Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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Es innecesario decir que uno mismo nunca notaba esa transformación. Ni tampoco la notaba un extraño: en lugar del cambio sólo se veía a un escolar corrientemente aseado, con la cartera sobre las rodillas, repasando una lista de palabras en francés y media página del libro tapada para no ver la solución y que, de vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar por la ventana.

Aquellos trayectos diarios eran, ahora me doy cuenta, los únicos momentos en que estaba a mis anchas. Quizá por eso nunca los encontraba largos ni aburridos, a pesar de ir sentado durante años junto a los mismos hombres con trajes a rayas como dibujadas con tiza, mirando por las mismas ventanas las mismas cosas y las mismas paredes de los túneles, repletas de cables negros y polvorientos. Y, por supuesto, todos los días podía uno entretenerse con juegos que nunca fallaban.

El primero era conseguir un asiento: nada más lejos de ser una tarea fastidiosa. Francamente, nunca me preocupó mucho dónde sentarme en el tren, pero me encantaba sentarme donde querían sentarse los demás. Esta era la primera acción subversiva del día. Algunos de los viejos carcamales que se bajaban en Eastwick tenían, de verdad, sus sitios favoritos: vagones favoritos, lados favoritos y un lugar favorito en la rejilla de cuerdas para sus sombreros de hongo. Frustrar sus mezquinas esperanzas era un buen juego no demasiado difícil, ya que no era forzoso jugarlo con las reglas de los adultos. Llevasen trajes a rayitas o a rayotas, siempre se obligaban a sí mismos a conseguir el asiento favorito aparentando no importarles dónde se sentaban, aunque, de tanto en tanto, como por accidente, utilizaban sus anchas caderas y las esquinas metálicas de sus maletines como armas para lograr el sitio deseado. Un niño era, obviamente, una bestia sin normas a quien el autocontrol y las leyes de urbanidad no habían forzado aún a no arrebatar lo que quería (o, realmente en este caso, a no arrebatar lo que le daba lo mismo conseguir o no). Así que mientras esperabas el tren, estabas al acecho mostrando incertidumbre, caminando de un lado a otro del andén para desconcertar a los vejestorios. Entonces, cuando llegaba el tren te precipitabas hacia una puerta o, incluso, saltándote las normas, la abrías violentamente antes de que el tren se detuviera.

Lo mejor que se podía hacer -aunque para eso se necesitaba mucha desfachatez- era birlarle el asiento favorito a uno de esos carcamales para luego, mientras observabas con qué resentimiento se aseguraba otro, levantarte con cara de inocente y dejarte caer en cualquiera de los rincones menos buscados del vagón. Entonces lo mirabas dándote por enterado. Como los mayores rara vez confiesan sus deseos abiertamente, pero saben con absoluta certeza que tú los conoces, matabas dos pájaros de un tiro.

Todos los ardides del viaje se aprendían en seguida. Cómo doblar un periódico verticalmente para poder girar una página entera con comodidad. Cómo aparentar que no veías a la mujer a quien supuestamente debías ceder el asiento. Dónde quedarte de pie en un tren repleto para lograr un sitio apenas comenzara a vaciarse. A qué vagón subirte para bajar en tu parada lo más cerca posible de la salida. Cómo utilizar los túneles supuestamente sin salida como atajos. Cómo viajar con abonos ya vencidos.

Todas estas maquinaciones te mantenían en forma. Pero también se podían vivir experiencias más enriquecedoras.

– ¿No te aburres nunca? -me preguntó Toni una vez que calculábamos cuántos meses y años de nuestra vida habíamos pasado en el metro. El sólo viajaba diez paradas de la Circle Line: un trayecto sin incidentes notables, todo subterráneo, sin riesgo de violación o rapto.

– Que va. Pasan demasiadas cosas.

– ¿Túneles, puentes, postes telegráficos?

– No, otras cosas. Cosas como Kilburn. Es Doré, en serio.

