Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Libros que no he leído: Todo Dickens

Todo Scott

Todo Thackeray Todo Shakespeare, excepto «Macbeth»

Todo Jane Austen menos uno

Espero que encuentre un gite encantador; adoro los Pirineos; las flores; y los pequeños «gaves».

Ya ve, di la vuelta al mundo en 1935, antes de que lo estropeasen todo. Y además en un montón de barcos, no en avions.

Me dice usted, respecto a la coincidencia, que por qué no pedimos ver un armadillo o un búho níveo que pusieran a prueba el poder de la coincidencia deliberada. No contestaré a eso, pero sí le diré que vivíamos en Putney en el siglo XVI. Putney está al lado de Barnes.

Bueno, muchas gracias por escribirme. Ahora me siento mejor y la luna se ha asomado por detrás de los pinos al doblar la esquina.

Sylvia W.

El loro D. otra vez en la ventana.

16 de septiembre de 1986

Querido Julián:

Su novela ha resultado didáctica, no en materia sexual, sino porque su personaje, Barbara, tiene exactamente los mismos métodos de conversación escurridizos que nuestra guardiana aquí. Su marido es para mí el colmo de la insolencia, pero sé que si se me escapa la palabra «puñetero» estoy totalmente perdida ante la junta directiva, que hasta ahora me acepta. Ayer me encaminaba al buzón cuando el sargento mayor me abordó para informarme de que era un desplazamiento innecesario. Todas las sordas y locas de aquí le dan las cartas para que las eche al correo. Le dije: «Puede que ya no conduzca mi coche, pero seguiré tomando el autobús al centro y soy muy capaz de llegar a pie hasta el buzón.» Me miró con impertinencia y me imaginé que de noche abría todas las cartas al vapor y rompía todas las que contuviesen quejas contra la residencia. Si mis cartas dejan de llegarle de golpe, puede concluir que me he muerto o estoy plenamente sometida al control de las autoridades.

¿Tiene dotes para la música? Bueno, supongo que yo sí, pero por el solo hecho de tener buen oído y empezar el piano a los seis años, enseguida aprendí a repentizar, y como tocaba el contrabajo y la flauta (más o menos), me pedían continuamente que tocara órganos de iglesias. Me gustaba obtener bramidos tremendos de estos instrumentos. (No voy a la iglesia. Piense lo que quiera.) Me gusta ir al centro: siempre hay chanzas en el autobús o bailes folklóricos en las galerías comerciales, con conciertos de Brandenburgo en una máquina y personas como es debido tocando el violín al compás.

He leído algunas A y B más. Un día de éstos sacaré la cuenta de las bebidas consumidas o los cigarrillos encendidos a modo de relleno en las novelas. También «viñetas» de camareros, taxistas, vendeuses y demás, que no vuelven a aparecer en el relato. Los novelistas meten paja o se ponen a filosofar, lo cual nos enseñaron a considerar «generalizaciones» en Balzac. Para quién son las novelas, me pregunto. En mi caso, para alguien de naturaleza poco exigente que necesita extraviarse entre las diez de la mañana y la hora de acostarse. Entiendo que esto no le satisfaga a usted. Además, para poder hacerlo es esencial que haya un personaje lo bastante parecido a mí misma para identificarme con él e, inconformista como soy, no sucede a menudo.

Aun así, las A y B siguen estando por encima del suministro mensual de la Cruz Roja. Estas parecen textos escritos por enfermeras de turno de noche en las largas horas en que no tienen nada mejor que hacer. Y el único tema es el afán de casarse. No parece que hayan pensado en lo que ocurre después del matrimonio, aunque para mí es el quid de la cuestión.

