Julián Barnes - La mesa limón

Здесь есть возможность читать онлайн «Julián Barnes - La mesa limón» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La mesa limón: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La mesa limón»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

La mesa limón — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La mesa limón», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Me incliné y pinché con el dedo al alemán. O austríaco. No tengo nada contra los extranjeros, a todo esto. Confieso que si hubiese sido un corpulento británico, alimentado con hamburguesas y vestido con una camiseta de la copa del mundo, me lo habría pensado dos veces. Y lo hice, en el caso del austrogermano. De la manera siguiente. Una: Has venido a escuchar música a mi país, así que no te comportes como si todavía estuvieras en el tuyo. Y dos: Teniendo en cuenta tu probable procedencia, es aún más imperdonable que te comportes así en un concierto de Mozart. Así que pinché a J 38 con un trípode compuesto de pulgar y los dos dedos siguientes. Fuerte. Él se volvió instintivamente y yo le clavé la mirada tocándome los labios con el dedo. J 39 dejó de parlotear. J 38 pareció satisfactoriamente avergonzado y J 37 un poquito asustada. K 37 -yo- volvió a sumirse en la música. Aunque no pude concentrarme del todo. Noté que el júbilo me ascendía por dentro como un estornudo. Por fin lo había hecho, al cabo de tantos años.

Cuando volví a casa, Andrew trató de aplicar su lógica habitual, en un intento de desinflarme. Quizá mi víctima pensara que estaba bien comportarse así, porque todo el mundo a su alrededor estaba haciendo lo mismo: no era un maleducado, sino que intentaba dar muestras de buena educación: wenn in London… Además, y como alternativa, Andrew quería saber si no era cierto que gran parte de la música de aquel tiempo fue compuesta para cortes reales o ducales, en cuyo caso, ¿no estarían aquellos mecenas y su séquito deambulando de un lado para otro mientras despachaban una cena, tiraban huesos de pollos al arpista, coqueteaban con las mujeres de sus vecinos y escuchaban a medias al humilde empleado que aporreaba la espineta? Yo objeté que la música no había sido compuesta pensando en malas conductas. ¿Cómo lo sabes?, contestó Andrew: Posiblemente los compositores sabían cómo iban a escuchar su música, y o bien escribían una tan sonora que sofocase el ruido del lanzamiento de huesos de pollo y los eructos generales o, lo que es más probable, procuraban escribir unas melodías de tan abrumadora belleza que hasta el baronet libidinoso de tierra adentro pararía un momento de manosear la piel al descubierto de la mujer del boticario. ¿No era esto el reto, la razón, de hecho, de que la música resultante hubiese perdurado tanto tiempo y tan bien? Además y por último, era muy posible que mi vecino inofensivo, con su cuello de frac, fuese un descendiente de aquel baronet del campo que se comportaba de la misma manera: había pagado la entrada y tenía derecho a escuchar lo mucho o poco que quisiera.

– En Viena -dije- hace veinte o treinta años, cuando ibas a la ópera, si soltabas la más leve tos, venía un lacayo con calzones y una peluca empolvada y te daba un caramelo para la tos.

– Eso debía de distraer aún más al público.

– Le enseñaba a no toser la próxima vez.

– De todos modos, no entiendo por qué sigues yendo a conciertos.

– Por el bien de mi salud, doctor.

– Parece que está causando el efecto contrario.

– Nadie va a impedirme que vaya a conciertos -dije-. Nadie.

– No hablamos de eso -contestó, mirando a otro lado.

– No hablaba de eso.

– Bueno.

Andrew cree que debería quedarme en casa con mi equipo de sonido, mi colección de compacts y nuestros vecinos tolerantes, a los que rara vez se les oye carraspear al otro lado de la pared medianera. ¿Por qué vas a conciertos, me pregunta, si sólo sirven para enfurecerte? Voy, le digo, porque cuando vas a una sala de conciertos, después de haber pagado y de haberte tomado la molestia de ir, escuchas con mayor atención. No, a juzgar por lo que dices, me responde. Al parecer, estás distraído casi todo el tiempo. Bueno, prestaría más atención si no me distrajeran. ¿Y a qué prestarías más atención, a modo de pregunta puramente teórica? (¿Ven lo provocativo que puede ser Andrew?) Lo pensé un rato y luego dije: A los pasajes altos y a los suaves, de hecho. A los altos porque, por más moderno que sea tu equipo, nada es comparable a la realidad de cien o más músicos tocando a todo trapo en tu presencia, atronando el aire. Y a los suaves, lo cual es más paradójico, porque uno cree que cualquier equipo de alta fidelidad puede reproducirlos bien. Pero no puede. Por ejemplo, esos compases inaugurales del larghetto, que flotan a lo largo de veinte, treinta, cincuenta metros, aunque flotar no es la palabra correcta, porque supone tiempo transcurrido viajando, y cuando la música avanza hacia ti, toda noción del tiempo queda abolida, así como el espacio y el lugar, por cierto.

