Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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– ¿Qué te gustaría ser hoy? -nos preguntábamos a menudo Toni y yo.

Esto era una negación directa del estatus de adulto. Los adultos siempre eran ellos mismos. Nosotros, a fuerza de oírlo decir, todavía no habíamos crecido, aún no estábamos formados. Nadie sabía qué «llegaríamos a ser». Podíamos, al menos, intentar unas cuantas demostraciones por nuestra cuenta.

– ¿En qué vas a cuajar?

– ¿En jalea?

– ¿En luz?

– ¿En cadete de Sandhurst?

Todavía no nos habíamos convertido en nada. Ser proteínas era nuestra única forma de consistencia. Todo tenía justificación. Todo era posible.

– ¿En qué podemos convertirnos hoy?

– ¿Por qué no somos hinchas del equipo de rugby?

Era una idea seductora. Siempre estábamos buscando en nuestro interior distintas facetas de la personalidad, y por eso era divertido probar algo que nos resultara del todo ajeno. El director procuraba, continuamente, convencer a los niños para que perdieran su valiosa tarde del sábado yendo a apoyar al equipo de rugby. Especialmente en partidos que se disputaban en campo contrario, cuando la presión de siete u ocho padres del equipo local aullando por el triunfo de los suyos, más la desorientación que suponía el viaje en tren a un terreno desconocido, era más que suficiente para hundir la moral de nuestro inseguro equipo. En esta ocasión, Toni y yo nos dirigimos a presenciar el partido entre nuestro colegio y Merchant Taylors, cuyo campo estaba apenas a diez minutos en bici de Eastwick.

– ¿Cómo vamos a portarnos? -pregunté-. ¿Limpiamente o haciéndonos los listos?

– Vale más no pasarnos de listos por si Telford nos acusa.

– Cierto.

– Limpiamente, pero sin exagerar.

– No te preocupes.

Telford era el animal que dirigía el equipo; un tirano con gabardina de gángster, que conducía la furgoneta Singer Vogue cuando se jugaba lejos, y cuyos incansables alaridos: «¡Los pies, los pieeeees!» cruzarían el campo de juego, endurecido por la escarcha, de un extremo a otro. -Habrá que ponerse lejos de ese acusica.

– Sí. Creo que será mejor que nos portemos con toda lealtad al principio, exagerando el entusiasmo, corriendo de un lado a otro del campo, agitando pañuelos y gritando los resultados por si se les olvidan. Luego, cuando comiencen a perder, continuamos exactamente igual. De este modo, poco a poco, se convertirá en pitorreo, pero el acusica no podrá implicarnos.

Parecía un plan infalible. Nos colocamos en la línea de fondo donde había menos gente y empezamos a aullar y dar vivas, mientras nuestro equipo, incapaz de hacer un placaje, jugaba torpemente, perdía balones, se ponía fuera de juego, pasaba la pelota hacia adelante a unos centímetros de la línea de avance y, al mismo tiempo, empujaba la melé en dirección contraria.

– Mala suerte, muchachos.

¡No los dejéis pasar!

¡Duro y abajo, tíos, duro y abajo!

– ¡Al ataque, al ataque! ¡Adelante, adelante! ¡Pies, pies! ¡Oooooh, mala suerte! ¡Venga, ahora es la vuestra!

– Sólo os ganan por treinta puntos. ¡Ya os desquitaréis en el segundo tiempo!

– ¡A por todas! ¡A muerte!

Este último era el más ruin de todos los gritos. Cada vez que la pelota salía disparada por los aires y una débil tentativa desde el medio campo pretendía querer recogerla al rebote cuando, en realidad, lo que hacía era vigilar con recelo al pelotón de delanteros enemigos que venía avanzando, nos desgañitábamos más. Si el jugador no se lanzaba sobre la pelota era manifiestamente un cobarde. Si la recogía y chutaba al instante, antes de que el enemigo cargara sobre él, seguía siendo manifiestamente un cobarde. Si se lanzaba sobre ella tenía todos los números para que, con las técnicas primitivas de las melés que se aprendían en el colegio, lo dejaran cumplidamente lisiado. Lo mejor de todo era conseguir que se tirara al suelo demasiado pronto, contemplar cómo lo pisoteaban bien y ver cómo el árbitro señalaba falta porque no había soltado la pelota al tirarse.