La siguiente tarde que tuvimos libre, Toni vino a comprobarlo. Entre Finchley Road y Wembley Park, a la altura de Kilburn, el tren para sobre una extensa red de viaductos. Por debajo de ella, hasta donde llega la vista, se ven hileras entrecruzadas de decadentes casas victorianas. Sobre cada tejado, media docena de antenas de televisión entrelazadas sugerían una colmena de paredes revocadas. Por entonces pasaban pocos coches por esas zonas y no se venía ningún espacio verde. Un enorme edificio Victoriano de ladrillo rojo y lados regulares se alzaba en el centro del paisaje: si era una escuela gigantesca, un manicomio o un hospital nunca lo supe ni me interesé por saberlo con exactitud. El valor de Kilburn dependía de no conocer pormenores, porque cambiaba según la visión o la mentalidad de cada uno, del estado de ánimo o del día. En una tarde de invierno, al anochecer, cuando la luz blanca de las farolas empezaba apenas a advertirse, se convertía en una visión melancólica y atemorizante, el coto de caza de los asesinos que sumergían a las víctimas en bañeras llenas de ácido. En una mañana clara y soleada de verano, casi sin niebla y con mucha gente a la vista, era como un pequeño y valiente arrabal en plena guerra, casi se esperaba ver a Jorge VI removiendo con su paraguas los pocos restos que quedaban en los solares bombardeados. Kilburn podía sugerir masas pululantes de trabajadores que, como termitas, en cualquier momento pueden subir el viaducto y acabar con los de los trajes a rayas. De igual modo, podía ser la reconfortante demostración de que mucha gente podía vivir en paz aunque estuviera apiñada.

Toni y yo nos bajamos en Wembley Park, cambiamos de andén pasando por el mismo sitio. Luego, volvimos sobre nuestros pasos.

– Dios, hay gente a montones -fue el comentario definitivo de Toni-, allá abajo hay miles de personas, todas a unos cien metros de distancia; sin embargo, con toda seguridad, nunca conocerás a ninguna de ellas.

– Es un argumento contra Dios, ¿no?

– Sí, y en favor de una dictadura ilustrada.

– Y en favor del arte por el arte.

Espantado, se quedó callado un rato.

– Está bien, retiro lo dicho.

– Podrías haberlo pensado antes. Hay otras gentes, pero la mejor es esta.

Toni se subió silenciosamente al próximo tren en dirección a Baker Street para pasar por última vez sobre el puente.

A partir de entonces, no sólo me interesó el viaje sino que estaba orgulloso de él. El hormiguero de Kilburn; las mugrientas y perdidas estaciones entre Baker Street y Finchley Road; los campos de juegos igual que estepas de Northwick Park; la estación de Neasden, repleta de vagones viejos e inútiles; los rostros impasibles de los pasajeros, que se adivinaban tras las ventanillas de los rápidos trenes de Marylebone. De una manera u otra todo valía la pena, gratificaba y aguzaba la sensibilidad. Y ¿qué era la vida sino eso?

11. A.C.T.

Para ti las cosas nunca cambiaban. Esa era una de las reglas principales. Hablabas de cómo serían las cosas cuan do cambiasen: te imaginabas el matrimonio y hacer el amor ocho veces cada noche, y educar a tus hijos de una forma que combinase flexibilidad, tolerancia, creatividad y grandes sumas de dinero. Pensabas tener una cuenta bancada, frecuentar cabarets de striptease, llevar camisas con botones en el cuello y gemelos en las mangas, y lucir pañuelos con tus iniciales bordadas. Pero cualquier amenaza real de cambio provocaba la aprensión y el descontento.

Mientras tanto, las cosas cambiaban sólo para los demás. Despidieron al profesor de natación del colegio por corromper a los chicos en el vestuario («Problemas de salud», nos dijeron a nosotros). A Holdsworth, un simpático bestia de 5.° B, lo expulsaron por verter azúcar en el depósito de gasolina del Humber Super Snipe de un profesor. Los hijos de los vecinos hacían cosas asombrosas, increíbles, como empezar a trabajar para la Shell en el extranjero, poner en marcha viejos cacharros o ir a fiestas en Nochevieja. El equivalente casero de semejantes trastornos fue la primera novia de mi hermano.

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