– Señora -fue lo que ella oyó a continuación-. He sido secretario de este club durante los últimos veinte años, y en todo este tiempo no se ha jugado al billar ni un solo miércoles por la tarde. Los lunes, martes y viernes sí. Los miércoles no. ¿Me ha entendido bien?
Mi madre tenía ochenta años cuando mantuvo esta conversación y mi padre ochenta y uno.
– Ven a intentar que razone un poco. Tu padre chochea. Me gustaría estrangularla, a la muy perra.
Y allí estaba yo de nuevo. Otra vez yo, como antes, no mi hermana. Pero esta vez no se trataba de testamentos, poderes notariales o residencias de ancianos.
Mi madre se hallaba en ese estado de alta energía nerviosa que deparan las crisis: una mezcla de burbujeo inquieto y de extenuación subyacente, cada uno de los cuales alimenta al otro.
– No atiende a razones. No escucha nada. Voy a podar los groselleros.
Mi padre se levantó rápidamente de su silla. Nos estrechamos la mano, como siempre hacíamos.
– Me alegro de que hayas venido -dijo-. Tu madre no atiende a razones.
– No soy la voz de la razón -dije-. Así que no esperes demasiado.
– No espero nada. Sólo me alegro de verte.
Me alarmó tan rara expresión de placer directo por parte de mi padre. Me alarmó asimismo la postura erguida en que estaba sentado; normalmente adoptaba una posición oblicua o torcida, como sus ojos y su pensamiento.
– Tu madre y yo vamos a separarnos. Me voy a vivir con Elsie. Repartiremos los muebles y dividiremos el saldo bancario. Ella se quedará a vivir en esta casa, que debo confesarte que nunca me ha gustado mucho, todo el tiempo que quiera. Por supuesto que la mitad de la casa es mía, y si quiere mudarse tendrá que encontrar un sitio más pequeño. Podría quedarse con el coche si supiera conducir, pero dudo de que sea una alternativa viable.
– Papá, ¿desde cuándo dura esto?
Me miró sin pestañear ni sonrojarse, y movió la cabeza débilmente.
– Me temo que no es de tu incumbencia.
– Pues claro que lo es, papá. Soy tu hijo.
– Cierto. Quizá te estés preguntando si pienso hacer otro testamento. No tengo ese proyecto. No por el momento. Lo único que pasa es que me voy a vivir con Elsie. No voy a divorciarme de tu madre ni nada parecido. Sólo me voy a vivir con Elsie.
El modo en que pronunció este nombre me dio a entender que mi tarea -o, al menos, la tarea que me había encomendado mi madre- no tendría éxito. Mi padre pronunció el nombre sin un titubeo culpable ni un falso énfasis; «Elsie» sonó tan sólido como un cuerpo.
– ¿Qué haría mamá sin ti?
– Arreglárselas sola.
No lo dijo con aspereza, sino sólo con una sequedad que evidenciaba que ya lo tenía todo planeado y que a los demás les bastaba pensar un poco en ello para estar de acuerdo.
– Que ella sea un gobierno de una sola persona.
Mi padre sólo me había escandalizado una vez: a través de la ventana le había visto retorcerle el pescuezo a un mirlo al que había atrapado en la jaula para frutas. También vi que estaba sudando. Luego ató el pájaro a la malla por las patas y lo dejó colgando cabeza abajo para disuadir a otros saqueadores.
Hablamos un poco más. O, mejor dicho, yo hablé y mi padre me escuchó como si yo fuese uno de esos chavales que van de puerta en puerta con una bolsa de deporte llena de trapos para el polvo, gamuzas y fundas para tablas de planchar, cuya adquisición, insinúa su perorata, les mantendrá alejados de una vida de delincuencia. Al final, supe cómo se sentían cuando yo les cerraba la puerta en las narices. Mi padre había escuchado educadamente mientras yo alababa los artículos de mi bolsa, pero no quería comprar nada. Por último, dije:
– Pero ¿lo pensarás, papá? ¿Le dedicarás un poco de tiempo?
– Si le dedico un poco de tiempo estaré muerto.
