Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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13. Relaciones entre objetos

Las cosas.

¿De qué forma se rememora más vividamente la adolescencia? ¿Qué es lo primero que se recuerda? Cómo eran los padres; una chica; el primer estremecimiento sexual; el éxito o el fracaso escolar; alguna humillación todavía inconfesada; felicidad; infelicidad; o, quizá, una acción trivial que, por primera vez, revela en qué se convertirá uno más adelante. Yo recuerdo cosas.

Cuando miro hacia atrás siempre me veo sentado sobre la cama al final del día, demasiado somnoliento para ponerme a leer, pero demasiado despierto para apagar la luz y enfrentarme a los tentaculares temores de la noche.

Las paredes de mi cuarto son de color gris ceniza, un color apropiado al Weltanschauung local. A la izquierda, la estantería con mis libros de bolsillo, todos ellos (Rimbaud y Baudelaire al alcance de la mano) forrados amorosamente con plástico transparente. Mi nombre está escrito en el extremo superior de la parte interior de todas las portadas, para que el forro, doblado varios centímetros, cubra las decisivas mayúsculas de CHRISTOPHER LLOYD.

Esta estratagema evita que se borre el nombre y, en teoría, el robo.

A continuación, mi mesa. Una alfombrilla de lana tejida; dos cepillos tan repletos de pelos que los tuve que abandonar en favor de un peine; calcetines limpios y una camisa blanca para el día siguiente; un caballero medieval de plástico azul, construido con un juego de piezas que me regaló Nigel unas navidades, dejado a medio pintar; y por último, una cajita de música que hago sonar continuamente, aunque no me guste su espantosa melodía suiza; sólo la pongo en marcha por la forma, fatigosa y difícil, con que suena cuando se termina la cuerda y las barritas percutoras se tensan para golpear el metal.

Una pared gris, con un póster de la versión más gris de la Catedral de Rouen de Monet que siempre se enrolla. Mi tocadiscos Dansette, con unos cuantos discos para los experimentos, a su lado.

A la derecha un armario, que se puede cerrar pero que nunca cierro. En el fondo, se amontonan a propósito papeles, sombreros para las vacaciones, pelotas de playa desinfladas, vaqueros antiguos que ya no me pongo y ficheros de segunda mano, todo amontonado para ocultar un par de cosas de gran valor (un ejemplar de Reveille -un semanario con fotos de mujeres semidesnudas- y una o dos cartas de Toni) que espero no sean descubiertas. También en el armario, las dos americanas del colegio, mis pantalones grises favoritos, mis segundos pantalones grises favoritos, mis terceros pantalones grises favoritos y mis pantalones de jugar al cricket. Cuando cierro la puerta, media docena de perchas metálicas campanillean, recordándome las distintas prendas que no tengo.

A continuación, una silla cubierta por un montón formado con la ropa que me he puesto ese día. Apoyada en la silla, una maleta sobre la cual, de vez en cuando, pego adhesivos mentalmente. Las pegatinas indican distintas generaciones de viajes, las hay mugrientas y hechas jirones. Todas implican l'adieu suprême des mouchoirs. Puedo irme. Me iré. Mientras la maleta no tenga etiquetas todo está por llegar. Un día, yo mismo pegaré las etiquetas de verdad. Todo llegará.

Por último, mi mesita de noche, sobre la cual está el único objeto que procede del extranjero: la lamparilla. Un grueso frasco de vino forrado de mimbre de plástico que un primo andariego nos trajo desde algún lugar de la costa portuguesa, y que me ha tocado a mí pues a mi hermana no le gustaba. Mi reloj de pulsera, que no me gusta porque no tiene segundero. Un libro forrado de plástico.

Objetos con el aroma de todo lo que sentía y esperaba. Y aun así, objetos que sólo a medias había deseado o planeado poseer a medias. Algunos los escogí yo, otros los escogieron por mí, otros recibieron mi aprobación. ¿Es eso tan extraño? ¿Qué otra cosa se es, a esa edad, sino una criatura que en parte desea, en parte consiente y para la que en parte se elige?

