Hice unos cuantos dibujos, bastante buenos, de acuerdo a lo que llamaba Principio Fortuito. La teoría era que todo es intrínsecamente interesante, que el arte no debería concentrarse únicamente en los temas más elevados (sé que antes algunas personas ya habían tomado ese camino). Así que se lleva encima la libreta de bocetos a todos lados, deteniéndose no por el interés oficial y heredado de lo que se ve, sino según un factor aleatorio que se decide ese mismo día, como recibir un empujón en la calle, ver dos bicicletas circulando a la misma altura u oler a café. Entonces, se queda uno clavado, mirando en dirección a donde se dirigía, y examina la primera cosa que aparece ante los ojos. Tenía ciertos resabios de la vieja teoría que Toni y yo llamamos el Callejeo Provechoso.
También pergeñé algún escrito. Afición por la que sentía un entusiasmo moderado. Ejercicios de memoria. Por ejemplo, describir al carnicero que vendía carne de caballo y de quien yo era cliente semanal (siempre -reconozco que a propósito- los viernes), pero a quien no miré nunca, de verdad, hasta que intenté describirlo y me di cuenta de cuántas cosas era incapaz de recordar. Otro ejercicio consistía en sentarme junto a la ventana y escribir simplemente lo que veía. Al día siguiente, comprobaba la selectividad de mi visión. Luego, unos cuantos ejercicios estilísticos, inspirados en Queneau, para aflojar la mano. Y montones de cartas, algunas (a mis padres) contando lo que no hacía, y las más largas, con frases más tajantes a Toni, contando lo que hacía.
Era una existencia muy agradable. Naturalmente, Toni (que sólo había aguantado tres semanas en África y ahora empezaba a trabajar dando clases a mayores de veinticinco años) me escribía para reprenderme por la irrealidad económica de esta existencia. Yo argumentaba en mis respuestas que la felicidad dependía necesariamente de la irrealidad de un aspecto de tu vida: que en un campo concreto (emocional, financiero, profesional) uno debía vivir más allá de sus posibilidades. ¿Acaso Toni y yo no lo habíamos dejado asentado así cuando íbamos al colegio?
El caballo apropiado
tu banca habrá reformado,
si no hay dinero contado
acabarás divorciado
Y entonces, cuando ya llevaba un mes en París, conocí a Annick. ¿No habría tenido esto que añadir mayor irrealidad, una vida más allá de todas las posibilidades, más felicidad? ¿Pero fue así? ¿Cómo era esa vieja regla matemática que aprendimos en el colegio? ¿Más y más da menos?
La conocí, siempre sonrío al recordarlo, como resultado de una de mis escasas visitas a la Bibliothèque Nationale. Llevaba casi una hora allí, hojeando unas cartas tempranas de Víctor Hugo para averiguar si tenía algo que decir sobre actores ingleses que estuvieran actuando cuando él trabajaba en el Cromwell (si alguien le interesa saberlo, decía y no decía… apenas un par de frases casuales). Agotado por el espectáculo de la masa de eruditos en acción, me largué pronto en pos de un vin blanc cassis que servían en un bar de la Rue de Richelieu y que, de ordinario, se disputaba mi asiduidad con la biblioteca. No era inapropiado: la atmósfera me recordaba muchísimo a la de la Bib. Nat. La misma atención, soporífera y sistemática para lo que se tenía delante; el apacible crujido de las hojas de periódico en vez del de las páginas del libro: los filosóficos asentimientos de cabeza; los dormilones profesionales. Sólo la cafetera mecánica, rugiendo como una máquina de vapor, insistía en recordarte dónde estabas.
Recorrí con la mirada los reconfortantes estereotipos visuales del lugar: en un marco, la ley contra la embriaguez pública; la barra de acero inoxidable; la carta que ofrecía la austera elección entre sandwich y croque; la pared de los espejos deformantes; el árbol asesinado convertido en sombrerero oculto detrás de la puerta; las polvorientas flores de plástico encima de una repisa alta. Esta vez, empero, mi vista tropezó de pronto con:
– ¡Mountolive!
