Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Cuando está en esta vena, cuenta las cosas con más nitidez que una foto, las hace más vividas que un recuerdo normal. Es casi como un relato que él se inventa, sentado enfrente de mí en pijama y en bata. Lo inventa, pero yo sé que es verdad, porque ahora lo recuerdo. El letrero de hojalata, la torre de perforación que agacha la cabeza para beber, el buitre en el cielo, el pañuelo con que me recojo el pelo, la lluvia torrencial y el arco iris después del aguacero.

Siempre le gustó la comida. Interrogaba a sus pacientes sobre sus hábitos dietéticos y luego tomaba notas. Y una Navidad, por simple diversión, analizó si los pacientes a los que les gustaba la comida cuidaban más sus dientes que los otros. Hizo un gráfico al respecto. No quiso decirme qué estaba tramando hasta que hubo acabado. Y la respuesta, me dijo, era que no había una relación estadística significativa entre disfrutar de la comida y el cuidado posterior de los dientes. Lo cual, en cierto modo, fue decepcionante, pues uno espera que exista alguna relación, ¿no?

No, a él siempre le gustó comer. Por eso Londres para sibaritas, 1954 me pareció tan buena idea en aquel momento. Estaba entre unos libros viejos que él había guardado de cuando, ya establecido, empezaba a ejercer y aprendía a divertirse, antes de casarse con Ella. Lo encontré en el cuarto de invitados y pensé que quizá le trajese recuerdos. Las páginas olían a viejo y contenían frases como: «El Club Emperatriz es Tommy Gale y Tommy es el Club Emperatriz.» Y como: «Si nunca has usado una vaina de vainilla para revolver el café, en lugar de una cucharilla, te has perdido uno de los millones de los pequeños placeres de la mesa.» Está claro por qué pensé que quizá le despertara recuerdos.

Como él había marcado algunas de las páginas, supuse que habría estado en el Chelsea Pensioner y la Antelope Tavern y en un sitio de Leicester Square llamado Bellometti, regentado por un individuo al que llamaban «Granjero» Bellometti. La reseña sobre este local empezaba así: «“Granjero” Bellometti es tan elegante que debe de avergonzar a su ganado y abochornar a los campos descuidados.» ¿No suena como si lo hubieran escrito hace una eternidad? Probé unos cuantos nombres y lugares. La Belle Meunière, Brief Encounter, Hungaria Tavern, Monseigneur Grill, Ox on the Roof, Vaglio’s Maison Suisse. Él dijo:

– Chúpame la polla.

Yo dije:

– ¿Perdona?

Puso un acento horrible y dijo:

– Sabes chupar una polla, ¿no? No tienes más que abrir la boca, como si fuera el coño…, y chupar.

Y luego me miró como diciendo: «Ahora ya sabes dónde estás, ya sabes con quién estás tratando.»

Lo atribuí a un día malo o a las medicinas. Y tampoco pensé que tuviera algo que ver conmigo, conque a la tarde siguiente lo intenté otra vez.

– ¿Fuiste alguna vez a un sitio llamado Peter’s?

– Knightsbridge -contestó-. Acababa de hacer una complicada reparación de corona a una actriz de teatro. Norteamericana. Dijo que le había salvado la vida. Me preguntó si me gustaba comer. Me dio cinco de los grandes y me dijo que me llevara al Peter’s a mi chica predilecta. Tuvo la amabilidad de telefonear antes para decirles que me esperasen. No he estado nunca en un sitio tan lujoso. Había un pianista holandés que se llamaba Eddie. Tomé la parrillada de la casa: filete, salchicha de Frankfurt, hígado, huevo frito, tomate a la parrilla y dos lonchas de jamón. No he olvidado aquel banquete. Salí de allí gordo como un tonel.

Yo quería saber quién había sido su chica predilecta, pero dije, en cambio:

– ¿Qué tomaste de postre?

Frunció el ceño, como si consultara un menú lejano.

– Llénate el coño de miel y déjame que te la sorba entera, eso es para mí un postre.