A medida que transcurría el partido, mientras el viento a favor hacía que todos los pases del equipo del colegio resultaran excesivamente largos, el enemigo duplicó con facilidad su ventaja. Toni y yo pensamos que era una pena no tener a nadie del calibre de Camus o Henri en nuestras filas. Poco a poco nos dimos cuenta de que nuestro equipo empezaba a jugar en el otro lado del campo. Sus puntapiés se dirigían invariablemente donde no debían y lo mismo sucedía con los pases. En un momento dado, durante una de las escasas acciones a ciegas que sucedieron cerca de donde nosotros estábamos, el que sacaba de banda (N.J. Fischer, persona poco cultivada) decidió ignorar una clara oportunidad para chutar, y pateó la pelota desde muy cerca, contra nosotros. El balón pasó entre los dos, a una altura que podría haber sido nuestra perdición, para caer treinta metros más allá. Ni Toni ni yo nos ofrecimos para recoger el balón. Lo que hicimos fue quedarnos allí, a cinco metros de la alineación jadeante, ofreciéndoles contundentes y sesudos consejos.

– ¡A por ellos, muchachos!

– ¡A esta altura para qué vais a chutar!

¡Es el momento de apretar!

– A completar los ochenta minutos. ¡Es la última oportunidad!

– ¡A saco!

– Mala suerte, eh. Pero ahora duro con ellos, ¡duro!

¡Ahora es la vuestra!

¡Duro y abajo, duro y abajo!

¡No les deis respiro! ¡A rematarlos!

Cuando sólo quedaban cinco minutos pensamos sabiamente que ya habíamos visto lo mejor del partido. Tras un «¡Animo!» final nos largamos. Pasarían dos días antes de que viéramos a nadie del equipo.

Mientras volvíamos a casa en bicicleta, la tarde se iba cerrando. Jirones de neblina colgaban, prometedores, de los setos de laurel. A lo largo de Rickmansworth Road, una de cada tres farolas vacilaba y brillaba con renovado ardor. Al pasar bajo cada parche de luz anaranjada, evitábamos mirarnos el uno al otro; ya era bastante desagradable contemplar nuestros dedos marrones sobre el manillar.

– ¿Crees -reflexionó Toni-, crees que habría que llamar a lo de hoy un épat?

– Bueno, eran todos unos cochinos burgueses, de eso podemos estar seguros.

– ¿Pero crees que se dieron cuenta de que nos estábamos pitorreando?

– Me da la impresión de que sí.

– A mí también.

Yo siempre estaba dispuesto a proclamar tantos épats como fuera posible. Toni, por su lado, tendía a ser más escrupuloso.

– Aunque creo que es demasiado presumir pensar que se van a poner a reflexionar sobre lo que intentábamos enseñarles acerca de la ética del deporte.

– ¿Se puede hablar de «épat» cuando la víctima no se entera?

– No lo sé. -Yo tampoco.

Seguimos pedaleando. Ahora, dos de cada tres farolas arrojaban su luz irreal.

– ¿En qué crees que acabarán todos ellos?

– En unos pobres infelices. Serán todos directores de banco, supongo.

– Todos no serán directores de banco.

– No sé, qué quieres que te diga. No hay nada que asegure lo contrario.

– No, tienes razón. -Toni se entusiasmó-. ¡Eh! ¿Qué te parece? ¿Qué te parecería si todos los del colegio, menos nosotros, se hiciesen directores de banco de mayores? ¿No sería estupendo?

Sería magnífico. Sería perfecto.

– ¿Y cómo acabaremos nosotros?

Solía dejar que Toni opinase sobre los temas del futuro.

– Nos veo -contestó- como artistas becados en una colonia nudista.

Eso también sería magnífico. Perfecto.

Continuamos pedaleando hasta Eastwick. Nos quedaban muchos temas pendientes; la venda en los ojos y («Aguas cristalinas. ¿El laberinto de Hampton Court? Ganas de mover los hombros. Un cosquilleo, como si acabases de recibir una transfusión de sangre. Orq. de Cámara de Stuttgart/Münchinger») vamos con Bach.

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