Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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– Una cosa es segura sobre los padres. Te joden.

¿Crees que lo hacen a propósito?

Puede que no. Pero lo hacen.

Sí, pero no tienen la culpa.

– Quieres decir como en Zola… porque sus padres los jodieron a su vez.

– Buena observación. Pero hay que echarles algo de culpa. Al menos, por no darse cuenta de que a ellos los jodieron y por continuar jodiéndonos a nosotros.

– Ah, claro, no estoy sugiriendo que no debamos castigarlos.

– Ya me estabas preocupando.

Todas las mañanas, a la hora del desayuno, miraba incrédulamente a mi familia. Para empezar, todos estaban allí todavía; esa era la primera sorpresa. ¿Por qué no se habían escapado durante la noche, incapaces ya de soportar las heridas que les infligía la vacuidad que yo adivinaba en sus vidas? ¿Por qué seguían sentados en el mismo sitio que el día anterior, dando la impresión de estar perfectamente satisfechos con la idea de volver a estar allí dentro de otras veinticuatro horas?

Delante de mí se sentaba mi hermano mayor, Nigel, mirando por encima de sus tostadas una revista de ciencia-ficción. (Quizá era así como controlaba su angustia existencial: escapándose a Nuevas Galaxias, Nuevos Mundos y Realidades Asombrosas. No es que yo le hubiera preguntado alguna vez si sufría angustia existencial; la verdad, prefería que no la hubiera sentido… estas cosas pueden ponerse de moda.) A su lado, mi hermana Mary también miraba por encima de su desayuno, para leer las etiquetas de la pimienta y la sal. No es que no estuviese totalmente despierta aún: a la hora de la cena leía las inscripciones de cuchillos y tenedores. Algún día obtendría un título de experta en las partes posteriores de los paquetes de cereales. Tenía trece años y no hablaba mucho. Yo pensaba que se parecía más a Nigel que a mí: ambos tenían rostros suaves, de rasgos poco marcados, que no mostraban resentimiento alguno.

A mi derecha, mi padre tenía el Times abierto en la página de las cotizaciones de bolsa, e iba murmurando algo mientras las leía. Tampoco se parecía a mí. Para empezar era calvo. Supongo que era cierto que la forma de su mandíbula tenía un aire a la mía, pero, sin duda alguna, él no poseía mis ojos profundos e interrogadores. De vez en cuando le dirigía a mi madre una deferente pregunta sobre el jardín. Ella se sentaba a mi izquierda, traía el desayuno, respondía a todas las preguntas y no nos dejaba en paz con su dulzura durante el larga y silenciosa comida. Tampoco me parecía a ella. Algunas personas decían que yo tenía sus mismos ojos; aunque así fuera, no teníamos nada más en común.

¿Cómo podía estar emparentado con ellos? ¿Y cómo podía yo no señalar esas diferencias obvias?

– Mamá, ¿soy un hijo ilegítimo? -(Tono de conversación normal.)

Oí un ligero crujido de papeles a mi izquierda. Mis dos hermanos continuaron leyendo.

– No, querido. ¿Tienes ya el bocadillo?

– Sí. ¿Estás segura de que no hay ninguna posibilidad de que sea ilegítimo?

Levanté la mano señalando a Nigel y a Mary a modo de explicación. Mi padre se aclaró la garganta silenciosamente.

– Al colegio, Christopher.

Bueno, podían estar mintiéndome.

La paternidad, para Toni y para mí, era un delito de rigurosa responsabilidad. No existía la necesidad de mens rea, sólo el actus reus del nacimiento. La sentencia que pronunciábamos, después de considerar una a una todas las circunstancias en relación con el caso y la extracción social de los ofensores, era la de libertad condicional perpetua. En cuanto a nosotros, las víctimas, los malaimés , nos dábamos cuenta de que una existencia independiente sólo podía lograrse evitando estrictamente toda influencia educativa. Camus se desmadró con su Aujourd'hui Maman est morte. Ou peutêtre hier. «Desmadrarse», como decíamos nosotros, saboreando el juego de palabras, era el deber de todo adolescente que se respetase a sí mismo.

