Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Como tengo ochenta y cuatro años y conservo una memoria excelente, sé que es inevitable que se den coincidencias como, por ejemplo, loros, académicos franceses, etc. ¿Y aquella celebridad artística? Y hace un mes me enteré de que mi sobrina nieta Hortense Barret va a entrar en la universidad para estudiar ingeniería agrónoma. (En nuestra época se llamaba silvicultura. ¿Tenían ustedes guardas forestales? Jóvenes serios, con parches de cuero en los codos, que vivían en colonias cerca de Parks Road y salían juntos a hacer trabajo de campo?) Total, que la misma semana en que estoy leyendo un libro sobre las hidrangeas me entero de que la Hortensia puede haber tomado su nombre de una joven llamada Hortense Barret que fue en la expedición de Bougainville con el botánico Commerson. Las investigaciones revelan que aunque les separan muchas generaciones, dentro y fuera del matrimonio, con cambios de nombres, la línea era directa. ¿Qué le sugiere esto? ¿Y por qué me dio por leer un libro sobre las hidrangeas? Ya no tengo plantas ni tiestos en el alféizar. Así que ya ve, no se puede atribuir todo esto a la edad avanzada o a la buena memoria. Es como si una mente exterior -no la mía, inconsciente- estuviese diciendo: «Toma nota: no te perdemos de vista.» Puedo decir que soy agnóstica, aunque podría aceptar la hipótesis de un «guía» o «sourveillant», y hasta un ángel de la guarda.

Y, en tal caso, ¿qué pasa? Lo único que le estoy diciendo es que tengo esta impresión de un constante codazo en las costillas. «¡Cuidado!», y a mí me parece que me sirve de señal. Quizá a usted no le concierna en absoluto. Para mí constituye la prueba de un propósito didáctico de una mente superior. ¿Cómo se explica? ¡Que me registren!

Como estoy en el cinturón psíquico advierto cómo la comprensión de la mente evoluciona casi a la velocidad de la tecnología: el ectoplasma está tan anticuado como las velas de junco.

La señora Galloway, la del candado en el frigorífico y los duendes verdes, «pasó a mejor vida», como le gusta decir a la guardiana. Todo pasa aquí. Pasa la mermelada, pasó tal noticia, «¿ha pasado?», le dice una a otra, hablando de sus penosos movimientos intestinales. ¿Qué creen que ocurrirá con los destellos verdes?, pregunté en una cena. Las locas y sordas cavilaron sobre el particular y al final llegaron a la conclusión de que es probable que también se «hayan pasado». Amitiés, sentiments distingués, etc.,

Sylvia W.

17 de enero de 1989

Supongo que si estás loco y te mueres, habrá una Explicación esperando, y antes tienen que volverte cuerdo para que la entiendas. ¿O cree usted que estar loco es sólo otro velo de conciencia alrededor de nuestro mundo actual, que no tiene nada que ver con ningún otro?

No deduzca de la postal de la catedral que he dejado de pensar por mí misma. «Sobre la influencia de las lombrices en la formación de la tierra vegetal», con toda probabilidad. Pero quizá no.

S.W.

19 de enero de 1989

Señor novelista Barnes:

Si le preguntase «¿Qué es la vida?», posiblemente me respondería, con muchas palabras, que es sólo una coincidencia.

De modo que la pregunta sigue en pie: ¿qué tipo de coincidencia?

S.W.

3 de abril de 1989

Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 22 de marzo. Lamento informarle de que la señora Winstanley pasó a mejor vida hace dos meses. Se fracturó la cadera en una caída cuando se dirigía al buzón, y a pesar de que en el hospital no escatimaron esfuerzos, surgieron complicaciones. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House. Será recordada largo tiempo y muy añorada.

Si desea más información, por favor no dude en ponerse en contacto conmigo.

Le saluda atentamente

J. Smyles (Guardiana)

10 de abril de 1989

Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 5 de los corrientes.

