Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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– El té debe de estar imbebible -dijo mi madre-. Y, a propósito, mándame aquel mapa que te di. No, tíralo. Isla de Wight, botarate. Pamplinas. ¿Entendido?

– Sí, mamá.

– Lo que quiero, si me muero antes que tu padre, como espero, es que esparzas mis cenizas. En cualquier sitio. O que lo hagan los del crematorio. No estás obligado a recoger las cenizas, ya sabes.

– Me gustaría que no hablaras así.

– Tu padre me sobrevivirá. La puerta que chirría es la que dura más. Que la recepcionista se quede luego con sus cenizas.

– No hables así.

– Ponlas en la repisa de su chimenea.

– Mira, mamá, si eso ocurriese, es decir, si murieras antes que papá, ella no tendría ningún derecho. Nos corresponde a nosotros, a mí y a Karen. No quiero tener nada que ver con Elsie.

Mi madre se puso rígida al oír el nombre.

– Karen es una calamidad, ¿y no puedo contar contigo, hijo?

– Mamá…

– Visitarla a escondidas sin decirme nada. De tal palo tal astilla. Eres hijo de tu padre.

Según Elsie, mi madre les emponzoñó la vida con sus continuas llamadas por teléfono. «Mañana, mediodía y noche, sobre todo por la noche. Al final, lo desenchufamos.» Según Elsie, mi madre requería continuamente a mi padre para que hiciese chapuzas en casa. Utilizaba una serie de argumentos: 1) Como la mitad de la casa era de él, tenía el deber de conservarla en buen estado. 2) Él la había dejado sin dinero suficiente para llamar a un operario. 3) Era de suponer que él no pensaría que ella, a su edad, iba a subirse a una escalera. 4) Si no acudía de inmediato, ella iría a buscarle a casa de Elsie.

Según mi madre, mi padre se presentó en su puerta casi un momento después de haberse ido y se ofreció a reparar cosas, a cavar el jardín, limpiar las cañerías, comprobar el nivel del depósito de gasoil, cualquier arreglo. Según mi madre, mi padre se quejaba de que Elsie le trataba como a un perro, no le dejaba ir al club de la British Legion, le había comprado un par de zapatillas que él aborrecía especialmente y quería que cortase todo contacto con sus hijos. Según mi madre, mi padre no paraba de suplicarle que le readmitiera, a lo cual ella contestaba: «Con tu pan te lo comas», aunque de hecho sólo pretendía que él sufriera un poco más. Según mi madre, a mi padre no le gustaba la desidia con que Elsie le planchaba las camisas, ni que toda su ropa oliese ahora a humo de tabaco.

Según Elsie, mi madre armó tal jaleo por el hecho de que, como la puerta de atrás se había alabeado y el cerrojo sólo entraba hasta la mitad, un ladrón pudiese colarse en un periquete y violarla y asesinarla mientras ella dormía, que mi padre accedió de mala gana a acudir a su llamada. Según Elsie, mi padre juró que aquélla era la última vez que iba, y que si fuera por él toda la puñetera casa podía arder hasta los cimientos, de preferencia con mi madre dentro, antes que dejarse convencer de que volviera a pisarla. Según Elsie, fue mientras mi padre estaba trabajando en la puerta trasera cuando mi madre le asestó un golpe en la cabeza con un instrumento desconocido y le dejó allí tendido, con la esperanza de que se muriese, y sólo llamó a la ambulancia varias horas más tarde.

Según mi madre, mi padre no paraba de importunarla para que arreglase aquella puerta, y le dijo que no le hacía gracia la idea de que ella pasara las noches sola, y que todo el asunto quedaría resuelto si ella le permitía regresar. Según mi madre, mi padre se presentó de improviso una tarde con su caja de herramientas. Se sentaron a hablar un par de horas de los viejos tiempos y de los hijos, y hasta sacaron fotos que les humedecieron los ojos. Ella le dijo que se pensaría lo de readmitirle, pero no hasta que hubiese arreglado la puerta, si es que había ido para eso. El salió con las herramientas, ella retiró las cosas del té y luego se sentó a mirar algunas fotografías más. Al cabo de un rato, cayó en la cuenta de que no había oído golpes procedentes del trastero. Mi padre yacía de costado, haciendo un ruido como de borboteo; debió de sufrir otra caída y golpearse la cabeza contra el suelo, que por supuesto allí es de cemento. Ella llamó a la ambulancia -Dios, lo que tardaron- y le puso un almohadón debajo de la cabeza, mira, este de aquí, todavía se ve la sangre.

