– No, no hagas eso, déjalas en la bandeja.
Y él dice:
– Voy a meterte la polla en ese culo gordo y a perforarte el agujero hasta arriba y a correrme dentro hasta la última gota.
Luego cacarea de risa, como si se hubiese salido con la suya con el té, como si me hubiera engañado. Como si siempre me hubiera engañado, durante todos estos años.
Lo gracioso del caso es que tuvo siempre mejor memoria que yo. Yo pensaba que podría confiar en él, en sus recuerdos; en el futuro, me refiero. Ahora miro las fotos de algún fin de semana en Cotswold Hills, hace veinte años, y pienso dónde nos alojamos, qué es esta iglesia o abadía, por qué fotografié este seto de forsitia, quién conducía el coche y ¿tuvimos relaciones conyugales? No, esto último no me lo pregunto, aunque bien podría.
Él dice: «Chúpame las pelotas, vamos, métete las dos juntas en la boca y hazles cosquillas con la lengua.» No lo dice con un tono cariñoso. Dice: «Empápate las tetas de loción de bebé y apriétalas con las manos y déjame follarte entre las dos y correrme en tu cuello.» Dice: «Déjame que te cague en la boca, siempre has querido que lo hiciera, ¿verdad?, puerca borracha, sólo déjame que te haga esto, jodida, para variar.» Dice: «Te pagaré por hacer lo que me apetezca, pero tú no puedes chistar, tendrás que hacer todo lo que te pida. Te pagaré, tengo un montón de pasta de la pensión, no pienso dejárselo a ella.» Con ella no se refiere a Ella. Se refiere a mí.
Esto no me preocupa. Tengo un poder notarial. Sólo que cuando empeore tendré que contratar a una enfermera. Y según el tiempo que viva, quizá me lo gaste todo. No pienso dejárselo a ella, en efecto. Supongo que acabaré haciendo cuentas. Por ejemplo: hace veinte o treinta años se pasó dos o tres días trabajando con toda su pericia y su concentración para ganar dinero que yo ahora gastaré en una hora o dos pagando a una enfermera para que le limpie el culo y aguante el parloteo de un niño revoltoso de cinco años. No, no digo bien. Un revoltoso de setenta y cinco.
Dijo, hace todo aquel tiempo: «Viv, quiero tener una larga aventura contigo. Después de que nos casemos.» La noche de bodas me desenvolvió como si yo fuera un regalo. Era un hombre tierno. Yo sonreía ante sus precauciones, y decía: «Tranquilo, no necesito anestesia para esto.» Pero desistí de hacerle bromas en la cama, porque no le gustaban. Creo que al final se lo tomaba más en serio que yo. Es decir, tampoco tengo ninguna tara en este capítulo. Sólo que pienso que hay que dejarle a alguien que se ría si lo necesita.
Lo que ocurre ahora, si quieren que les diga la verdad, es que me cuesta recordar cómo éramos en la cama. Parece como si fueran cosas que hizo otra gente. Gente que llevaba ropa que les parecía elegante pero que ahora les parece idiota. Gente que iba al Peter’s y oía tocar a Eddie, el pianista holandés, todas las noches menos los domingos. Gente que removía el café con una vaina de vainilla. Gente tan rara, tan remota.
Por supuesto, sigue teniendo sus días buenos y sus días malos. Vamos de ningún sitio a ninguna parte, adrede. Los días buenos no se sobreexcita, disfruta de su leche caliente y le leo en voz alta. Durante un rato, las cosas vuelven a ser como eran. No como eran antes, sino como eran hace un rato.
Nunca le llamo por su nombre para que me preste atención, porque cree que hablo de otra persona y eso le produce pánico. Digo, en cambio: «Gulash de buey.» No me mira, pero sé que lo ha oído. «Gulash de cordero o de cerdo», continúo. «Gulash de ternera y cerdo. Estofado de buey belga o carbonada flamenca.»
– Bazofia extranjera -murmura, con un cuarto de sonrisa.