Lo dicho: no me lo tomé como algo personal. Pensé que quizá tuviese algo que ver con la chica a la que había llevado al Peter’s hace tantos años. Más tarde, en la cama, comprobé la reseña dedicada al restaurante. Él lo recordaba con absoluta exactitud. Y había un pianista llamado Eddie. Tocaba todas las noches de la semana, de lunes a sábado. La razón de que no tocase los domingos, leí, «no era renuencia por parte de Eddie, ni malas pulgas por parte del señor Steinler, sino la ñoñería de nuestros compatriotas, que extirpan la alegría como si fuese una uña del pie que crece hacia dentro». ¿Es cierto eso? ¿Extirpamos la alegría? Supongo que Steinler debía de ser el propietario.

Solía decirme, cuando nos conocimos: «La vida no es más que una reacción prematura a la muerte.» Le dije que no fuera morboso, que teníamos los mejores años por delante.

No quiero dar la impresión de que la comida es lo único que le ha interesado en la vida. Seguía las noticias, y tenía sus opiniones al respecto. Sus convicciones. Le gustaban las carreras de caballos, aunque nunca apostaba: tenía suficiente con dos veces al año, el Derby y el National; ni siquiera pude animarle a probar suerte en Oaks o el St Leger. Muy controlado, ya ven: meticuloso. Y había leído biografías, sobre todo de gente del mundo del espectáculo, y viajábamos, y le gustaba bailar. Pero todo eso queda lejos ya. Y ya no le gusta la comida; no le gusta comer, en cualquier caso. Le hago purés en la licuadora. No compro conservas. No puede tomar alcohol, por supuesto, eso le sobreexcitaría. Le gusta el cacao y la leche caliente. No demasiado, sin llegar a hervir, sólo calentada a la temperatura corporal.

Cuando todo empezó, pensé que bueno, es mejor que algunas otras cosas que habría podido tener. Peor que otras, mejor que algunas. Y aunque se olvide de cosas, siempre será el mismo por dentro, exactamente el mismo. Puede ser una segunda infancia, pero será su infancia, ¿no? Era lo que yo pensaba. Aunque su estado empeore y no me reconozca, yo siempre le reconoceré, y ya es bastante.

Cuando pensé que le costaba trabajo recordar a la gente, saqué el álbum de fotos. Dejé de rellenarlo hace unos años. No me gustaba lo que salía de la química, si quieren que les diga la verdad. Él empezó por la última página. No sé por qué, pero me pareció una buena idea, recorrer tu vida hacia atrás en lugar de hacia delante. Hacia atrás, juntos, conmigo a su lado. Las últimas fotos que yo había pegado eran del crucero, y no muy buenas. Mejor dicho, no muy halagüeñas. Una mesa de pensionistas de cara colorada, con sombreros de papel y los ojos todos rojos por el flash. Pero examinó cada foto como si las reconociera, y luego repasó despacio todo el álbum: jubilación, bodas de plata, viaje a Canadá, fines de semana esporádicos en Cotswold Hills, Skipper justo antes de que lo sacrificásemos, el apartamento después y antes de haberlo remozado, Skipper el día en que llegó y todo lo demás, rebobinando hasta que llegó a las vacaciones que pasamos al año de casados en España, en la playa, cuando yo llevaba un traje que en la tienda me había ocasionado muchas dudas hasta que comprendí que era improbable que tropezásemos con alguno de sus colegas. La primera vez que me lo puse no me podía creer lo que mostraba. Aun así decidí atreverme y…, bueno, basta con decir que no tuve quejas del efecto que causó en las relaciones conyugales.

Ahora se detuvo ante la foto, la contempló un largo rato y después me miró:

– Me follaría muy a gusto sus tetas -dijo.

Piensen lo que quieran, pero no soy una gazmoña. Lo que me chocó no fue «tetas». Y en cuanto lo hube superado, tampoco fue «sus». Fue «follaría». Eso fue lo que me escandalizó.

Es afable con otras personas. Quiero decir que es correcto con ellas. Les dirige una media sonrisa y asiente, como un viejo profesor que reconoce a un antiguo alumno pero no logra recordar del todo su nombre o en qué curso lo tuvo. Las mira, se hace pis en silencio en sus pañales y dice: «Eres un tío muy majo, él es un hombre muy majo, sois unos tíos muy majos», en respuesta a cualquier cosa que le digan, y ellos se marchan pensando: sí, casi seguro que se acuerda de mí, sigue empantanado, es de lo más triste, desde luego, triste para él y también para ella, pero espero que le haya alegrado mi visita, he cumplido con mi deber. Cuando cierro la puerta tras ellos y vuelvo a su lado, él está tirando las cosas del té al suelo, rompiendo otra taza. Le digo:

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