Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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No, hasta este pañuelo es una invención. Pero la cosa es que hicieron su viaje juntos. Ahora podría ser evocado, mejorado, transformado en la encarnación, la realización del si-hubiera. Él siguió invocándolo hasta la muerte. Fue, en un sentido, su último viaje, el último del corazón. «Mi vida queda atrás», escribió, «y aquella hora pasada en un vagón de tren, en que casi me sentí como un joven de veinte años, fue la última llamarada.»

¿Quiere esto decir que casi tuvo una erección? Nuestra época documentada reprende a su antecesora por sus perogrulladas y sus evasivas, sus chispas, sus llamas, sus fuegos, sus chamusquinas imprecisas. El amor no es una hoguera, por Dios, es una polla tiesa y un coño húmedo, regañamos a aquella gente que se derretía y renunciaba. ¡Adelante! ¿Por qué no lo hiciste? ¡Hatajo de pollas miedosas y de coños cerrados con candado! ¡Besarle las manos! Sabemos perfectamente lo que quería besarle de verdad. Entonces, ¿por qué no? Y además en un tren. Sólo tenías que haber posado la lengua en el sitio y que el traqueteo del tren lo hiciera todo por ti. ¡Tac-tac, tac-tac!

¿Cuándo fue la última vez que te besaron las manos? Y si así fue, ¿cómo sabes que él las besaba bien? (Aún más, ¿cuál fue la última vez que te escribieron que iban a besarte las manos?) He aquí el razonamiento para el mundo de las renuncias. Nosotros sabemos más sobre consumación, ellos sabían más sobre deseo. Nosotros sabemos más de números, ellos sabían más sobre desesperación. Nosotros sabemos alardear, ellos sabían recordar. Ellos besaban los pies, nosotros lamemos los dedos del pie. ¿Sigues prefiriendo nuestro lado de la ecuación? Tal vez tengas razón. Entonces probemos un enunciado más sencillo: sabemos más sobre sexo, pero ellos sabían más sobre amor.

O quizá esto sea erróneo y confundimos lo que eran las gradaciones del estilo cortesano con realismo. Quizá besar los pies siempre significaba lamer los dedos. El también le escribió: «Beso tus manos pequeñas, tus pequeños pies, beso todo lo que me consientas besarte y hasta lo que no me consientas.» ¿No es suficientemente claro, tanto para el remitente como para el destinatario? Y si es así, quizá lo inverso es asimismo cierto: que la lectura de los sentimientos se practicaba tan toscamente entonces como ahora.

Pero cuando nos burlamos de las blandenguerías de una época anterior, deberíamos prepararnos para las mofas de un siglo posterior. ¿Cómo es posible que nunca pensemos en ello? Creemos en la evolución, al menos en el sentido de que la evolución culmina en nosotros. Olvidamos que esto entraña que la evolución rebasará nuestro yo solipsista. Los rusos de aquel tiempo sabían soñar tiempos mejores, y con la mayor frescura afirmamos que sus sueños constituyen nuestro aplauso.

Mientras el tren seguía su viaje hacia Odessa, él pernoctó en un hotel de Oriol. Fue una noche bipolar, espléndida en sus pensamientos sobre ella, desdichada en que evocarla le impidió dormir. Le embargaba el voluptuoso placer de la renuncia. «Mis labios murmuran: "¡Qué noche habríamos pasado juntos!"» A lo que nuestro siglo pragmático e irritado contesta: «¡Pues toma otro tren! ¡Intenta besarla donde no lo hiciste!»