Allí estaba, sobre la silla de mimbre de plástico de la mesa de al lado. La edición de Livre de Poche, con el punto lo bastante adelantado como para indicar, por lo menos, tenacidad y, probablemente, entusiasmo.
Ella se volvió al oírme. Yo pensé inmediatamente: «Dios, esto no lo hago con frecuencia», y mis ojos se desenfocaron, como si se disociaran por sí solos de mi voz. Tenía que decir algo.
– ¿Estás leyendo Mountolive ? -logré exclamar en el patois local, y, el esfuerzo de esta modesta actividad mental, persuadió a mi vista para que volviera a su estado normal. Ella era…
– Como puedes ver.
(Rápido, rápido, piensa algo.)
– ¿Has leído los otros?
Era más bien morena y…
– He leído los dos primeros. Naturalmente aún no he leído Clea .
Claro que no, qué pregunta más estúpida. Su piel era algo amarillenta, pero sin tacha; por supuesto esto es normal, sólo las pieles muy pálidas…
– Oh, naturalmente. ¿Te gusta?
¿Por qué seguía preguntando estupideces tan obvias? Claro que le gustaba. Si no, no se hubiera leído dos libros y medio. Por qué no le explicaba que yo lo había leído, que adoraba El Cuarteto de Alejandría, que leía todo lo de Durrell que caía en mis manos, que incluso conocía a alguien que escribía poemas al estilo de Pursewarden.
– Sí, mucho, aunque no entiendo por qué el estilo de este es mucho más simple y convencional que el de los otros dos.
Iba vestida de gris y negro, aunque eso no la desfavorecía en absoluto, no, era elegante, los colores no se destacaban tanto como el conjunto…
– Estoy de acuerdo. Quiero decir que yo tampoco lo sé. Si quieres otro café, me llamo Christopher Lloyd.
¿Qué dirá? ¿Lleva anillo de compromiso? ¿Importa si dice que no? ¿Merci quiere decir sí gracias o no gracias? Mierda, no me acuerdo.
– Sí.
Ah. Un respiro, por fin. Un minuto o dos en la barra. No, no corras, Gaspard, o como te llames, sirve antes a todos los demás. Eh, seguro que hay un montón de gente en la terraza que necesita ser atendida antes que yo. No, la verdad, pensándolo bien, es mejor que me sirvas ahora, ella podría creer que soy de esas personas tan educadas que nunca consiguen una copa en los intermedios del teatro. Pero qué tomar, mejor que no pida lo mismo, son sólo las cinco y media. No puedo pasarme a licores más fuertes o va a pensar que soy un clochard en potencia, qué tal una cerveza, la verdad no me apetece, oh, bien, espero no parecer demasiado servil:
– Deux express, s'il vous plaît.
Mientras volvía con los cafés, me concentré en tratar de no derramarlos. A la vez, me concentré en no parecer concentrado. De acuerdo, ella estaba de espaldas a la barra, pero podía haber un espejo disimulado a su alcance; y, en cualquier caso, hay que tener estilo desde el principio: distante sin ser burgués, despreocupado pero sin pasarse. Uno de los cafés se derramó. Rápido, qué hago: ¿se lo doy a ella en nombre de la igualdad de sexos y veo cómo se lo toma, o me lo quedo yo en nombre de la caballerosidad y me arriesgo a que todo se venga abajo? Inmerso en estos malabarismos mentales me las arreglé para derramar el otro café.
– Perdón, estaban demasiado llenos.
– Es igual.
– ¿Azúcar?
– No, gracias. ¿No tomas lo mismo que antes?
– Hum, no. No quería que pensaras que soy un clo-clo .
Ella sonrió. Hasta yo sonreí. No hay nada como el argot para limar asperezas iniciales. Demuestra: (a) sentido del humor, (b) vivo interés por la adecuada jerga extranjera, (c) conocimiento de que una intimidad verbal amistosa puede lograrse con un inglés y que no va a ser necesario hablar con palabras altisonantes el resto del tiempo, sobre las Características Nacionales y le chapeau melon.
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