Al vaciar la habitación de la señora Winstanley, encontramos una serie de objetos de valor en la nevera. Había también un paquetito de cartas, pero como las había colocado en el compartimento del congelador y éste, por desgracia, fue desconectado para descongelarlo, han sufrido un gran daño. Si bien el membrete impreso todavía era visible, creímos que sería penoso entregárselas a la persona en semejante estado, y en consecuencia, desgraciadamente, nos deshicimos de ellas. Quizá sea a esto a lo que usted se refería.

Seguimos echando mucho de menos a la señora Winstanley. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House durante el tiempo que residió aquí.

Le saluda atentamente,

J. Smyles (Guardiana)

Apetito

Tiene sus días buenos. Claro que también los tiene malos, pero de momento no pensemos en ellos.

Los días buenos le leo en voz alta. Le leo de alguno de sus preferidos: El placer de cocinar, El recetario de Constance Spry, Cocina de Margaret Costa para las cuatro estaciones. No siempre dan resultado, pero son los más fiables, y he aprendido a saber lo que le agrada y lo que debo evitar. Ni hablar de Elizabeth David, por ejemplo, y odia a los famosos chefs modernos. «Sarasas», grita. «¡Sarasas con tupé!» Tampoco le gustan los cocineros de la tele. «Mira: payasos de tres al cuarto», dice, aunque yo le esté leyendo justo en ese momento.

Una vez probé con él Londres para sibaritas, 1954 , y fue un error. Los médicos me advirtieron que no le convenía sobreexcitarse. Se habrán quedado calvos de tanto pensar, ¿no? Toda la ciencia que me han inculcado en los últimos años se resume en esto: en realidad desconocemos la causa, no sabemos cuál es el mejor tratamiento, tendrá días buenos y días malos, no le sobreexcite. Ah, sí, y por supuesto es incurable.

Está sentado en su silla, en pijama y con bata, tan bien afeitado como puedo afeitarle y con los pies completamente embutidos en sus zapatillas. No es de esos hombres que se pisan los talones de las zapatillas y las convierten en babuchas. Siempre ha sido muy correcto. Así que se sienta con los pies juntos, los talones dentro de las zapatillas, y aguarda a que yo abra el libro. Antes lo abría al azar, pero creaba problemas. Por otra parte, no quiere que vaya derecha a lo que le gusta. Tengo que fingir que lo encuentro por azar.

En fin, pongamos que abro El placer de cocinar por la página 422 y le leo «Cordero a la cazuela o Falso venado». Sólo el título, no la receta. No levanto la mirada esperando una respuesta, pero permanezco atenta. A continuación, «Pata de cordero estofada»; después, «Manos de cordero estofadas»; luego, «Estofado de cordero o Navarin Printanier». No reacciona; pero tampoco espero que lo haga. Digo «Estofado irlandés», y noto que alza ligeramente la cabeza. «De cuatro a seis cubiertos», leo. «Este famoso estofado no se dora. Cortar en dados de cuatro centímetros: libra y media de cordero o de añojo.»

– Hoy no se encuentran añojos -dice él.

Y por un momento me siento feliz. Sólo un momento, pero es mejor que nada, ¿no?

Y continúo. Cebollas, patatas, pelar y cortar en rodajas, una cazuela de fondo grueso, sal y pimienta, hoja de laurel, perejil bien picado, agua o caldo.

– Caldo -dice él.

– Caldo -repito yo. Poner a hervir. Tapar bien. Dos horas y media, agitar la olla cada cierto tiempo. Que toda la humedad se absorba.

– Eso es -dice él-. Que toda la humedad se absorba.

Lo dice con tal lentitud que suena como un aforismo filosófico.

Siempre ha sido correcto, como he dicho. Alguna gente nos señalaba con el dedo cuando nos conocimos; chistes sobre médicos y enfermeras. Pero no era eso. Además, ocho horas yendo y viniendo a la recepción, mezclando amalgama y sujetando el drenaje de saliva quizá ponga cachonda a alguna gente, pero a mí me deslomaba. Y creo que él no parecía interesado. Y creo que yo tampoco.

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