Después (esta era una palabra que significaba tanto cuando niño, una palabra que llamando de repente la atención en medio de una página podía producirte una rápida erección, una palabra sobre la cual, por encima de todas las demás, habría querido escribir yo mismo); después, cuando el fanático clavado en la nuca abandonó la carraca, enrolló la bufanda y se sentó callado sobre las gradas; después, me venció el sueño mientras murmuraba para mis adentros: «Después… después…»
La carta que le escribí a Toni a la mañana siguiente se perdió (según él). Quizá sea su forma misericordiosa de no recordarme el profuso júbilo de mi prosa. En todo caso, todavía conservo su respuesta.
Querido Chris:
He planchado e izado banderas y estandartes, lanzado cohetes sobre el Támesis, bebido excesivamente a tu salud. Así que por fin te has estrenado. Para tomar prestada, o mejor dicho robar (ya que estoy seguro de que no la quiere), la frase de una carta de una novia mía, que yo iba a echar por ella en el buzón y descubrí que estaba abierta, te has «desembarazado del peso de tu virginidad». Qué carcajada. Ahora ya puedes leer Les Fleurs du Mal en la versión para adultos y te puedo escribir un juego de palabras que se me ocurrió el otro día: Elle m'a dit des maux d'amour. ¿Es correcta la frase gramaticalmente? Ya no me acuerdo.
Dicho esto, o mejor cela dit, debo señalar en nombre de nuestra amistad (por no decir, para ser fiel a la verdad) que si bien el contenido de tu carta me proporcionó gran alivio, cosa que te agradezco, el tono dejaba mucho que desear. Me gustaron los pasajes descriptivos pero, bueno, para decirlo claro, no hace falta que te enamores. La verdad: una cosa no lleva necesariamente a la otra. Que te hayas desbordado por un lado no quiere decir que tengas que desbordarte por otro. Cuento con que no quieras oír nada de esto y estoy seguro de estar perdiendo el tiempo diciéndotelo: o no necesitas que te lo diga o no me vas a hacer caso. Pero aunque no me hagas caso, recuerda el viejo proverbio franchute (que traduzco para tu cerebro enamorado): «En el amor hay siempre uno que besa y otro que ofrece la mejilla.» A propósito, ¿quieres que te envíe algunos condones?
Pórtate mal y mete uno a mi salud.
Un abrazo,
Toni
Era el tipo de carta que sólo lees a medias, te hace sonreír y la dejas por ahí. Tiene sentido, en parte, aconsejar a los que carecen totalmente de experiencia, pero dar consejos a aquellos para quienes la vida se ha vuelto muy amarga o desmesuradamente dulce, es malgastar sellos. Además, Toni y yo comenzábamos a distanciarnos. Los enemigos que nos proporcionaron una causa común ya no existían. Nuestros entusiasmos adultos iban a ser menos afines que nuestros odios adolescentes.
Así pues, el único consejo que aceptaba entonces era:
– No, así no.
– Perdón, ¿así?
– Casi…
– Será un milagro acertar…
– Así está mejor.
– Ah, ya veo…
– Mmmm.
Y al cabo de un rato, era yo quien soltaba los mmmms y aaahhhhs. La práctica, como empecé a descubrir, era realmente distinta de la teoría. En el colegio, por supuesto, habíamos leído todo lo necesario. Estudiábamos El amante de Lady Chatterley durante horas y soñábamos con dos tetas colgando sobre nuestras cabezas mientras oíamos campanas celestiales bajo un arco iris. Devoramos los grandes clásicos de la literatura hindú (y, como resultado, nos tomamos más en serio durante unos meses la Educación Física, con una jadeante sensación de expectativa). Nos hacíamos preguntas, medio asustados, sobre ungüentos.
