Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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8. Sexo, austeridad, guerra, austeridad

Una de las cosas que cambiaría cuando Viviéramos Por Nuestra Cuenta sería el tipo de diario que pudiéramos llevar. Uno no escribiría sobre las cosas que no le gusta hacer, sobre lo que quería hacer y no hacía ni sobre los planes para el futuro. En su lugar, escribiría sobre lo que hacía de verdad. Y como sólo se haría lo que uno quisiese hacer, el Libro de los Hechos se parecería al que por el momento era el Libro de las Fantasías, sólo que con un emocionantísimo cambio de tiempo verbal.

– Sabes -recuerdo que le dije a Toni una tarde, tras un poco de Vivaldi («disminución del pulso, aumento de la tolerancia y la benevolencia, sentido cívico, sensación de limpieza cerebral»)-, en realidad no está tan mal ser… comment le dire… joven.

– ¿Nnnooo?

– Bueno, no hay guerra. No hay servicio militar. Hay más mujeres que hombres. No hay policía secreta. Se pueden conseguir libros como El amante de Lady Chatterly. No está tan mal.

– Así que nunca te ha ido mejor, Christorpe. (A Toni le gustaba inventar erratas.)

– La verdad es que no. Creo que la vida por nuestra cuenta será estupenda.

– Puede que tengas razón. ¿Sabes que ya están llamando a esta década los Sexy Sesenta?

– Los descarados Sexy Sesenta. -Casi se te ponía tiesa de sólo oírlo.

– Supongo que todo sucede cíclicamente.

– ¿Qué?

– El sexo, para empezar. También hubo bastante sexo en los años veinte. Probablemente, todo sigue un ciclo. Algo así como: los años Veinte, Treinta, Cuarenta, Cincuenta igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad; los Sesenta, Setenta, Ochenta, Noventa igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad.

Toni arqueó una ceja. Dicho así, no parecía tan grave.

– Lo que nos da -interpreté-, ocho años de descaro y treinta de espera, con la posibilidad de que nos maten en el intervalo. Escalofriante.

– Aun así -dijo Toni, decidido a no darse por vencido-, ¿qué se puede hacer en ocho años?

– ¿A «quién» se le puede hacer en ocho años?

– Limítate a pensar que podría ser peor. Si hubieses

nacido en mil novecientos quince, cuando hubieras estado a punto habría llegado la Austeridad. Después, puede que te matasen. Para cuando consiguieras a alguien tendrías cuarenta y cinco.

– Habría que casarse ¿no?

– Había burdeles para el ejército.

– ¿Y si hubieras estado en la marina?

Nos pareció que la generación de nuestros padres había tenido muy mala suerte.

– Bueno, las cosas son como son.

– ¿Crees que deberíamos tratarlos mejor?

Pero la verdad, las cosas no tomaban el cariz que deseábamos. Cada año, como demostraba mi Libro de Reclamaciones, estaba repleto de los mismos deseos frustrados, los mismos resentimientos corrosivos, las mismas formas de inactividad. Se dice que la adolescencia es un período dinámico, durante el cual la mente y el cuerpo se lanzan, constantemente, a nuevos descubrimientos. Yo no la recuerdo así. Todo me parecía notoriamente estático. Cada año nos proporcionaba un nuevo plan de estudios que se parecía, enormemente, al plan anterior. Cada año más gente nos trataba de usted. Cada año nos permitían quedarnos levantados hasta más tarde los sábados por la noche. Pero ninguna estructura cambiaba. El poder y la irresponsabilidad seguían siendo los mismos. El amor, el temor y el resentimiento permanecían donde siempre habían estado.

– Ocho años, entonces.

Por alguna razón, no parecía mucho tiempo.

9. La gran M

Existían unos cuantos temas privados que yo no le comentaba a Toni. Bueno, realmente, sólo uno: el de la muerte. Siempre nos reíamos de ella, excepto en las raras ocasiones en que conocíamos a la persona involucrada. A Lucas, por ejemplo, el que se ponía siempre detrás de la melé en el equipo de rugby de tercero, lo encontró su madre una mañana muerto por asfixia en la cocina. Pero aun así, nos interesaban más los rumores que el hecho mismo de la muerte. ¿Una novia? ¿Embarazada? ¿Incapaz de enfrentarse a sus padres?

