Un beso a la vez primera,
puede ser tu perdición.
Un beso a la segunda,
no hay miedo de que no te cunda.
¡Pero un beso a la tercera…
sólo un subnormal espera!
Pero esto lo escribimos con la suficiencia que da la inexperiencia y, de todos modos, no debía tener validez más allá de nuestro país. Más tarde, me atuve, como es natural, a las costumbres locales. Aprovechar la asiduidad del apretón de manos. Dale tu manaza, aprieta la de ella más tiempo del necesario y entonces, con lentitud pero con una fuerza sensual irresistible, atráela gradualmente hacia ti, mirándola a los ojos como si te acabasen de regalar la primera edición secuestrada de Madame Bovary. Buena idea.
Llegó su autobús y adelanté una mano indecisa. Ella la asió con rapidez, me rozó la mejilla con los labios antes de que pudiese reaccionar, se liberó de mi flojo apretón, sacó el pase del autobús, gritó A bientôt y desapareció.
¡La había besado! ¡Eh, había besado a una francesa! ¡Yo le gustaba! Y, por si fuera poco, ni siquiera había tenido que pasarme semanas rondándola antes de saber algo de ella.
Me quedé mirando el autobús hasta que se marchó. Si hubiese sido uno de los antiguos, Annick se habría quedado de pie sobre la plataforma abierta, con una mano agarrada a la barandilla y la otra levantada, pálidamente iluminada por una farola solitaria haciendo un leve ademán de despedida. Podría haber sido una emigrante desbordada por las lágrimas en la popa de un barco a punto de zarpar. En realidad, las puertas neumáticas se cerraron tras ella con el ruido sordo de las gomas, y dejé de verla mientras el autobús rezongaba y se sacudía alejándose.
Anduve hasta el Palais Royal impresionado conmigo mismo. Me senté en un banco del patio y aspiré el aire cálido de la noche. Sentía que, de repente, todas las cosas encajaban. El pasado había quedado atrás. Yo era el presente, el arte estaba aquí, y la historia, y ahora la promesa de algo muy parecido al amor o al sexo. Cerca de aquí, en esa esquina, trabajó Moliere, al otro lado Cocteau, más allá Colette. Allí Blücher perdió seis millones jugando a la ruleta y se pasó el resto de su vida montando en cólera cada vez que oía la palabra París. Allí se abrió el primer café mécanique y allí, un poco más lejos, en una pequeña ferretería de la Galerie de Valois, Charlotte Corday compró el cuchillo con el que asesinó a Marat. Y aunándolo todo, digiriéndolo, haciéndolo mío, estaba yo, fundiendo todo el arte y la historia con lo que pronto, con suerte, llamaría la vida. La frase de Gautier que Toni y yo citábamos en el colegio me rondaba por la cabeza: Tout passe me susurraba. Quizá, me contestaba, pero no hasta dentro de una buena temporada. No, si yo puedo evitarlo.
Tenía que escribir a Toni.
Lo hice, pero este ocultó toda demostración de regocijo fraternal que pudiese haber sentido.
Querido Chris:
C 'est magnifique, mais ce n 'est pas la chair. Hasta que no llegues al otro par de labios no creo que despiertes mi interés. ¿Qué has leído? ¿Qué has visto? ¿Y sobre qué, no sobre quién, has estado trabajando? Te darás cuenta, espero, de que la primavera todavía no ha terminado oficialmente, de que estás en París y de que si me entero de que no eres capaz de cumplimentar el cliché podrás contar con mi desprecio infinito. ¿Qué pasa con las huelgas?
Toni
Supongo que tenía razón. En cualquier caso, la enfermiza efusividad de mi propia carta puede ser rápidamente inferida por el tono de su respuesta. Pero cuando llegó ya no tenía sentido.
Perdí la virginidad el veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta y ocho. (¿Es raro recordar la fecha? La mayoría de las mujeres la recuerdan.) Querrán oír detalles, maldita sea, a mí tampoco me molestaría oír la historia otra vez. No salgo tan mal parado.
Era apenas la tercera noche que salíamos juntos.
Creo que eso merece un párrafo aparte. A la sazón, se trataba de una cuestión de típico orgullo, como si en realidad yo lo hubiera planeado todo. Cosa que, por supuesto, no hice.
Los tanteos previos fueron casi del todo mudos. Aunque, probablemente, por distintas razones para uno y otro. Habíamos ido otra vez al cine: a ver un clásico, Les Liasons Dangereuses, la versión actualizada de Vadim con Jeanne Moreau y, (para nuestro común deleite), Boris Vian acechando sarcásticamente en las sombras.