No puedo decir que los textos que estudiamos nos hicieran daño alguno. Todo lo que les reprocho son sus implicaciones equívocas sobre el funcionamiento y distribución de músculos y tendones. La primera vez que intenté con Annick algo remotamente exploratorio (no es que lo deseara con particular anhelo, pero pensé que si no lo hacía, ella iba a creer que yo carecía de un ritmo natural propio), me llevé un gran susto. Habíamos empezado de la forma que yo habría llamado, desdeñosamente, la postura del misionero (hoy considero que los misioneros se la sabían larga) y decidí colocarme, como si nada y espontáneamente, a horcajadas sobre ella y de rodillas. Levanté la pierna derecha sobre la pierna izquierda de Annick, y la doblé al tiempo que le sonreía. Luego intenté mover la pierna izquierda. Ya la tenía encima de su pierna derecha, cuando el movimiento me propulsó hacia adelante y mi cabeza aterrizó de lleno sobre su oreja derecha. Annick se retorció para escapar a mi involuntario cabezazo. Sentí como si la ingle se me desgarrara en el lado izquierdo y la polla me quedó atrapada y como a punto de partirse en dos. La pierna derecha se me quedó inmovilizada en una posición insostenible, mis ojos, nariz y boca, fuera de juego hundidos en la almohada, y mis brazos sólo eran capaces de empujar en direcciones inútiles.
– Perdona, ¿te he hecho daño? -musité al girar la cabeza (ay, otra vez) y conseguir un poco de aire.
– Casi me rompes la nariz.
– Perdón.
– ¿Qué querías hacer?
– Intentaba esto… aaaahhhh.
Me encallé de nuevo, aunque esta vez mi desalentada polla se escurrió hacia afuera, y yo me desplomé hacia un lado con lentitud.
– Ah, ya veo.
Me colocó en posición, se dobló y levantó el cuerpo ligeramente, mientras yo movía las piernas, primero una y luego la otra, y, de repente, lo hicimos. ¡Lo hicimos! ¡Una postura! A horcajadas, ¡funcionaba! El hincha de la carraca estaba encantado. Alirón, alirón.
– ¿Por qué querías hacerlo? -preguntó Annick con una sonrisa cuando me senté sobre ella sonriendo burlonamente. (Oh Dios, quizá no se debía hacer así, ni siquiera con católicas que ya hubieran dado el mal paso.)
Pero no, su sonrisa era de una confusa tolerancia.
– Pensé que podría ser agradable -respondí. Luego añadí con más sinceridad -: Lo había visto en un libro.
Sonrió.
– ¿Y lo fue? -preguntó quitándose el pelo de la cara.
(Bueno, no dolía, pero por otro lado supongo que no había sido para tanto. Las piernas estaban demasiado tensas. Uno se sentía como un culturista en pose, cada centímetro cúbico en tensión a la espera del gesto aprobatorio de los jueces. Y, encima, de pronto caí en la cuenta, era imposible moverse ni un milímetro. Todo el trabajo lo tenía que hacer tu pareja).
– No estoy seguro.
– ¿Decía el libro que era agradable?
– No me acuerdo. Sólo decía que era una de las cosas que se podían hacer. No lo diría si no fuese agradable.
Consideré casi para mí mismo si sería esa una de las posturas que mejoraban con el uso de lubricantes. Entonces, la solemnidad de mi voz fue ya demasiado para Annick. Se echó a reír, yo me eché a reír, mi polla se salió atacada por esos espasmos musculares desconocidos y acabamos fundiéndonos en un abrazo.
Cuando más tarde medité sobre aquel diálogo, comprendí que fue esa cómica sinceridad la que me condujo a reflexiones más graves, esas reflexiones que se muerden la cola. Las noches en que dormía solo me interrogaba a mí mismo, hurgaba en busca de señales o indicios. Me quedaba despierto cavilando sobre el amor y, de mi propia vigilia, deducía el amor.
Con ella era diferente, fácil. Su sinceridad era también contagiosa, aunque sospecho que en mi caso era tanto una función del ánimo como del intelecto. Annick fue la primera persona con quién me relajé de verdad. Previamente -incluso con Toni-, no había sido sincero más que con el propósito de una candorosa rivalidad. Ahora, aunque para el observador externo la impresión fuera la misma en el fondo era distinta.
Descubrí que era sorprendentemente fácil acostumbrarse a esa nueva modalidad, aunque se necesitaba un empujoncito. La tercera noche que pasamos juntos, mientras nos desnudábamos, Annick preguntó:
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