Hubo, supongo, una conexión causal entre el origen de mi miedo a la Gran M y la partida de Dios. Pero si fue así, se produjo como un vago intercambio sin que interviniera un proceso formal de razonamiento. Dios, que se mezcló en mi vida sin pruebas ni discusiones una década antes, fue despedido por una larga serie de razones, ninguna de las cuales, sospecho, parecerá del todo suficiente: el aburrimiento de los domingos, los pelotas que se lo tomaban todo en serio en el colegio, Baudelaire y Rimbaud, el placer de blasfemar (arriesgada razón, esta), tener que cantar himnos religiosos, la música de órgano y el lenguaje de los rezos, la imposibilidad de creer por más tiempo que hacerse pajas es pecado y, como remache, un rechazo absoluto a la idea de que los parientes muertos observaban lo que yo hacía.

Así pues, había que deshacerse de todo eso, aunque su pérdida no disminuyera en absoluto el aburrimiento dominical ni la culpabilidad derivada de hacerse pajas. Al cabo de unas semanas, sin embargo, como si fuera un castigo, el poco frecuente pero paralizante horror a la Gran M invadió mi vida. No pretendo que la originalidad caracterice el momento ni el lugar en que se materializaban mis ataques de miedo (cuando estaba en la cama, sin poder dormir), pero sí cierta peculiaridad. Siempre sentía el miedo a la muerte tumbado sobre mi costado derecho, mirando por la ventana a la lejana vía ferroviaria. Nunca ocurría cuando estaba tumbado sobre el costado izquierdo, de cara a la librería y al resto de la habitación. Una vez que empezaba, el miedo no disminuía con el mero hecho de darme vuelta: había que soportarlo hasta el final. Todavía hoy conservo la preferencia de dormir sobre el lado izquierdo.

¿Cómo era ese miedo? ¿Les sucede lo mismo a los demás? No lo sé. Un repentino terror in crescendo que te pilla desprevenido; una imperiosa necesidad de gritar, prohibido en las reglas de la casa (siempre lo hacen), que te hace quedar tumbado ahí, con la boca abierta, temblando de pánico; una debilidad total, que tarda una hora por lo menos en desaparecer; y todo esto como telón de fondo y como síntoma de una imagen central -parte visual, parte intelectual- de la no-existencia. La imagen de unas estrellas en constante retirada, tomada, espero -con la torpe trivialidad del inconsciente-, de los títulos de crédito de una película de la Universal. Una sensación de soledad total dentro del temblequeante cuerpo envuelto en el pijama. Un darse cuenta de cómo el Tiempo (siempre en mayúscula) se perpetúa sin ti por los siglos de los siglos. Y una sensación paranoica de estar atrapado en la situación presente por mediación de una persona o personas desconocidas.

El miedo a morir no significaba, por supuesto, el miedo a morir sino el miedo a estar muerto. Pocas falacias me deprimen tanto como esta: «No me molesta estar muerto. Es exactamente igual que estar dormido. Es el acto de la muerte lo que no puedo enfrentar.» Nada me parecía tan claro, en mis temores nocturnos, como que la muerte no se parecía en absoluto al sueño. A mí no me molestaría en absoluto Morirme, pensaba, siempre y cuando no siguiera Muerto después.

Así como Toni y yo no hablábamos nunca sobre miedos básicos, el concepto de inmortalidad aparecían siempre, con naturalidad, en nuestras discusiones. Como cobayas con sentido de la dignidad, buscábamos salidas. Existía un tipo de supervivencia parcial digna de consideración -una penosa parte de esencia que, como una nube tormentosa, nos rodeaba con viscosidad huxleyana- pero que no nos atraía en exceso. Existía la inmortalidad a través de los hijos, pero observando cómo representábamos nosotros a nuestros padres no podíamos ser demasiado optimistas sobre nuestras posibilidades de supervivencia por sustitución cuando nos llegara el turno. En nuestros furtivos y quejumbrosos sueños sobre la inmortalidad, nos concentrábamos principalmente en el arte.

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