Segunda Parte

París (1968)

Moi qui ai connu Rimbaud, je sais qu'il se foutait pas mal si A était rouge ou vert. Il le voyait comme ça, mais c'est tout.

Verlaine a Pierre Louys

– ¿Así que viviste en París durante un tiempo?

– Sí.

– ¿Cuándo fue eso?

En realidad no miento nunca, aunque durante un tiempo intenté hacerlo para evitar las preguntas subsiguientes. Para empezar, nunca mencionaba el mes de mayo. Lo máximo que llegaba a decir era «a principios de verano».

– En mil novecientos… -fruncía el ceño para evidenciar mi mala memoria y abría la boca como un pez explorando la superficie del agua-… debió de ser hacia el sesenta y ocho.

Lo del año cada vez impresiona menos y ya no creo estarle tomando el pelo a la gente cuando confundo las fechas.

– Oh, al final de los sesenta. Sesenta y siete, sesenta y ocho, por ahí.

Durante unos años, sin embargo, tenía que salir al paso de diversas réplicas.

– Ah, sí, cuando aquellas terribles… -empezaban los amigos de mis padres, imaginándome en una barricada y llenándome los bolsillos de piedras.

– ¿Viste algo de… -solían reaccionar, con esas medias tintas como si estuviéramos hablando de alguna película o de amigos comunes.

Y estaban, en tercer lugar, los que daban un giro indiferente a la conversación; esos eran los que más incómodo me hacían sentir.

– Ah -(un movimiento en la silla, un golpecito en la pipa o cualquier otro gesto social conciliador)-, «les événements».

No habría sido tan grave si hubiera sido una pregunta. Pero siempre era un planteo. Se producía entonces la correspondiente pausa reflexiva sólo turbada, por decirlo de alguna manera, por el crujido de una chaqueta de cuero recién comprada. Y si caía en el error de no romper el silencio, me concedían otra oportunidad (dignándose a asumir que padecía neurosis de guerra).

– Conocí a un individuo que estuvo allí en esa época…

O bien:

– Lo que nunca he tenido muy claro es…

O bien:

– Pero, vaya, que…

La cuestión es… pues, que yo estuve allí todo el mes de mayo, entre el incendio de la Bolsa, la ocupación del Odeón, el encierro de Billancourt, el rumor de los tanques que de noche volvían rugiendo desde Alemania. Pero lo cierto es que no vi nada. Honestamente, ni siquiera puedo recordar una columnita de humo en el cielo. ¿Dónde pusieron todas sus pintadas? Desde luego, no donde yo vivía. Tampoco puedo recordar los titulares de los periódicos de la época. Supongo que los diarios continuaron publicándose como siempre; de lo contrario, me acordaría. Luis XVI (si me perdonáis la comparación) salió de caza el día de la toma de la Bastilla, volvió y esa tarde escribió en su diario la palabra « Rien ». Yo volví a casa y durante semanas enteras escribí: «Annick». No sólo eso, por supuesto: después de su nombre escribía largos párrafos de goce desaforado, irónica autocomplacencia y fingido abatimiento. ¿Cabían en este diario palpitante y alborozado «nítidas viñetas describiendo la lucha» o pesadas reflexiones políticas? No he conservado el diario, pero no creo que cupiesen.

Recientemente, Toni me enseñó una carta que le escribí desde París y que contenía un raro comentario sobre la crisis. Por lo visto explicaba los desórdenes diciendo que los estudiantes eran demasiado estúpidos para entender lo que les explicaban en clase, se frustraban mentalmente y, a falta de posibilidades para hacer deporte, se dedicaban a luchar contra la policía antidisturbios. «Tendrías que ver una fotografía extraordinaria», le escribía, «de un grupo de policías cargando contra un estudiante y lanzándolo al río. El estudiante se está volviendo hacia la cámara. La foto tiene un aire a lo Lartigue. Al menos, hizo un poco de ejercicio. Mens sana in corpore sano».

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