Cuando salimos mencioné, como por casualidad, la provisión de calvados que tenía en mi estudio. Su proximidad ya era conocida.
El piso estaba tal y como lo había dejado, es decir ordenado a medias. Razonable pero no obsesivamente arreglado. Unos cuantos libros abiertos como si se estuvieran leyendo (en algún caso era cierto… las mejores mentiras tienen una pizca de verdad). Iluminación escasa y distribuida por los rincones (por razones obvias, pero también para evitar que alguna bombilla traicionera se encendiera intempestivamente en medio de la película). Los vasos estaban limpios pero los volví a lavar, sin secarlos, para que el calvados no tuviese que deslizarse entre la pelusa que dejan los paños de cocina.
Al entrar, dejé caer mi chaqueta sobre la butaca, a fin de que al invitar a Annick a sentarse eligiera el sofá (no era fácil que escogiera la cama, a pesar de su disfraz diurno, oculta bajo una colcha india y un montón de cojines). Si al llegar a cierto punto, yo iniciaba una arremetida amorosa, no quería golpearme en el estómago con el brazo de una silla. Estos pensamientos no eran tan brutales como puede parecer. Iban ganando espacio en mi cabeza de forma provisional y vacilante, y su tenacidad me hacía sentir ligeramente culpable. Pensaba en futuro condicional y no en futuro simple. Es el tiempo verbal lo que minimiza la responsabilidad.
Así que allí estábamos, yo en la butaca, ella en el sofá. Sentados dando sorbitos y mirando. No había tocadiscos en el piso y «¿quieres jugar a la máquina tragaperras?» parecía poco apropiado. Así que mirábamos. Seguía sin saber qué decir. Me pregunté, durante un minuto o dos, si l'amour libre era la traducción correcta de amor libre. Me alegra no haber encontrado nunca la respuesta.
¿Se piensa siempre, en situaciones como esta, que la otra persona está mucho más tranquila que uno? En este caso, mientras estuve concentrado pensando en Annick, asumí que si quería decir algo, como era ella quien mejor dominaba el idioma local, hablaría. Ella no lo hizo ni yo tampoco. Y lo que se fue plasmando era algo cualitativamente distinto a una mera pausa larga en la conversación. Era un silencio cómplice, a la vez que una total concentración en la otra persona. El resultado era más erótico de lo que yo creía posible. La fuerza de este silencio se debía a su espontaneidad. Más tarde, cada vez que he intentado recrear el efecto, me ha fallado siempre.
Estábamos a unos dos metros uno del otro y completamente vestidos, pero la sutileza y la fuerza de aquel intercambio erótico eran mucho mayores que las del mundo violento y apremiante del cuerpo a cuerpo que llegué a conocer más tarde. No era una de esas miradas sugestivas que suele colar como el juego previo que aparece en las películas. Comenzamos, es verdad, mirándonos a los ojos y a la cara, para apartar la vista pronto, para luego volver a empezar. Cada correría visual por una nueva parte del cuerpo, producía un nuevo estremecimiento de excitación. Cada contracción muscular, cada temblor de las comisuras de los labios, cada movimiento de los dedos sobre la cara tenía una significación particular, tierna y, parecía entonces, sin ambigüedades.
Nos quedamos así por lo menos una hora y, después, nos fuimos a la cama. Fue una sorpresa. No diría una desilusión, porque era demasiado interesante para eso, pero fue una sorpresa. Los momentos que había esperado con tanta ansiedad fueron casi una decepción. Las cosas que yo no sabía fueron divertidas. Respecto al placer relacionado con el pene no hubo grandes novedades, y los rasgos dominantes de nuestra breve pugna fueron la curiosidad y la torpeza. Pero las otras cosas… las que nunca te cuentan… la mezcla de poder, ternura y absoluto engreimiento rebosante del júbilo que te inunda ante el ofrecimiento total del cuerpo de una mujer… ¿Cómo es posible que antes no hubiera leído nada sobre eso? ¿Y por qué no se decía nada sobre ese hincha de fútbol que se te clava en la nuca, el hombre de la carraca y la bufanda que no para de gritar «¡Muy buena!», dando patadas contra el suelo? Y luego, además, esa curiosa sensación de haberse librado de una carga social, como si por fin se entrara a formar parte de la comunidad de la raza humana, como si, después de todo, no se fuera a morir totalmente ignorante.
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