Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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Puso una cara como de morirse de ganas de hacerlo y movió las manos en círculos como un cantante negro de los años veinte.

– ¿Te gustaba?

– ¿Gustarme? Si no hubiese sido por ti… le habría metido cinco golazos, tres jaques mate, dos estocadas, ocho fuera de juegos y batido el récord de maratón mientras tú seguías dándole vueltas al asunto.

– Salto de pértiga.

– Lanzamiento de jabalina.

– Tiro al hoyo.

Simuló hacer malabarismos con dos tetas gigantescas en sus palmas extendidas.

– Triple salto.

– ¿Y por qué no, Chris?

– Porque puedas no quiere decir que tengas que hacerlo.

– Si puedes, y quieres, entonces debes.

– Si lo haces tan sólo porque debes, entonces, realmente, no quieres.

– Si puedes y quieres y no lo haces, eres maricón.

– Era el hombre que había en Oxidada lo que yo amaba.

Oxidada/Janet y yo pasamos bastante tiempo sin desvestirnos el uno al otro. En parte por falta de oportunidades, aunque -como yo me decía a mí mismo constantemente- los ingeniosos y los desesperados siempre encuentran alguna mata con césped, algún asiento reclinable o algún portal poco seguro iluminado por los coches al pasar. Pero entonces, supongo, no estábamos desesperados, y nuestra mayor ingeniosidad consistía en hacer creer a nuestros padres que en realidad no nos importaba si nos dejaban solos o no. De esa forma, nos dejaban solos más a menudo.

A veces, sin embargo, nos abandonábamos a una traviesa, parcial, a medias gozosa búsqueda mutua. Poníamos al desnudo una pequeña parte del cuerpo del otro: la curva de un pecho, una franja de estómago, un hombro, un muslo. Después de las pocas veces en que nos desvestimos totalmente, nos quedaba siempre cierta sensación de decepción. Pero tal como comprendí más adelante, no se trataba del sentimiento de frustración por no haber hecho el amor. Era un sentimiento más vago: el de la insatisfacción del logro más que la del fracaso. Me preguntaba si el placer de luchar por algo no excedía el placer del logro, de la victoria, del orgasmo. Quizá el colmo de la satisfacción sexual era, entonces, la técnica hindú del karezza . Es, solía decirle a Toni desde el santuario de mi virginidad, sólo nuestra competitiva y desafiante sociedad la que nos dirige escandalosamente a alcanzar la meta.

2. Demandez nuts

Todavía no sé la importancia de todo lo que sigue.

París. 1968. Annick. Un precioso nombre bretón, ¿verdad? A propósito, se pronuncia con acento en la i, así que rima con pique [2], lo cual no es muy apropiado, al menos para empezar.

Fui a París en busca de documentación para la tesis que había comenzado, a fin de poder conseguir una beca e irme a París. Un orden de prioridades completamente normal entre los recién licenciados. Entonces, el afán de vagabundeo -con provecho o sin él- llevaba a mis amigos a la mayoría de las capitales europeas, tras haber manifestado un interés desorbitado por materias que sólo podían ser investigadas a fondo donde daba la casualidad que estaban los documentos pertinentes. En mi caso, se trataba de «La importancia e influencia de los estilos de representación británicos en el teatro de París desde 1789 a 1850». Siempre había que colar, al menos, una fecha importante (1789, 1848, 1914) en el título, porque así el tema parece más importante, y satisface la creencia general de que todo cambia con el estallido de una guerra. La verdad, como descubrí en seguida, es que las cosas cambian: por eso, inmediatamente después de 1789, los estilos teatrales británicos tuvieron muy poca importancia e influencia en los teatros parisinos, por la simple razón de que ningún profesional británico en su sano juicio hubiese arriesgado la piel para trabajar allí durante la Revolución. Supongo que hubiera debido imaginármelo. Pero a decir verdad, lo único que sabía sobre actores británicos en Francia cuando me inventé el tema de la tesis, se reducía a que Berlioz se enamoró de Harriet Smithson en 1827. Encima, según averigüé más tarde, ella era irlandesa. Pero yo sólo pedía dinero para vivir seis meses en París y los que manejaban el dinero no eran tan remilgados.

– Can-can, frou-frou, vin blanc, lencería francesa -fue el comentario de Toni cuando le dije que me iba a París.

