– ¿Qué? No. ¿Qué quieres decir?
– ¿Quieres decirme algo?
– Hum… esta… esta película… se ve que es muy buena.
– ¿Sí? ¿Cómo lo sabes?
– Oh. Me lo dijo uno de mis amigos.
Otra vez el género neutro; también inútilmente. En lugar de decirlo sin darle importancia y sin rodeos, me salía con tono sospechosamente furtivo y vacilante.
– Me ha parecido que hablabas de una amiga inglesa.
– Ah, hmm, sí, es verdad. ¿Y qué, no tienes tú ningún amigo francés? -(Irremediablemente hostil.)
– Sí, pero no me refiero a ninguno tres veces seguidas a menos que quiera decir algo sobre él en particular.
– Bueno, supongo que lo único que quería decir… sobre cette amie anglaise es que… es una amiga.
– Quieres decir que te acuestas con ella. -Annick aplastó la colilla y fijó la mirada en mí.
– No. Por supuesto que no. Me acuesto contigo.
– Ya lo sé. Me he dado cuenta de eso de vez en cuando. Pero no las veinticuatro horas del día.
– No soy… pérfido. -(No me salió la palabra francesa que significa «infiel»; no sé por qué, pero sólo adultere me vino a la cabeza, palabra de implicaciones más que inconvenientes.)
– La pérfida Albión. Eso lo aprendemos en el colegio.
– Y nuestros libros dicen que los franceses suelen ser celosos sin razón.
– Pero puede que tú me estés dando razón para serlo.
– Claro que no. Je…
– ¿Sí?
Iba a decir je t'aime, pero me faltaron ánimos para hacerlo. Después de todo, no había pensado lo suficiente en ello; y no iba a argüir en esas circunstancias lo que creía debía declararse con calma y sobriedad. En su lugar, lo diluí:
– Je t'aime bien, tu sais.
– ¡Por supuesto que me quieres! Por supuesto. ¡Qué racional, qué mesurado, qué inglés! Lo dices como si me conocieras desde hace veinte años y no desde hace unas semanas. ¿A qué se debe esa blandengue precisión sentimental? ¿Por qué recurrir a una frase para decirme que ya tienes bastante? ¿Por qué no decírmelo por carta? Hubiera sido mejor. Escríbeme una carta tan formal como te sea posible y hazla firmar por tu secretaria.
Se calló. Yo no sabía que decir. Se me acusaba de ser sincero: qué irónico. Era la primera vez que una chica tenía un ataque de cólera por mí. Las emociones inesperadas me dejaban confuso. Pero, al mismo tiempo, este arrebato estimulaba mi orgullo: el orgullo de la participación y el orgullo de la instigación. No importaba que la furia y el dolor de Annick hubieran sido provocados por mi falta de habilidad para utilizar la información: ahora son «míos». Son parte de «mí», de «mi» experiencia.
– Lo siento.
– No eres sincero.
– No quiero decir que lo sienta por haber cometido una falta, lo que pasa es que siento que hayas interpretado mal la situación. Eso es lo único que siento porque tú, precisamente, has intentando enseñarme a decir lo que siento y lo que quiero expresar. Soy incapaz de satisfacer tu necesidad de gestos emocionales extravagantes que no estén sustentados en sentimientos reales.
No era del todo honesto, supongo, pero lo bastante como para que no me importara la diferencia.
– Pensaba que te había enseñado a ser sincero, no cruel.
Una frase muy francesa, pensé (recordando lo dicho por ella sobre los ingleses y su flema). De repente me di cuenta de que -Dios mío, otra primera vez- ella estaba llorando.
– No llores -dije, y la dulzura con que lo dije me cogió por sorpresa.