Pero resultaba más difícil de lo que imaginábamos. Había, según averiguamos, dos estadios diferenciados. Primero venía Tierra Arrasada; rechazo sistemático, deliberada contradicción, un definitivo y anárquico barrido total. Después de todo, formábamos parte de la generación de los Jóvenes Airados.

¿Te das cuenta -le dije a Toni una vez a la hora de comer, mientras callejeábamos sin ton ni son por la zona de recreo de los mayores- de que formamos parte de la generación de los Jóvenes Airados?

Sí, y me da cien patadas en la boca del estómago. -Se le cruzaron los ojos como siempre que algo le disgustaba.

¿Y que cuando seamos viejos y tengamos… sobrinas o sobrinos, nos preguntarán qué hicimos durante la Gran Ira?

– Bueno, estamos metidos en ella, ¿no?

– ¿Pero no te parece contradictorio estar leyendo a Osborne en el colegio con el carcamal de Runcaster? O sea, ¿no crees que se está poniendo en marcha una especie de institucionalización?

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, que decapitan la revuelta de la intelligentsia intentando institucionalizarla.

– ¿Y…?

– Pues acaba de ocurrírseme que tal vez lo mejor sea la autosatisfacción.

– La escolástica. -Toni sonrió aliviado-. Eres un ángel.

El problema era que a Toni le resultaba mucho más cómodo ser un Joven Airado. Sus padres (en parte, imaginábamos, debido a sus experiencias en el ghetto) eran: a) religiosos, b) rigurosos, c) posesivamente cariñosos y d) pobres. El no tenía más que ser ocioso, agnóstico y manirroto, y ya estaba: Airado. El año anterior, por ejemplo, se había cargado el picaporte de la puerta de su casa, y su padre dejó de darle la paga semanal durante tres semanas. Gestos como ese eran provechosos. Mientras que, cuando yo me mostraba dañino, petulante u obstinado, mis padres, vergonzosamente tolerantes, se limitaban a identificar mi condición («Ay, querido Christopher, qué difícil es siempre crecer»). Esa identificación era lo más próximo a la reprimenda que lograba conseguir de ellos. Podía coger un cuchillo y blandido de un lado a otro hasta cortarme una vez, y ¿qué es lo que haría mi madre? Ir por el yodo y vendarme hasta los nudillos.

Por supuesto, Tierra Arrasada nunca llegaba hasta el límite. Con una perspicacia impropia de nuestra edad, nos dábamos cuenta de que el mero rechazo o alteración de los puntos de vista y la moralidad de nuestros padres, no era más que un amargo acto reflejo. Igual que blasfemia implica religión, decíamos, un borrón general y cuenta nueva de las imposiciones de la infancia representa la asunción de algunas de ellas. Y eso no podíamos aceptarlo. Así que, sin llegar a poner en peligro nuestros principios, acordamos seguir viviendo en casa.

Tierra Arrasada era la primera parte; la segunda era Reconstrucción. Eso estaba en el programa; aunque muy buenas razones -y buenas metáforas- apoyaban nuestra renuencia a examinar muy de cerca ese tipo de asuntos.

– ¿Qué hay de Reconstrucción?

– ¿Por qué?

– ¿No crees que deberíamos empezar a planear alguna cosa al respecto?

– Ya lo estamos haciendo. En eso está T. A.

– Hum…

– Pienso que, a estas alturas, no deberíamos comprometernos demasiado con ninguna línea de acción en particular. Sólo tenemos dieciséis años.

Eso no tenía vuelta de hoja. La vida no comenzaba de verdad hasta que se abandonaba el colegio. Éramos lo bastante maduros como para darnos cuenta de ello. Cuando uno salía al mundo empezaba:

«…a tomar Decisiones Morales…»

«…a tener Relaciones Sentimentales…»

«…a hacerse Famoso…»

«…a escoger Su Ropa Personalmente…»

De momento, todo lo que se podía hacer en ese terreno era juzgar a los padres, asociarse con los confidentes de tus odios, intentar ser muy popular entre los chicos menores sin hablar nunca con ellos, y decidir si nos abotonábamos o no el último botón del cuello de la camisa. No era gran cosa.

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