Siempre había habido una distancia cortés en nuestro trato desde que me hice adulto; quedaban cosas sin decir, pero prevalecía una igualdad amistosa. Ahora había un nuevo abismo entre nosotros. O quizá era el antiguo: mi padre había vuelto a ser un padre y estaba reafirmando su mayor conocimiento del mundo.
– Papá, no es de mi incumbencia, pero… ¿es físico?
Me miró con aquellos ojos claros, de un azul grisáceo, no con reproche, sino con serenidad. Si uno de los dos iba a sonrojarse, sería yo.
– No es asunto tuyo, Chris. Pero ya que lo preguntas, la respuesta es sí.
– ¿Y…?
No pude seguir. Mi padre no era un amigo de mediana edad que farfulla sandeces; era mi progenitor de ochenta y un años, que al cabo de unos cincuenta años de matrimonio se marchaba de casa por una mujer que andaba por los sesenta y cinco. Yo tenía miedo hasta de formular las preguntas.
– Pero… ¿por qué ahora? O sea, si ha durado todos estos años…
– ¿Qué años?
– Todos los que se supone que ibas a jugar al billar al club.
– Casi siempre iba al club, hijo. Decía que a jugar al billar para simplificar las cosas. A veces me quedaba sentado en el coche. Mirando al campo. No, Elsie es… reciente.
Más tarde, sequé los platos que fregó mi madre. Cuando me tendió la tapa de una cacerola Pyrex, dijo:
– Espero que use ese chisme.
– ¿Qué chisme?
– Ya sabes qué. Ese chisme. -Deposité la tapa y extendí la mano para recibir una sartén-. Viene en los periódicos. Rima con follón.
– Ah.
Una de las pistas más fáciles de los crucigramas.
– Dicen que en toda América los viejos andan triscando como conejos. -Procuré no imaginar a mi padre como un conejo-. Todos los hombres son unos majaderos, Chris, y en lo único que cambian es que se vuelven todavía más idiotas con cada año que pasa. Ojalá yo me las hubiera arreglado sola.
Más tarde, en el cuarto de baño, abrí la puerta con espejo de un armario esquinero y fisgué dentro. Crema para las hemorroides, champú para cabellos delicados, algodón, una pulsera de cobre contra la artritis que vendían por correo… No seas ridículo, pensé. No aquí, no ahora, no mi padre.
Al principio pensé: No es más que otro caso, otro hombre tentado por el ego, la novedad, el sexo. Lo de la edad hace que parezca distinto, pero en realidad no lo es. Es algo corriente, banal, pegajoso.
Después pensé: ¿Qué sabré yo? ¿Por qué presuponer que mis padres ya no practican -no practicaban- el sexo? Aún dormían en la misma cama hasta que ocurrió esto. ¿Qué sabré yo del sexo a esa edad? Lo cual planteaba la siguiente pregunta: ¿Qué es peor para mi madre: dejar la relación sexual a los sesenta y cinco, pongamos, y descubrir quince años más tarde que su marido se va con una mujer de la edad que ella tenía cuando renunció al sexo, o seguir manteniendo relaciones sexuales con su marido después de medio siglo para acabar descubriendo que él se lo monta por su cuenta?
Y después pensé: ¿Y si en realidad no se trata de sexo? ¿Me habría mostrado yo menos escrupuloso si mi padre me hubiera dicho: «No hijo, no es nada físico, es sólo que me he enamorado»? La pregunta que yo le había hecho, y que en aquel momento ya resultaba bastante peliaguda, era, en efecto, la más sencilla. ¿Por qué presuponer que el corazón se enfría al mismo tiempo que los genitales? ¿Porque queremos -necesitamos- ver la vejez como una época de serenidad? Ahora pienso que esto es una de las grandes conspiraciones de la juventud. No sólo de la juventud, sino también de la madurez, de cada año que pasa hasta el momento en que reconocemos que somos viejos. Y es una conspiración más amplia porque los viejos corroboran nuestra creencia. Sentados con una manta encima de las rodillas, asienten servilmente y están de acuerdo en que sus retozos ya han terminado. Sus movimientos se han vuelto más lentos y la sangre ha perdido espesor. Los ardores se han apagado; o al menos se ha reservado una paletada de leña para la larga noche que se avecina. Salvo que mi padre se negaba a jugar este juego.
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