Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Cuando volvimos a casa y yo estaba tomando tranquilamente mi café de la mañana, ella me entregó una carta. Al cabo de treinta años de matrimonio me escribía en mi propia casa. Sus palabras me han acompañado desde entonces. Me decía que era un inepto y un alfeñique que se refugiaba de sus problemas en el alcohol; que estaba profundamente equivocado si me figuraba que la bebida me ayudaría a crear nuevas obras maestras. En todo caso, ella no volvería a exponerse a la indignidad pública de verme dirigir en estado de embriaguez.

No le respondí palabra, ni verbal ni escrita. Procuré responderle por medio de actos. Ella fue fiel a su carta y no me acompañó a Estocolmo, a Copenhague ni a Malmö. Llevo encima su carta en todo momento. He escrito en el sobre el nombre de nuestra hija mayor, para que sepa, después de mi muerte, lo que se dice en ella.

¡Qué horrible es la vejez para un compositor! Las cosas no van tan rápido como iban, y la autocrítica cobra proporciones inmensas. Los demás sólo ven la fama, el aplauso, las cenas oficiales, la pensión del Estado, una familia entregada, admiradores al otro lado del océano. Observan que los zapatos y camisas me los hacen a medida en Berlín. El día en que cumplí ochenta años pusieron mi efigie en un sello de correos. El Homo diurnalis respeta estos boatos del éxito.

Pero yo considero al Homo diurnalis la forma más vil de vida humana.

Recuerdo el día en que sepultaron en la fría tierra a mi amigo Toivo Kuula. Unos soldados Jäger le dispararon en la cabeza y murió unas semanas después. En el entierro reflexioné sobre la infinita desdicha del destino del artista. Tanto trabajo, talento y valentía para que luego te olviden: es la suerte del artista. Mi amigo Lagerborg defiende las teorías de Freud, según el cual el artista utiliza el arte como una vía de escape de la neurosis. La creatividad ofrece una compensación por la ineptitud del artista para vivir plenamente la vida. Bueno, no es sino un desarrollo de la opinión de Wagner. Wagner sostenía que si gozásemos la vida a fondo no necesitaríamos el arte. A mi entender, lo entienden al revés. No niego, por supuesto, que el artista tiene muchos aspectos neuróticos. ¿Cómo podría negarlo alguien como yo, precisamente? Sin duda soy un neurótico y con frecuencia infeliz, pero esto es en gran medida consecuencia de ser un artista, y no la causa. Cuando aspiramos tan alto y tan a menudo volamos tan bajo, ¿cómo no va a producir neurosis? No somos revisores de tranvía que sólo buscan agujerear billetes y anunciar bien las paradas. Además, mi réplica a Wagner es sencilla: ¿cómo una vida plena puede no incluir uno de sus placeres más nobles, como es la apreciación del arte?

Las teorías de Freud no abarcan la posibilidad de que el conflicto del compositor de sinfonías -que consiste en descubrir y después expresar leyes para que el movimiento de las notas sea aplicable a todos los momentos- sea un logro bastante superior al de morir por el rey y la patria. Muchos pueden hacer esto, y muchos más pueden plantar patatas, perforar billetes y otras cosas de similar utilidad.

¡Wagner! Sus dioses y héroes me han puesto la carne de gallina durante cincuenta años.

En Alemania me llevaron a escuchar una música nueva. Dije: «Estáis confeccionando cócteles de todos los colores. Y aquí vengo yo con agua pura y fría.» Mi música es hielo derretido. En su movimiento se detectan sus comienzos helados, en sus sonoridades se rastrea su silencio inicial.

Me preguntaron qué país extranjero había mostrado una mayor comprensión de mi obra. Contesté que Inglaterra. Es un país sin chovinismo. En una de mis visitas me reconoció el funcionario de inmigración. Conocí a Vaughan Williams; hablamos en francés, nuestra lengua común, aparte de la música. Después de un concierto pronuncié unas palabras. Dije que tenía allí muchos amigos y esperaba, naturalmente, que también enemigos. En Bournemouth, un estudiante de música me presentó sus respetos y dijo, con toda simplicidad, que no podía costearse el lujo de ir a Londres a escuchar mi cuarta sinfonía. Me metí la mano en el bolsillo y le dije: «Le daré ein Pfund Sterling. »

Mi orquestación es mejor que la de Beethoven, y también mis temas. Pero él nació en un país vinícola, yo en uno donde la leche cortada lleva la batuta. Un talento como el mío, por no decir genio, no se puede alimentar con cuajada.

