– Sí.
– Visitaba a mi madre como…
– Como te visito yo.
– Sí. Me tenía mucho cariño. Quería reconocerme, hacerme…
– ¿Legítima?
– Sí. Mi madre no quería. Riñeron. Ella temió que intentase secuestrarme. Me custodiaba. A veces él nos espiaba. Cuando se estaba muriendo, mi madre me hizo prometerle que nunca le recibiría ni tendría contacto con él. Se lo prometí. Pensé que… el entierro no representaba un contacto.
Jean-Étienne Delacour se sentó en la cama estrecha de la chica. Algo se le escapaba de la mente. El mundo tenía menos sentido del que debiera. Aquel niño, si sobrevivía a los albures del parto, sería el nieto de Lagrange. Cosa que él prefirió no decirme, cosa que la madre de Jeanne ocultó a Lagrange y que yo, a mi vez, no le he dicho a Jeanne. Hacemos leyes pero las abejas se enjambran de todos modos, los conejos buscan madrigueras distintas y las palomas vuelan a un palomar ajeno.
– Cuando apostaba -dijo por fin-, la gente me censuraba. Lo consideraban un vicio. Para mí no lo era. A mí me parecía la aplicación al comportamiento humano de un estudio lógico. Cuando era un glotón, la gente lo consideraba un abandono. Para mí no lo era. A mí me parecía una actitud racional ante el placer humano.
Miró a la chica. Ella no parecía entender de qué le estaba hablando. Bueno, la culpa era de él.
– Jeanne -dijo, cogiéndole la mano-, no temas por tu hijo. No sientas el temor que sintió tu madre. No es necesario.
– Sí, señor.
En la cena escuchó la cháchara de su hijo adulto y se abstuvo de corregirle numerosas idioteces. Masticó un trozo de corteza de árbol, pero sin apetito. Más tarde, la taza de leche le supo como si hubiese salido de una cazuela de cobre, la lechuga estofada apestaba a boñiga y la manzana reineta tenía la textura de una almohada de crines de caballo. A la mañana siguiente, cuando le encontraron, su mano rígida aferraba el gorro de dormir de lino, aunque nadie supo si había estado a punto de ponérselo o si por alguna razón acababa de decidir quitárselo.
Pilcher House, 18 de febrero de 1986
Querido doctor Barnes (yo, una anciana frisando los ochenta y uno):
Pues bien, yo leo OBRAS serias, pero en las veladas de lecturas ligeras ¿qué relatos de ficción tenemos en una residencia? (Usted comprenderá que no llevo mucho tiempo aquí.) Muchas novelas facilitadas por la Cruz Roja. ¿Sobre qué? ¡Caramba! El médico con el pelo rizado y «canas ya en las sienes», probablemente incomprendido por su mujer o, mejor todavía, viudo, y la enfermera atractiva que le pasa el serrucho en el quirófano. Incluso a una edad en que podría haber sido sensible a una visión de la vida tan inverosímil, yo prefería «Sobre la influencia de las lombrices en la formación de la tierra vegetal», de Darwin.
Así que me dije: ¿por qué no voy a la biblioteca pública y me leo todas las novelas desde la A? Como descubro que he leído muchas descripciones amenas de pubs y mucho voyeurismo centrado en los pechos femeninos, voy rápido. ¿Ve dónde voy a parar? La pila siguiente a la que llego es Barnes: «El loro de Flaubert». Ah, esto debe de ser Loulou. Me precio de saberme de memoria «Un corazón simple». Pero tengo pocos libros, porque mi habitación aquí es trop petite.
Le agradará saber que soy bilingüe y estimo que es un placer. La semana pasada oí en la calle a un maestro decirle a un turista: «Á gauche puis a droite.» La sutileza de la pronunciación de GAUCHE me alegró el día, y no paro de repetirlo en el baño. Es tan bueno como el pan con mantequilla francés. ¿Creería usted que a mi padre, que ahora tendría ciento treinta años, le enseñaron francés (al igual que por entonces enseñaban latín) pronunciado como inglés: «lee tchatt». No, no lo creería: yo tampoco tengo la certeza. Pero ha habido algunos progresos: hoy día, los estudiantes con frecuencia pronuncian fuerte la erre tal como debe ser.
