Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Podrían haber viajado. Si hubiera…, si hubiera.

Pero él era un entendido en si-hubiera, y por lo tanto viajaron. Viajaron en el pasado condicional.

Ella estaba a punto de casarse por segunda vez. N. N. Vsevolozhski, oficial de húsares, clic, clac. Cuando ella le pidió su opinión sobre el enlace, él declinó responder. «Es demasiado tarde para pedírmela. Le vin est tiré; il faut le boire.» ¿Le estaba preguntando, de un artista a otro, qué pensaba del matrimonio convencional que ella iba a contraer con un hombre con el que tenía poco en común? ¿O había algo más? ¿Le estaba proponiendo su propio si-hubiera, pidiéndole que aprobara que dejase plantado a su prometido?

Pero el abuelo, que no se había casado nunca, declina tanto refrendar como aplaudir. Le vin est tiré; il faut le boire. ¿Tiene la costumbre de decir frases en una lengua extranjera en momentos emotivos clave? ¿Poseen el francés y el italiano eufemismos melosos que le ayudan a evadirse?

Por supuesto, si hubiera alentado una abstención tardía de su segundo matrimonio, ello habría deparado una realidad excesiva, lo habría puesto en presente de indicativo. Él zanja el asunto: bebe el vino. Impartida esta orden, la fantasía puede reanudarse. En su carta siguiente, veinte días más tarde, él escribe: «Por mi parte, sueño en lo agradable que sería viajar -los dos solos- durante un mes, como mínimo, y de tal manera que nadie supiera quiénes somos ni adónde vamos.»

Es un sueño de evasión normal. Juntos, anónimos, con tiempo disponible. Es además, desde luego, una luna de miel. ¿Y adonde, sino a Italia, iría a pasar la luna de miel la clase artística refinada? «Imagina sólo la siguiente escena», le incita él. «Venecia (quizá en octubre, el mejor mes en Italia) o Roma. Dos viajeros con ropa de viaje; uno alto, torpe, con el pelo blanco, zanquilargo, pero muy satisfecho; la otra, una mujer esbelta con unos ojos oscuros y un pelo negro extraordinarios. Supongamos que ella también está contenta. Recorren la ciudad, navegan en góndola. Visitan museos, iglesias y demás, cenan juntos, van juntos al teatro… ¿y después? Aquí mi imaginación se detiene, respetuosa. ¿Es para ocultar algo o porque no hay nada que ocultar?»

¿Detuvo el respeto su imaginación? La nuestra no. Nos parece muy obvio en nuestro siglo posterior. Un hombre en ruinas en una ciudad ruinosa que pasa una luna de miel vicaria con una joven actriz. Los gondoleros les llevan de regreso al hotel después de una cena íntima, la banda sonora es una opereta, ¿y hace falta que nos expliquen lo que sucede a continuación? Como no hablamos de la realidad, aquí no se trata de la fragilidad de una piel anciana, debilitada por el alcohol; estamos en el suelo firme del modo condicional, envueltos en la manta de viaje. Así que… si hubieras…, si hubieras…, te la habrías follado, ¿verdad? No lo niegues.

Tejer la fantasía de la luna de miel en Venecia con una mujer entre dos maridos entraña sus peligros. Naturalmente, puesto que de nuevo has renunciado a ella, hay poco riesgo de que excitando su imaginación la encuentres una mañana delante de tu puerta, sentada encima de un baúl de viaje y abanicándose tímidamente con su pasaporte. No: el peligro más real es el dolor. La renuncia implica evitar el amor, y de ahí el sufrimiento, pero incluso en esta abstinencia hay trampas. Hay dolor, por ejemplo, en la comparación entre el capricho de Venecia de tu imaginación respetuosa y la realidad inminente de que se la folle sin el menor respeto, en su luna de miel de verdad, un oficial de húsares, N. N. Vsevolozhski, que sabe tan poco de la Accademia como de lo poco fiable que es la carne.