El se iba a Marruecos para «desanglificarse», y ya se estaba tragando sin parar metros y metros de cintas de torturantes silbidos y gruñidos aberrantes.

– Kif. Hachís. Lawrence de Arabia. Dátiles -le dije yo, no sin advertir que no había conseguido dar el matiz correcto.

En realidad la cosa no era así. Ya había estado muchas veces en París antes de 1968, y no iba con ninguna de las ingenuas expectativas que Toni tanto se complacía en adjudicarme. Había agotado ya su faceta Paree [3]antes de los veinte años: los libros de bolsillo de tapas verdes de la Olympia Press, las pérdidas de tiempo en las terrazas de los cafés de los bulevares, los empujones entre tangas de cuero y bolsas en una parodia de antro de Montparnasse. Cuando era estudiante había agotado la ciudad-como-parte-de-la-historia, husmeando celebridades en Père Lachaise para volver a casa exultante después de hacer un descubrimiento inesperado: las catacumbas de Denfer-Rocherau, donde la historia post-revolucionaria y la melancolía personal pueden combinarse armoniosamente mientras se divaga entre bóvedas y zarandeados esqueletos, clasificados por huesos y no por cuerpos: pulcras hileras de fémures y sólidos cubos de cráneos aparecían repentinamente bajo la luz temblequeante de la vela. Por aquella época ya había incluso dejado de despreciar a mis exhaustos compatriotas, apiñados en los cafés de los aledaños de la Gare du Nord, levantando los dedos para indicar el número de Pernods que querían.

Escogí París porque era un lugar familiar donde podía, si quería, vivir solo. Conocía la ciudad; hablaba el idioma. No me preocupaban ni la comida ni el clima. París era demasiado grande como para verme amenazado por la hospitalidad de una colonia de emigrados ingleses. Tendría pocos estorbos para concentrarme en mí mismo.

Por mediación del amigo de un amigo, me prestaron un piso en Buttes-Chaumont (la ruidosa línea de metro 7-bis: Bolívar, Buttes-Chaumont, Botzaris). Era un estudio espacioso pero un poco decrépito, con un suelo de madera que crujía a cada paso y, en un rincón una máquina tragaperras, que funcionaba con una provisión de francos antiguos amontonados encima de un estante. En la cocina había un anaquel lleno de botellas de calvados casero que podía beberme, siempre y cuando repusiera cada botella con una de whisky (perdí dinero con el trato pero gané en color local).

Me instalé con mis pocas posesiones, le hice un poco la pelota a la portera, Mme. Huet, metida en su cuchitril lleno de plantas, gatos diarreicos y números atrasados de France Dimanche (me mantenía informado sobre cada nouvelle intervention chirurgicale à Windsor), me hice socio de la Bibliothèque Nationale (que no estaba demasiado cerca) y comencé a considerarme, por fin, un ser autónomo. El colegio, la familia, la universidad, los amigos… Cada uno, a su manera, brindaban un consenso de valores, ambiciones, formas aceptadas de fracaso. Se aceptaban pequeñeces, se reaccionaba contra pequeñeces, se reaccionaba contra la reacción ante las pequeñeces, y ese movimiento constante y pendular del proceso daba la ilusión de avanzar. Por fin tendría la oportunidad de aclarar las cosas. Me tomaría un respiro y las aclararía de verdad.

Quizá no de golpe. Llegar, sentarse y empezar, metódicamente, a replantearse la vida: ¿no sería eso lo mismo que sucumbir a una forma de pensar programada y burocrática que con tanto atrevimiento había desdeñado heroicamente? Así pues, durante las primeras semanas vagabundeé, sin preocupaciones ni remordimientos. Me tragué todo el ciclo de Howard Hawks, que siempre se ofrece en algún cine de París. Me senté, adrede, en algunos de los jardines y plazas menos célebres. Redescubrí esa sonrisa que se escapa al viajar en el metro en primera clase con un billete de segunda. Miré distraídamente un puñado de reportajes sobre las representaciones del Cato de Addison, durante la época de la Revolución (la obra era una de las favoritas de Marat). Hojeé algunos folletos de cómo llevar una Vida Artística en París. Pasé largos ratos en la librería Shakespeare & Company. Leí las memorias póstumas de Hemingway en París, que se rumoreaba habían sido escritas por su mujer («No hay duda, están tan mal escritas que deben de ser auténticas», me aseguró Toni).

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