Una celebridad en el mundo del arte escribió hace unos años en su autobiografía que se aficionó a amar a las mujeres cuando se enamoró de una niña en la escuela elemental de baile. Por entonces él tenía once años y ella nueve. No hay la menor duda de que yo era esa niña: describe mi vestido, y la escuela de que habla era la de mi hermano, las fechas son las mismas, etc. Nadie se ha vuelto a enamorar de mí, pero yo era una niña bonita. Si me hubiese dignado mirarle, dice, me habría seguido hasta el fin de sus días. En cambio, persiguió a mujeres durante toda su vida e hizo tan infeliz a la suya que se convirtió en una alcohólica, mientras que yo, por el contrario, no me he casado. ¿Qué deduce de esto, señor novelista Barnes? ¿Fue una oportunidad perdida hace setenta años? ¿O fue una afortunada escapatoria por ambas partes? Poco sabía él que yo habría de convertirme en una intelectual, y en absoluto una mujer de su gusto. Quizá me hubiese empujado a la bebida y yo le hubiera inducido a ser un mujeriego, y nadie habría salido bien parado, excepto la esposa que él no habría tenido, y en su autobiografía habría dicho que ojalá nunca se hubiese fijado en mí. Usted es demasiado joven para estas cuestiones, pero son las cosas sobre las que una se hace cada vez más preguntas a medida que se vuelve loca y sorda. ¿Dónde estaría yo ahora si antes de la Gran Guerra hubiese mirado hacia otra parte?

Bueno, un millón de gracias y espero que su vida sea satisfactoria y le depare todo lo que desea.

Con amor, Sylvia W.

24 de enero de 1987

Querido Julián:

Una de las locas ve fantasmas. Se le aparecen en forma de pequeños destellos verdes, por si usted quiere detectar alguno, y la siguieron hasta aquí cuando dejó su piso. Lo malo es que eran inofensivos en su domicilio anterior, pero al verse encarcelados en una residencia de viejos han reaccionado haciendo diabluras. Estamos autorizadas a tener una pequeña nevera en nuestro «cubículo», por si nos da un ataque de hambre de noche, y la señora Galloway llena la suya de chocolatinas y botellas de jerez. ¿Y qué hacen los duendecillos en mitad de la noche, sino comerse el chocolate y beberse el jerez? Todas mostramos la debida inquietud cuando la cosa se supo (las sordas mostraron una mayor preocupación, sin duda porque eran incapaces de entender) y tratamos de expresar nuestra aflicción por la pérdida. Los robos continuaron una temporada, y todas poníamos la consabida cara larga, hasta que un día la víctima entró en el comedor con un aspecto de gato de Cheshire. «¡He recuperado lo que es mío!», exclamó. «¡Me he bebido una de las botellas de jerez que elloshan dejado en la nevera!» Así que todas lo festejamos, pero, ay, prematuramente, pues las chocolatinas siguieron sufriendo la depredación nocturna, a pesar de las notas manuscritas, tanto severas como suplicantes, que la señora G empezó a pegar en la puerta de la nevera. (¿Qué idiomas cree usted que saben leer los fantasmas?) El asunto se abordó finalmente en la asamblea plenaria de Pilcher House una noche a la hora de la cena, con la guardiana y su marido presentes. ¿Cómo impedir que los espíritus se comieran el chocolate? Todas miraron a servidora, y esta pobre infeliz no estuvo a la altura. Y por una vez tengo que alabar al sargento mayor, que mostró un estimable sentido de la ironía, a no ser -lo que quizá es más probable- que crea de verdad en los pequeños destellos verdes. «¿Por qué no ponemos un candado en la nevera?», propuso. Aplauso unánime de las sordas y locas, seguido del ofrecimiento del sargento de comprar uno en la ferretería. Le tendré au courant, por si le es útil para uno de sus libros. Me gustaría saber si jura usted tanto como sus personajes. Nadie dice palabrotas aquí, aparte de mí, y sólo para mis adentros.

¿Conoció a mi gran amiga Daphne Charteris? ¿No será, quizá, cuñada de su tía abuela? No, usted dijo que era de clase media. Daphne fue una de nuestras primeras aviadoras y era de clase alta, hija de un terrateniente escocés, acostumbrada a transportar de aquí para allá ganado Dexter después de sacar su licencia. Era una de las once únicas mujeres adiestradas para pilotar un Lancaster en la guerra. Criaba cerdos y siempre llamaba Henry, el nombre de su hermano más pequeño, al más mequetrefe de la camada. Tenía en su casa una habitación llamada el «Kremlin» en la que ni siquiera su marido estaba autorizado a molestarla. Siempre creí que ése era el secreto de un matrimonio feliz. De todos modos, su marido murió y ella volvió a la casa familiar con el mequetrefe Henry. La casa era una pocilga, pero los dos vivían muy contentos y al paso de los meses se iban volviendo sordos. Cuando ya no oían el timbre de la puerta, Henry instaló en su lugar una bocina de automóvil. Daphne se negaba a usar un audífono porque decía que se le enredaba en las ramas de los árboles.

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