Ella siguió llorando. No pude evitar mirarla a la cara y pensar, muy a mi pesar, que ahora me parecía mucho menos atractiva; su boca imbesable, el pelo pegado a las mejillas por las lágrimas, y las contorsiones del llanto creando, inesperadamente, bolsas bajo los ojos y patas de gallo. No se me ocurría qué hacer. Me levanté, rodeé la mesa para acercarme a ella (poniendo la mantequilla fuera del alcance de su pelo mientras me movía), y me arrodillé a medias, con bastante torpeza, a su lado. No podía quedarme de pie y ponerle el brazo por encima de los hombros -parecería condescendiente-; no podía arrodillarme del todo -parecería servil -; así que me quedé a medio camino, con el brazo a una altura suficiente como para rodearle los hombros.
– ¿Por qué lloras? -pregunté estúpidamente.
Annick no respondió. Sacudía los hombros: ¿sollozaba
violentamente o intentaba liberarse de mi brazo? ¿Cómo saberlo? Había llegado el momento de ser tierno, pensé. Lo fui, sumido en un desconcertado silencio, durante un rato. Sin embargo, la escena llegó a ser bastante fastidiosa.
– ¿Lloras porque he mencionado a esa chica?
– No hubo respuesta.
– ¿Lloras porque crees que no te amo lo suficiente?
No hubo respuesta. Estaba perplejo.
– ¿Lloras porque me amas?
Siempre cabía la posibilidad, pensé.
Annick se marchó. Se deshizo de mi brazo, se levantó, cogió su bolso de encima de la mesa, ignoró su ejemplar de L'Express , y se largó antes de que yo pudiese abandonar mi extraña postura. ¿Por qué ocultaba su rostro mientras se iba? Me quedé intrigado. ¿Por qué inclinó la cabeza para que el cabello le tapase la cara? ¿Había terminado de leer L'Express ? ¿Por qué se había ido? ¿Me había dejado o se había ido solamente al trabajo? ¿Cómo averiguar todo esto? Difícilmente podía llamarla a la oficina y pedirle que me especificara cuál era el significado de su partida. Me acerqué a la máquina tragaperras e introduje uno o dos francos de los viejos. Pierdes algo, pierdes algo. Me sentí Humphrey Bogart.
De modo que, para variar, trabajé; no en la Bibliothèque Nationale, donde cabía la remota posibilidad de tropezarme con Annick, sino en el Musée du Théâtre. Después de un par de horas de revolver enormes ficheros que se referían, principalmente, a oscuras actrices de la década de 1820 a 1830, me sentí moralmente mejor y sexualmente más estable; quizá los grabados de mujeres muertas hacía tiempo era lo que en ese momento me hacía sentir más animado.
Tras un breve descanso para comerme un croque, el espectáculo de la gente real comenzó a deprimirme otra vez. Me dejé caer en el Rex-Alhambra, donde estaba programado un ciclo de Gary Cooper. Dos horas más tarde, reanimado por lo irreal, me sentí capaz de volver al piso. Después de todo, puede que ella hubiera vuelto allí, dispuesta a decirme lo mal que me había interpretado. Luego, nos acostaríamos (los libros decían que era todavía mejor después de una pelea). Por otra parte, puede que me estuviese esperando con una pistola o un cuchillo (la cuchillería francesa parecía inventada para el crime passionnel). A lo mejor había una nota. Incluso un regalo.
No había nada, por supuesto. El piso estaba tal y como yo lo había dejado. Empecé a buscar pruebas de una visita secreta de Annick durante el día; podía haber movido algo, haber puesto un poco de orden o dejado atrás alguna señal que la delatara. Pero no encontré nada. Un cigarrillo fumado a medias seguía en su plato desde el desayuno, doblado y arrugado como un nudillo. Tenía que haber algo que la hiciese volver. Pero no fue así; las cosas que necesitaba para pasar la noche nunca eran más de lo que cabría en un bolso. Con todo, se había llevado la llave, lo cual podía significar que volvería.
Esa noche fui a ver la película de Melville que estuvimos a punto de ir a ver juntos. Me paseé tontamente por la entrada del cine hasta perderme los diez primeros minutos, y luego entré lleno de impaciencia. Pero la impaciencia no logró anular el desengaño. No me gustó la película.
A la mañana siguiente encontré la llave en el buzón, pegada con celo a un trozo de cartón. Registré concienzudamente el sobre pero no había nada más.
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