Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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A cinco kilómetros en la dirección opuesta hay un club destartalado de la British Legion. Mi padre me llevaba allí en coche, al almuerzo de los miércoles, «para escapar de las garras de una autoridad superior». Un emparedado, una pinta de cerveza, una partida de billar contra cualquiera que anduviese por allí y vuelta a casa hacia la hora del té, con la ropa oliendo a humo de tabaco. Guardaba su uniforme de la Legion -una chaqueta de tweed marrón, con coderas de cuero y un par de galones de sarga beige- en una percha del trastero. Mi madre había aprobado, y puede que incluso decidido, esta escapada de los miércoles. Sostenía que mi padre prefería el billar al snooker porque había menos bolas encima del tapete y no tenía que pensar tanto.

Cuando le pregunté a mi padre por qué prefería el billar, no me respondió que el billar era un juego de caballeros, o que era más sutil o más elegante.

– El billar no tiene que terminarse -dijo-. Una partida puede durar siempre, aunque vayas perdiendo todo el rato. No me gustan las cosas que terminan.

Era raro que mi padre hablase así. Por lo general hablaba con una especie de complicidad risueña. Empleaba la ironía para no parecer condescendiente pero tampoco totalmente serio. Nuestra pauta de conversación databa de muy antiguo: amigable, de compadres, indirecta; efusiva, pero en esencia distante. Inglés, oh, sí, eso es inglés, vaya que sí lo es. En mi familia no nos damos abrazos ni palmadas en la espalda, no nos gustan los sentimentalismos. Ritos de iniciación: para éstos nos mandan el certificado por correo.

Es probable que parezca que tomo partido por mi padre. No quiero presentar a mi madre como una mujer seca y sin sentido del humor. Bueno, es cierto que puede ser seca. Y que le falta humor. Hay un sesgo nervioso en ella: ni siquiera en la edad madura ganó peso. Y como ella suele repetir, nunca ha tenido paciencia para los idiotas. Cuando mis padres llegaron al pueblo, conocieron a los Royce. Jim Royce era su médico, uno de esos anticuados que fumaban y bebían y andaban diciendo que el placer nunca ha hecho mal a nadie, hasta el día en que murió fulminado por un ataque cardíaco, cuando todavía le faltaba bastante para llegar a la media masculina de esperanza de vida. Su primera mujer había muerto de cáncer y Jim se volvió a casar cuando todavía no había pasado un año. Elsie era una mujer pechugona y extrovertida, algunos años más joven que él, que usaba unas gafas muy personales y a quien, como decía, «le gustaba echar un baile». Mi madre la llamaba «Joyce Royce», y mucho después de que se supiera a ciencia cierta que la vida anterior de Elsie había consistido en cuidar de la casa de sus padres en Bishop’s Stortford, afirmaba que había sido la recepcionista de Jim Royce y que le había chantajeado para que se casara con ella.

– Sabes que no es cierto -protestaba mi padre algunas veces.

– No sé si no lo es. Y tú tampoco. Seguramente envenenó a la primera mujer para atraparlo.

– Bueno, creo que tiene buen corazón. -Ante la mirada y el silencio de mi madre, añadió-: Quizá es un poco aburrida.

– ¿Aburrida? Como mirar la carta de ajuste. Salvo que no para de parlotear. Y ese pelo que tiene es teñido.

– ¿Sí?

A mi padre le sorprendió visiblemente esta afirmación.

– Ah, los hombres. ¿Creías que ese color era natural?

– Nunca me he parado a pensarlo.

Papá estuvo callado un rato. Mi madre le hizo compañía, lo cual no era nada propio de ella, y por último dijo:

– ¿Y ahora que lo has hecho?

– ¿Que he hecho qué?

– Que lo has pensado. Lo del pelo de Royce.

– Oh. No, estaba pensando en otra cosa.

– ¿Y vas a compartir tus pensamientos con el resto de la especie humana?

– Me estaba preguntando cuántas us hay en el Scrabble.

– Hombres -contestó mi madre-. Sólo hay una a y una e, botarate.