Pero revenons a nos perroquets, que es la principal razón de que le escriba. No tengo que pedirle explicaciones sobre lo que usted dice en su libro sobre las coincidencias. Pues lo hago. Dice que no cree en las coincidencias. No puede decirlo en serio. Quiere decir que no cree en las que son intencionales o deliberadas. No puede negar la existencia de las coincidencias, puesto que se dan con alguna frecuencia. Usted se niega, sin embargo, a atribuirles un significado. Yo no estoy tan segura como usted, siendo como soy completamente agnóstica en estas materias. Resumiendo: tengo por costumbre bajar por Church Street (ya no queda iglesia) hacia Market Green (tampoco mercado). Ayer acababa de dejar su libro e iba caminando cuando ¿qué veo? ¿Qué veo encerrado detrás de una ventana alta, sino a un loro grande y gris en una jaula? ¿Coincidencia? Por supuesto. ¿Sentido? El animal parece desgraciado, con todas las plumas ahuecadas y tosiendo, el pico goteando y ningún juguete en la jaula. Así que escribo una postal (educada) a su dueño (desconocido) diciendo que esta situación me encoge el corazón, y que confío en que cuando vuelvan a casa por la noche sean amables con el ave. No bien estoy de vuelta en mi cuarto cuando irrumpe una anciana furiosa, se presenta, agita mi postal y dice que me va a denunciar en el juzgado. «Bueno», le contesto. «Eso le saldrá caro.» Ella me dice que Dominic ahueca las plumas porque es un presumido. No hay juguetes en su jaula porque no es un periquito y los destrozaría si los hubiese. Y que el pico de los loros no puede gotear porque no poseen membrana mucosa. «Es usted una anciana ignorante y meticona», me espeta al marchar.
Ahora bien, esta disertación sobre loros me ha impresionado. Audrey Penn es a todas luces una mujer instruida. Como no tengo otro libro de referencia a mano que el almanaque de mi antigua facultad, le echo un vistazo. Aquí está: señorita Margaret Hall, ocho años más joven que yo, becaria cuando yo era alumna aventajada y estudiante de francés. (No de veterinaria.)
Tuve que escribirle esto a usted porque nadie más entendería el extraño sincronismo. Pero no estoy en condiciones de afirmar si todo esto constituye o no una coincidencia en su acepción más precisa. Las encarceladas conmigo aquí están locas o sordas. Yo, como Felicité, soy sorda. Por desgracia, las locas no están sordas, pero ¿quién soy yo para decir que las sordas no están locas? De hecho, aunque soy la más joven, soy la jefa, porque, gracias a mi relativa juventud, soy relativamente competente.
Croyez, cher Monsieur, a l’assurance de mes sentiments distingués.
Sylvia Winstanley
4 de marzo de 1986
Querido señor Barnes:
Entonces, ¿por qué me dijo que era médico? En cuanto a mí, soy soltera, aunque no es generoso por su parte darme a elegir sólo entre señora o señorita. ¿Por qué no Lady Sylvia? En definitiva, soy de clase alta, de una «antigua familia distinguida» y todo eso. Mi tía abuela me dijo que cuando era una niña el cardenal Newman le trajo una naranja de España. Una para ella y otra para cada una de sus hermanas. La fruta era por entonces poco conocida en Inglaterra. N. era el padrino de la abuela.
La guardiana me dice que la dueña de Dominic está «bien considerada en el barrio», por lo que es evidente que va a haber cotilleos y que más vale que yo cierre la boca. He escrito una carta conciliadora (no ha habido respuesta) y la siguiente vez que paso por donde Dominic me fijo en que lo han retirado de la ventana. Quizá esté enfermo. En definitiva, si los loros no tienen membrana mucosa, ¿por qué le goteaba el pico? Pero si sigo haciendo estas preguntas en público, acabaré sentada en el juzgado. Bueno, los jueces no me dan miedo.
He dado clase sobre muchas obras de Gide. Proust me aburre, y no entiendo a Giraudoux, que tiene un cerebro raro, brillante para algunas cosas y majadero para otras. Daban por seguro que iba a obtener una matrícula, la directora dijo que se comía el sombrero si no la sacaba. No me la dieron (sobresaliente alto en lenguaje hablado), y ella pidió explicaciones a las autoridades; le contestaron que el número de sobresalientes estaba compensado por el de aprobados; ningún notable. ¿Lo ve usted? Como no fui a la escuela preparatoria, y siendo «lady» no aprendí materias ortodoxas, en el examen de ingreso mi redacción sobre las costumbres maternales de la tijereta me rindió más provecho que las «educadas» de las chicas de Sherborne. Era una alumna aventajada, como creo que le he dicho.
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