– ¿Y qué tal Shostakóvich? ¿Lo bastante sonoro para acallar a los hijoputas?

– Bueno, ésa es una cuestión interesante -dije-. ¿Sabes cómo empieza, con esos apogeos enormes? Me ha hecho pensar en lo que entiendo por pasajes altos. Todo el mundo hacía el mayor ruido posible, los metales, los timbales, el tambor grande, ¿y sabes el instrumento que más se oía? El xilofón. La mujer que lo percutía lograba un sonido nítido como una campana. Si lo oyeras en un disco creerías que era un truco mecánico: un realce, o como lo llamen. En la sala sabías que era exactamente el efecto que Shostakóvich quería.

– ¿Te lo has pasado bien, entonces?

– Pero también me he dado cuenta de lo importante que es el tono. El flautín se impone del mismo modo. Así que no sólo es la tos o el estornudo y su volumen, sino la textura musical con la que rivalizan. Lo cual quiere decir, por supuesto, que ni siquiera puedes relajarte en los fragmentos más agudos.

– Que te den una pastilla para la tos y una peluca empolvada -dijo Andrew-. Si no, creo que te volverás loco de atar, en serio.

– Que lo digas tú… -contesté.

Él sabía a qué me refería. Permítanme que les hable de Andrew. Vivimos juntos desde hace veinte años o más; nos conocimos cuando los dos rondábamos los cuarenta. Trabaja en la sección de muebles de la V & A. Todos los días, llueva o luzca el sol, recorre Londres en bici de una punta a otra. En el camino hace dos cosas: escucha libros grabados en su walkman y mira a todas partes en busca de leña. Ya sé que parece increíble, pero casi todos los días consigue llenar su cesta con leña suficiente para encender un fuego por la noche. Así que pedalea desde un extremo al otro de esta ciudad civilizada escuchando la casete 325 de Daniel Deronda y siempre ojo avizor en busca de contenedores y ramas caídas.

Pero esto no es todo. Aunque conoce un montón de atajos por sitios donde hay leña, Andrew pasa gran parte del trayecto en el tráfico de la hora punta. Y ya saben cómo son los automovilistas: sólo están atentos a los otros conductores. También a los autobuses y camiones, por supuesto; a veces a los motociclistas; a los ciclistas, nunca. Y esto desquicia a Andrew. Verlos allí con el culo en el asiento, expulsando gases, un pasajero por coche, en un atasco de egoístas que contaminan el medio ambiente y que continuamente intentan colarse en un hueco de cuarenta y cinco centímetros sin comprobar antes si hay algún ciclista. Andrew les vocifera. Andrew, mi amigo civilizado, mi compañero y ex amante, que se ha pasado la mitad de la jornada encorvado sobre una pieza exquisita de marquetería con un restaurador; Andrew, con los oídos llenos de frases de la alta sociedad victoriana, grita, exasperado:

– ¡Cabronazo!

También grita: «¡Ojalá pilles un cáncer!» O: «¡Métete debajo de un puto camión, cara culo!»

Le pregunto qué les dice a las conductoras.

– Ah, a ellas no las llamo cabronas -responde-. «¡Puta puerca!» suele cubrir el expediente.

Y le da a los pedales, buscando leña y preocupado por Gwendolen Harleth. Daba golpes en el techo de un coche cuando un conductor le cerraba el paso. Pom, pom, pom, con un guante forrado de piel de oveja. Debía de sonar como una caja de truenos de Strauss o Henze. También les doblaba de un golpe los espejos retrovisores laterales: eso irritaba a los hijoputas. Pero ya no hace estas cosas; hará un año se llevó un susto con un Mondeo azul que se puso a su altura y le derribó de la bici mientras el chófer le hacía diversas sugerencias amenazadoras. Ahora sólo se desgañita llamándoles cabronazos. No protestan, porque es lo que son, y lo saben.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La mesa limón»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La mesa limón» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Juliette Benzoni - Le prisonnier masqué
Juliette Benzoni
Julian Barnes - Flaubert's Parrot
Julian Barnes
Julian Barnes - Arthur & George
Julian Barnes
Julian Barnes - Pod słońce
Julian Barnes
Julio César Magaña Ortiz - ¡Arriba corazones!
Julio César Magaña Ortiz
Jill Shalvis - A Royal Mess
Jill Shalvis
Juliusz Słowacki - Żmija
Juliusz Słowacki
Julian Symons - The Maze
Julian Symons
Julia Williams - Midsummer Magic
Julia Williams
Simon Barnes - Miss Chance
Simon Barnes
Отзывы о книге «La mesa limón»

Обсуждение, отзывы о книге «La mesa limón» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x