– Estofado de rabo de buey -prosigo, y levanta ligeramente la cabeza, aunque sé que no es el momento oportuno. He aprendido lo que le gusta; he aprendido la gradación. «Rollos de buey, roulades o paupiettes. Empanada de carne y riñones.»
Y él levanta los ojos, expectante.
– Para cuatro cubiertos. Calentar previamente el horno a trescientos cincuenta grados. Las recetas clásicas de este plato suelen recomendar riñones de buey. -El mueve la cabeza, con mansa discrepancia-. Si están sucios, hay que blanquearlos. Cortar en trozos pequeños, de un centímetro de grueso: una libra y media de redondo o de otra carne de vacuno.
– O de otra -repite él, desaprobándolo.
– Tres cuartos de libra de riñones de ternera o cordero.
– O.
– Tres cucharadas soperas de mantequilla o manteca.
– O -dice, más alto.
– Harina sazonada. Dos tazas de caldo de carne.
– Tazas.
– Una taza de vino tinto seco o de cerveza.
– Taza -repite-. O -repite. Y entonces sonríe.
Y por un momento me siento feliz.
Cuando tenía trece años, descubrí un tubo de gel espermicida en el armario del cuarto de baño. A pesar de una sospecha generalizada de que, si me ocultaban algo, lo más probable era que guardase alguna relación con la lujuria, no logré reconocer la finalidad de aquel tubo abollado. Una pomada para eczemas, la alopecia, el sobrepeso de la madurez. El texto impreso, del que se habían desprendido unas pocas letras, me informó de lo que no quería saber. Mis padres todavía lo hacían. Peor aún, cuando lo hacían, había posibilidades de que mi madre se quedase embarazada. Lo cual era…, en fin, inconcebible. Yo tenía trece años, mi hermana diecisiete. Quizá el tubo fuese viejo, viejísimo. Lo apreté, empíricamente, y comprobé, consternado, que cedía suavemente a la presión de mi pulgar. Toqué el tapón, que pareció desenroscarse con lúbrica velocidad. Con la otra mano debí de apretar de nuevo, pues aquel engrudo me pringó la palma. Imaginen a mi madre haciéndose eso, fuera lo que fuese «eso», puesto que, casi con certeza, el tubo no era el ajuar completo. Olfateé el gel; olía como a gasolina. A algo entre la consulta de un médico y un garaje, pensé. Asqueroso.
Esto ocurrió hace más de treinta años. Lo había olvidado hasta hoy.
He conocido a mis padres toda mi vida. Comprendo que suena a obviedad. Me explico. De niño me sentí amado y protegido, en debida consonancia con la convicción normal de que el lazo parental era indisoluble. La adolescencia deparó el aburrimiento típico y una falsa madurez, pero no más que en el caso general. Me fui de casa sin trauma y nunca perdí el contacto con mis padres mucho tiempo. Les di nietos, niño y niña, compensando la dedicación de mi hermana a su carrera. Más tarde, tuve conversaciones responsables con mis padres -bueno, con mi madre- sobre las realidades de la vejez y la utilidad práctica de los bungalows. Organicé un bufet para su cuadragésimo aniversario de boda, inspeccioné residencias para la tercera edad y hablamos de sus respectivos testamentos. Mamá me dijo incluso lo que quería que hiciéramos con las cenizas de ambos. Tenía que llevar las urnas a un acantilado de la isla de Wight donde, deduje, se habían declarado. Los asistentes tenían que arrojar el polvo al viento y a las gaviotas. Descubrí que ya me preocupaba qué hacer con las urnas vacías. No se podía, que digamos, lanzarlas al precipicio a continuación de las cenizas, ni tampoco guardarlas para guardar, no sé, puros, galletas de chocolate o decoraciones navideñas. Y desde luego no podías tirarlas a una papelera del aparcamiento que mi madre, previsoramente, también había rodeado con un círculo en el mapa del servicio nacional de cartografía. Me lo había deslizado a toda prisa cuando mi padre no estaba en la habitación y de vez en cuando se cercioraba de que yo lo había puesto a buen recaudo.
Así que los he conocido. Toda mi vida.
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