Mi padre sonrió al oír esto. ¿Ven cómo se llevaban?

Pregunté a mi padre qué tal iba el coche. Él tenía entonces setenta y ocho años, y yo no sabía cuánto tiempo más le permitirían conducir.

– El motor carbura bien. La carrocería deja que desear. La chapa se está oxidando.

– ¿Y cómo estás tú, papá?

Procuré evitar la pregunta directa, pero algo falló.

– El motor carbura bien. La carrocería deja que desear. La chapa se está oxidando.

Ahora está acostado, a veces con su pijama de rayas verdes, más a menudo con otro que no es de su talla, heredado de alguien…, alguien muerto, quizá. Me guiña un ojo, como siempre hizo, y llama a la gente «querido, querida». Dice: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

Mi madre hablaba prácticamente de las «cuatro últimas cosas». Es decir, las cuatro últimas de la vida moderna: hacer testamento, planificar la vejez, encarar la muerte y no poder creer en una vida ulterior. A mi padre le convencieron por fin de que testase cuando tenía más de sesenta años. Nunca hablaba de la muerte, al menos que yo lo oyera. En cuanto al más allá: en las contadas ocasiones en que entramos en una iglesia como una familia (y sólo para una boda, un bautizo o un entierro), se arrodillaba un momento y se apretaba la frente con los dedos. ¿Rezaba, era un equivalente laico o una costumbre residual de la infancia? ¿Quizá denotaba cortesía o una mente liberal? La actitud de mi madre hacia los misterios del espíritu era menos ambigua. «Paparruchas.» «Supercherías.» «Que a mí no me hagan nada de eso, ¿entendido, Chris?» «Sí, mamá.»

Lo que yo me pregunto es: por detrás de la reticencia de mi padre y de sus guiños, detrás de la jocosa pleitesía que rendía a mi madre, detrás de sus evasivas -o, si se prefiere, buenos modales- con respecto a las cuatro últimas cosas, ¿había pánico y terror mortal? ¿O es una pregunta estúpida? ¿Hay alguien que no sienta un terror mortal?

Después de muerto Jim Royce, Elsie trató de continuar las relaciones con mis padres. Les invitaba a tomar el té o jerez, a contemplar el jardín: pero mi madre siempre la rechazaba.

– La aguantamos sólo porque él nos gustaba -decía.

– Oh, es agradable -contestaba mi padre-. No tiene malicia.

– Tampoco tiene malicia una bolsa de turba. Eso no quiere decir que tengas que ir a tomar una copa de jerez con ella. Al fin y al cabo, ya ha conseguido lo que quería.

– ¿Qué quería?

– La pensión de Jim. Ahora estará desahogada. Aquí no hacen falta tontos que nos ayuden a matar el tiempo.

– A Jim le habría gustado que mantuviéramos el contacto.

– Jim ya se ha librado de ella. Tendrías que haber visto la cara que ponía cuando empezaba a parlotear. Se oía cómo le divagaba el pensamiento.

– Creí que se tenían mucho afecto.

– Ya veo tu poder de observación.

Mi padre me dirigió un guiño.

– ¿Por qué guiñas un ojo?

– ¿Yo? ¿Guiñar un ojo? ¿Haría yo semejante cosa?

Mi padre giró la cabeza otros diez grados y volvió a lanzarme un guiño.

Lo que estoy intentando expresar es lo siguiente: parte de la conducta de mi padre consistía en negar su conducta. ¿Tiene sentido eso?

El descubrimiento se hizo al día siguiente. Fue una cuestión de bulbos. Un amigo de un pueblo vecino se ofreció a regalar un excedente de narcisos. Mi madre dijo que mi padre los recogería en el trayecto de vuelta de la British Legion. Telefoneó al club y pidió que le pusieran con mi padre. El secretario dijo que no estaba. Cuando alguien da a mi madre una respuesta que ella no se espera, tiende a atribuirlo a la estupidez de su interlocutor.

– Está jugando al billar -dijo ella.

– No, no está.

– No diga bobadas -dijo mi madre, y me imagino su tono perfectamente-. Juega al billar todos los miércoles por la tarde.

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