa extraña mezcla de simbolismo público y personal que por entonces encontraba tan seductora. Grandes muebles de madera con cajones muy delgados, como los que albergarían una inmensa colección de mariposas, contenían una gran cantidad de dibujos preliminares. Era posible abrir los cajones y mirar, a través de tu propio reflejo en el cristal protector, una suerte de garabatos y borrones muy tenues y hechos a lápiz, adornados aquí y allá con detalles que más tarde se transformarían en platas y oros: tocados resplandecientes, fajas y petos enjoyados, espadas con empuñaduras incrustadas, y todo ello se convertía en una nueva y bruñida versión de lo antiguo o lo bíblico: adornada con toques eróticos, teñida con la violencia necesaria, coloreada con paleta de un exceso controlado.

– El arte de hacerse pajas, ¿no?

Una voz inglesa, descaradamente alta, que llegaba cruzando los maderos desnudos del suelo del otro lado del estudio. Yo continué examinando un boceto a lápiz y tinta de Los novios. Luego otro, color sepia, realzado con unos toques blancos.

– Es raro. Es realmente surrealista. Qué gusto por las mujeres. Amazonas.

Esta era una voz distinta, también masculina pero más grave, más pausada, más dispuesta a la admiración. Seguí mirando otros cajones de mariposas, pero sin dedicar exclusivamente mi atención a los dibujos. Oía cómo esos palurdos -sus bolsillos todavía repletos de lo que habían comprado en el duty -free shop- hacían crujir el suelo mientras caminaban lentamente hacia el otro lado del estudio.

– Pero es una empanada mental -(la primera voz otra vez) -. Puro juego de muñeca.

– Bueno, no sé -(segunda voz)-. La verdad, tiene muchas cosas que decir. Ese brazo está muy bien.

– No empieces a soltarnos uno de tus rollos estéticos, Dave.

– Es algo autocomplaciente -(tercera voz, de chica, tranquila pero muy aguda)-. Pero juzgamos un poco por la apariencia, ¿no? Deberíamos conocer mejor el contexto, me parece. ¿Será ésta Salomé?

– No sé -(segunda voz)-. ¿Por qué lleva la cabeza sobre una cítara? Creía que se paseaba con ella en una bandeja.

– Licencia poética -(la chica).

– Puede ser -(segunda voz, «Dave», otra vez)-, aunque el fondo no parece Egipto. ¿Y quiénes son esos pastores amariconados?

Ya está bien. Me volví hacia ellos y estallé, en francés, por supuesto. Con tanto nombre abstracto me salió bastante ampuloso y profesional. Hasta donde yo sé, paja es masturbation , y la palabra tiene una riqueza malsonante, siempre útil cuando se pretende cargarla de desprecio. Los volví a llevar ante la supuesta Salomé que, en realidad, es una mujer tracia con la cabeza de Orfeo. Saqué a relucir a Mallarmé, Chassériau -de quien Moreau fue ayudante- y Redon, cuyos insulsos y deslavazados devaneos algunos llaman simbolistas, aunque están tan lejos de Moreau como Burne-Jones de Holman Hunt.

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