Según la policía, la señora Elsie Royce presentó una denuncia diciendo que la señora Dorothy Mary Bishop había agredido al señor Stanley George Bishop con intención de matarle. Ellos habían investigado el asunto a conciencia y decidieron desestimar la denuncia. Según la policía, la señora Bishop se quejó de que la señora Royce iba por los pueblos de las cercanías acusándola de ser una asesina. La policía tuvo una charla reposada con la señora Royce. Las cuestiones domésticas siempre constituyen un problema, sobre todo las cuestiones domésticas ampliadas, como podría llamarse a aquel caso.

Mi padre lleva dos meses ingresado en el hospital. Recobró el conocimiento al cabo de tres días, pero desde entonces no ha progresado mucho. Cuando le ingresaron, el médico me dijo: «Me temo que a estas edades suele ser bastante rápido.» Ahora, otro médico con más tacto me ha explicado que: «Sería un error concebir muchas esperanzas.» Mi padre tiene paralizado el lado izquierdo, padece una grave pérdida de memoria y tiene afectada la facultad del habla, no puede alimentarse él solo y en gran medida sufre incontinencia. Tiene la mitad izquierda de la cara torcida como la corteza de un árbol, pero conserva los ojos tan claros y de ese azul grisáceo de siempre, y tiene siempre el pelo blanco limpio y bien peinado. No sé cuánto entiende de lo que le digo. Hay una frase que enuncia bien, pero por lo demás habla poco. Sus vocales están distorsionadas, salen retorcidas de su boca escorada, y sus ojos expresan la vergüenza que le inspira la mala articulación. Por lo general, prefiere guardar silencio.

Mi madre le visita los lunes, miércoles, viernes y domingos, haciendo uso de su derecho conyugal a cuatro días de siete, le lleva uvas y los periódicos del día anterior, y cuando él babea por la comisura izquierda de la boca, ella saca un pañuelo de papel de la caja que hay en la mesilla y le limpia la saliva. Si hay una nota de Elsie en la mesa la rompe en pedazos mientras él hace como que no se entera. Ella le habla de los tiempos que han pasado juntos, de los hijos y de recuerdos comunes. Cuando se va, él la sigue con los ojos y dice, con toda claridad, a cualquiera que le escuche: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

Elsie visita a mi padre los martes, jueves y sábados. Le lleva flores y dulce de leche casero, y cuando él babea ella saca del bolsillo un pañuelo blanco con un ribete de encaje y la inicial E bordada en rojo. Le limpia la cara con evidente ternura. Se ha acostumbrado a llevar, en el tercer dedo de la mano derecha, un anillo similar al que todavía luce en la mano izquierda en recuerdo de Jim Royce. Le habla a mi padre del futuro, de que va a reponerse y de la vida que harán juntos. Cuando se marcha, él la sigue con los ojos y dice, con toda claridad, a cualquiera que le escuche: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

El silencio

Al menos hay un sentimiento en mí que se intensifica con cada año que pasa: un ansia de ver a las grullas. En esta época del año observo el cielo desde la colina. Hoy no han venido. Sólo había gansos silvestres. Los gansos serían bellos si no existieran las grullas.

Un joven periodista me ayudó a pasar el tiempo. Hablamos de Homero. Hablamos de jazz. Él ignoraba que mi música había sido utilizada en El cantante de jazz. A veces, la ignorancia de los jóvenes me emociona. Es una especie de silencio.

Taimadamente, al cabo de dos horas, preguntó sobre composiciones nuevas. Sonreí. Me preguntó por la octava sinfonía. Comparé la música con las alas de una mariposa. El dijo que los críticos se habían quejado de que yo estaba «acabado». Sonreí. Dijo que algunos -él no, por supuesto- me habían acusado de eludir mis deberes siendo beneficiario de una pensión del gobierno. Preguntó cuándo terminaría exactamente mi nueva sinfonía. Ya no sonreí. «Es usted quien me impide terminarla», contesté, y toqué la campanilla para que le mostraran la salida.

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