Durante la guerra, el arquitecto Nordman me envió un paquete con la forma de un estuche de violín. Lo era, en efecto, pero dentro había una pata de cordero ahumado. Compuse Fridolin’s Folly para expresarle mi gratitud y se la envié a Nordman. Sabía que él era un cantante a cappella muy bueno. Le agradecí le délicieux violon. Más tarde, alguien me envió una caja de lampreas. Contesté con una pieza coral. Me dije a mí mismo que aquello era un desbarajuste. Cuando los artistas tenían mecenas producían música, y los sustentaban mientras la siguieran produciendo. Ahora me envían comida y respondo creando música. Es un sistema más aleatorio.

Diktonius llamó a mi cuarta una «sinfonía de pan de corteza», aludiendo a la antigua época en que los pobres adulteraban la harina con corteza molida muy fina. Las hogazas resultantes no eran de máxima calidad, pero la inanición se mantenía a raya. Kalisch dijo que la cuarta expresaba una visión sombría y desagradable de la vida en general.

Cuando era joven me dolían las críticas. Ahora, cuando estoy melancólico, releo las palabras ingratas que se escribieron sobre mi obra y me siento inmensamente animado. Digo a mis colegas. «Recordad siempre que no hay una sola ciudad en el mundo que haya erigido una estatua a un crítico.»

En mi funeral tocarán el movimiento lento de la cuarta. Y deseo que me entierren con un limón en la mano que escribió esas notas.

No, A. retiraría el limón de mi mano muerta como retira la botella de whisky de la viva. Pero no contravendrá mis instrucciones sobre la «sinfonía de pan de corteza».

¡Ánimo! La muerte está a la vuelta de la esquina.

Mi octava es la única por la que preguntan. ¿Cuándo estará terminada, maestro? ¿Cuándo podremos publicarla? ¿Quizá sólo el movimiento de obertura? ¿Se la ofrecerá a K. para que la dirija? ¿Por qué le ha costado tanto tiempo? ¿Por qué el ganso ha dejado de ponernos huevos de oro?

Caballeros, puede que haya una sinfonía nueva o puede que no. Me ha llevado diez, veinte, casi treinta años. Quizá tarde más de treinta. Quizá no haya nada ni siquiera al final de esos treinta años. Quizá acabe en el fuego. Fuego y después silencio. Así termina todo, en definitiva. Pero incompréndanme correctamente, caballeros. No elijo el silencio. El silencio me elige a mí.

El santo de A. Quiere que vaya a recoger setas. Las morillas maduran en los bosques. Bueno, no es mi fuerte. Sin embargo, a fuerza de trabajo, talento y valentía, encontré una sola. La recogí, me la acerqué a la nariz, la olí y la deposité con reverencia en la pequeña cesta de A. Luego me sacudí de los puños las agujas de pino y, cumplido mi deber, volví a casa. Más tarde tocamos dúos. Sine alc.

Un gran auto da fe de manuscritos. Los he recogido en una canasta de la colada y en presencia de A. los he quemado en la chimenea del comedor. Al cabo de un rato ella no lo ha podido soportar y se ha ido. Yo he continuado mi buena obra. Al final me he sentido más sosegado y ligero. Ha sido un día feliz.

Las cosas no van tan rápido como iban… Cierto. Pero ¿por qué tenemos que esperar que el movimiento final de la vida sea un rondo allegro ? ¿Cuál es la mejor manera de indicarlo? ¿ Maestoso ? Pocos tienen tanta suerte. Largo…, todavía un poco demasiado digno. Largamente e appasionato? Un movimiento final podría empezar así…, mi quinta lo hacía. Pero la vida no desemboca en un allegro molto en que el director despelleja a la orquesta para que toque más aprisa y más alto. No, para su movimiento final la vida tiene a un borracho en el estrado, a un viejo que no reconoce su propia música y que no sabe distinguir un ensayo de un concierto. ¿Poner tempo buffo? No, ya lo he hecho. Indicar simplemente que es un sostenuto, y que sea el director quien decida. Al fin y al cabo, hay más de una manera de expresar la verdad.

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