Un acto así sería excesivamente peligroso. Tiene que preservar la imposibilidad del amor. Así que ofrece a su amada un exagerado si-hubiera. Confiesa que cuando el tren estaba a punto de partir, se vio de pronto tentado por la «locura» de secuestrarla. Como era de esperar, renunció a la tentación: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» Pero imagínate los titulares de los periódicos si hubiera llevado a cabo su plan momentáneo: «ESCÁNDALO EN LA ESTACIÓN DE ORIOL». Se lo imagina para ella con deleite. Si hubiera. «Un suceso extraordinario aconteció aquí ayer: el autor T…, un hombre anciano, se hallaba acompañado de la famosa actriz S…, que viajaba a Odessa para una brillante temporada en el teatro de la ciudad, cuando, en el momento en que el tren se disponía a partir, él, como poseído por el diablo en persona, desembarcó a la señora S… por la ventana de su compartimento y, venciendo los esfuerzos desesperados de la artista, etc., etc.» Si hubiera. El momento real -el posible pañuelo agitado en la ventanilla, la probable lámpara de gas que ilumina la blanca melena de un anciano- se reescribe en forma de farsa y de melodrama, de jerga periodística y de «locura». La seductora hipótesis no se refiere al futuro; se encuentra en un lugar seguro del pasado. La campana sonó y ciao, como dicen los italianos.

También recurrió a otra táctica: la de precipitarse en el futuro con el fin de confirmar la imposibilidad de amor en el presente. Ya, y sin que hubiese ocurrido «nada», mira atrás hacia aquel «algo» que habría sucedido. «Si volvemos a vernos dentro de dos o tres años, yo seré un viejo, un vejestorio. Tú, en cambio, habrás ingresado definitivamente en el curso normal de tu vida y nada quedará de nuestro pasado…» Dos años, pensó, convertirían a un anciano en un hombre viejísimo; la «vida normal», por el contrario, la aguarda a ella en la forma banal pero oportuna de un oficial de húsares que entrechoca sus espuelas fuera del escenario y resopla como un caballo. N. N. Vsevolozhski. Qué útil era el uniforme relumbrante para el civil descolorido y encorvado.

A estas alturas, no deberíamos seguir pensando en Veroshka, la pupila infortunada e ingenua. La actriz que la interpretaba era robusta, temperamental, bohemia. Ya estaba casada y esperaba el divorcio para procurarse un húsar; se casaría tres veces en total. Sus cartas no han sobrevivido. ¿Le engañó ella? ¿Estaba un poco enamorada de él? ¿Estaba, quizá, un poco más que enamorada de él, pero desalentada por sus expectativas de fracaso, por sus renuncias voluptuosas? ¿Se sentía, quizá, tan atrapada como él por su pasado? Si el amor, para él, siempre había significado derrota, ¿por qué habría de ser distinto con ella? Si te casas con un fetichista de los pies, no debería extrañarte sorprenderle acurrucado en tu zapatero.

Cuando en sus cartas a ella evocaba aquel viaje, hacía alusiones oblicuas a la palabra «cerrojo». ¿Era acaso la llave de su compartimento, de sus labios, de su corazón? ¿O la llave de su piel? «¿Sabe cuál fue el suplicio de Tántalo?», escribió. El suplicio de Tántalo fue sufrir la tortura de una sed insaciable en las regiones infernales; estaba sumergido en agua hasta el cuello, pero cada vez que inclinaba la cabeza para beber, el río se alejaba. ¿Debemos inferir de esto que intentó besarla, pero que cada vez que él avanzaba ella retrocedía y retiraba su boca mojada?

Por otra parte, un año después, cuando ya no corre riesgo y todo está perfilado, él escribe: «Al final de tu carta dices: "Un beso afectuoso." ¿Cómo? ¿Te refieres a uno igual al de aquella noche de junio, en el compartimento de aquel tren? Aunque viva cien años jamás olvidaré aquellos besos.»

Mayo se ha convertido en junio, el tímido pretendiente se ha transformado en el destinatario de un sinfín de besos, el cerrojo ha sido descorrido un poco. ¿La verdad es ésta o aquélla? Ahora nos gustaría que entonces hubiera sido nítido, pero rara vez lo es; si es el corazón el que arrastra al sexo o el sexo el que arrastra al corazón.

3. EL VIAJE SOÑADO

Él viajó. Ella viajó. Pero ellos no viajaron; nunca más. Ella le visitó en su finca; nadó en su estanque -«la ondina de San Petersburgo», la llamaba- y cuando ella se marchó, él puso su nombre a la habitación donde había dormido. Le besaba las manos, le besaba los pies. Se conocieron, se cartearon hasta que él murió, y después ella protegió su recuerdo de interpretaciones vulgares. Pero sólo viajaron juntos cincuenta kilómetros.

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