¿Qué cura el dolor? El tiempo, responde el viejo sabihondo. Tú sabes más que él. Tienes el juicio necesario para saber que el tiempo no siempre cura el dolor. Necesita un ajuste la imagen convencional de la hoguera amatoria, de la llama que seca el globo ocular y se transmuta en tristes cenizas. Prueba, si quieres, una sibilante llama de gas que abrasa, pero que también hace algo peor: proyecta luz, una luz ictérica, despiadada, de sombra plana, la clase de luz que ilumina a un anciano en un andén de provincias cuando el tren parte, un inválido que observa una ventanilla amarilla y una mano que se agita y se aleja de su vida, que sigue al tren unos cuantos pasos hasta que en la curva se vuelve invisible, que clava la mirada en la luz roja del furgón de cola hasta que es menos que un planeta rubí en el cielo nocturno, y que luego se da media vuelta y descubre que está aún debajo de la farola del andén, solo, sin nada más que hacer que matar las horas en un hotel mohoso, convenciéndose de que ha ganado pero sabiendo que en verdad ha perdido, y que llena el insomnio con si-hubieras de consuelo, y luego vuelve a la estación y está de nuevo solo, bajo una luz más clemente pero para hacer un viaje más cruel, el trayecto de regreso de esos cincuenta kilómetros que la noche anterior ha recorrido con su amada. El viaje de Mtsensk a Oriol, que conmemorará durante el resto de su vida, lo ensombrece siempre el trayecto de vuelta, sin cronista, de Oriol a Mtsensk.

De modo que propone un segundo viaje soñado, otra vez a Italia. Para entonces ella está ya casada, un cambio de estado que no es un tema de conversación interesante. Bebe el vino. Ella viaja a Italia, quizá con su marido, aunque no se le interroga sobre sus compañeros de viaje. Él lo aprueba, aunque sólo sea porque le permite ofrecerle a ella una alternativa: no una luna de miel rival, sino un recorrido de nuevo en el condicional indoloro. «Hace muchos, muchos años, pasé en Florencia diez de los días más deliciosos de mi vida.» Este empleo del tiempo anestesia el dolor. Tantos años hacía que aún no había «cumplido los treinta», antes de que el fundamento de la vida fuese la renuncia. «Florencia me produjo la impresión más fascinante y poética, a pesar de que la visité solo. Cuál me habría producido si hubiera estado acompañado de una mujer comprensiva, buena y hermosa…, ¡esto sobre todo!»

No hay peligro aquí. La fantasía es manejable, su obsequio es un recuerdo falso. Unos decenios más tarde, los dirigentes políticos de su país se especializarían en borrar de la historia con un atomizador a los caídos, en eliminar sus huellas fotográficas. Aquí lo tenemos ahora, encorvado sobre su álbum de recuerdos, insertando meticulosamente la figura de una compañera pretérita. Pégala, pega esa foto de la tímida y atractiva Veroshka, mientras la farola rejuvenece tu pelo blanco con una sombra negra.

4. EN YÁSNAIA POLIANA

Poco después de haberla conocido, fue a visitar a Tolstói, quien le llevó de caza. Le pusieron en el mejor puesto, por encima del cual solían pasar agachadizas. Pero aquel día el cielo, para él, estuvo vacío. De cuando en cuando, sonaba un disparo procedente del puesto de Tolstói; luego otro, y otro más. Todas las aves volaban hacia la escopeta de Tolstói. Parecía normal. Él, por su parte, disparó a una sola pieza que los perros no pudieron encontrar.

Tolstói le consideraba incompetente, titubeante, poco viril, un hombre de mundo frívolo y un despreciable amante de Occidente; lo abrazaba, lo aborrecía, pasó una semana con él en Dijon, se peleaba con él, lo perdonaba, lo valoraba, le visitaba, le retó a un duelo, lo abrazó, lo desdeñó. Así expresó Tolstói su compasión cuando su amigo agonizaba en Francia: «La noticia de tu enfermedad me ha entristecido mucho, sobre todo cuando me aseguraron que era grave. Comprendí lo mucho que te aprecio. Sentí que me apenaría mucho que murieses antes que yo.»

En aquella época, Tosltói menospreciaba el gusto por la renuncia. Más adelante empezó a despotricar contra las lascivias de la carne y a idealizar una cristiana simplicidad campesina. Sus tentativas de castidad fracasaban con cómica frecuencia. ¿Era un farsante, un falso renunciador, o era más bien que no tenía aptitudes y su cuerpo rechazaba la renuncia? Tres decenios más tarde murió en una estación de tren. Sus últimas palabras no fueron: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» ¿El que logró renunciar envidiaba a su homólogo fallido? Hay ex fumadores que rechazan el cigarrillo que les ofrecen, pero dicen: «Expulsa el humo hacia mí.»

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