Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Ella viajaba; trabajaba; se casó. Él le pidió que le enviara un molde de yeso de su mano. Había besado la de verdad tantas veces que besaba una versión imaginaria de la mano real casi en cada carta que le escribía. Ahora podía depositar sus labios en una versión de yeso. ¿Está el yeso más cerca de la piel que el aire? ¿O el yeso convirtió en un recordatorio el amor de él y la piel de ella? Hay una ironía en la petición que hizo: lo normal es que el molde sea el de la mano creativa del escritor; y cuando el molde se hace suele estar ya muerto.

Así se adentraba poco a poco en la vejez, a sabiendas de que ella era -había sido ya- su último amor. Y puesto que se ocupaba de la forma, ¿recordó en esta época a su primer amor? Era un especialista en la materia. ¿Reflexionó que el primer amor modela una vida para siempre? O bien te empuja a repetir el mismo tipo de amor y fetichiza sus componentes; o bien actúa como una advertencia, una trampa, un ejemplo negativo.

Su primer amor lo había vivido cincuenta años antes. Ella había sido una princesa llamada Shajóvskaia. Él tenía catorce años, ella más de veinte; él la adoraba, ella le trataba como a un niño. Esto le tuvo perplejo hasta el día en que descubrió por qué. Ella era ya la amante de su padre.

Al año siguiente de la partida de caza con Tosltói, visitó de nuevo Yásnaia Poliana. Era el cumpleaños de Sonia Tolstói y la casa estaba llena de invitados. Él propuso que cada uno refiriese el momento más feliz de su vida. Cuando le llegó su turno en el juego, anunció, con un aire exaltado y una familiar sonrisa melancólica: «El momento más feliz de mi vida es, por supuesto, el del amor. Es el momento en que tu mirada se cruza con los ojos de la mujer que amas e intuyes que ella te ama también. Me ha ocurrido una vez, quizá dos.» A Tosltói esta respuesta le pareció irritante.

Más tarde, cuando los jóvenes insistieron en bailar, él hizo una demostración de lo que estaba de moda en París. Se quitó la chaqueta, insertó los pulgares en las sisas del chaleco y empezó a dar brincos, levantando las piernas, moviendo la cabeza, y el pelo blanco se le alborotaba mientras todo el mundo daba palmadas y aplaudía; él jadeaba, brincaba, jadeaba, brincaba, hasta que se cayó y se desplomó sobre una butaca. Fue un gran éxito. Tolstói escribió en su diario: «El cancán de Turguéniev. Triste.»

«Una vez, quizá dos veces.» ¿Fue ella la «quizá dos»? Quizá. En su penúltima carta, le besa las manos. En la última, escrita con un trazo trémulo, no le ofrece besos. Escribe, en cambio: «Mis afectos no cambian… y conservaré exactamente el mismo sentimiento por ti hasta el fin.»

El fin llegó seis meses después. El molde de yeso de su mano se encuentra hoy en el Museo del Teatro de San Petersburgo, la ciudad donde él besó por primera vez la original.

Vigilancia

Todo empezó cuando empujé al alemán. Bueno, quizá fuese austríaco -al fin y al cabo, era un concierto de Mozart- y en realidad quizá no empezó entonces, sino años antes. Aun así, es mejor decir una fecha concreta, ¿no creen?

Pues bien: un jueves de noviembre, en el Royal Festival Hall, a las 7.30 de la tarde, Mozart K595, con Andras Schiff, seguido por Shostakóvich 4. Recuerdo haber pensado, cuando me lancé, que Shostakóvich tenía algunos de los pasajes más altos de la historia de la música, y que desde luego era imposible producir un sonido aún más fuerte. Pero me estoy adelantando. Las 7.29: la sala estaba llena, el público era normal. Las últimas personas en entrar venían de beber algo abajo, antes del concierto, por invitación del patrocinador. Ya saben cómo son: Oh, parece que casi son y media, pero vamos a terminar esta copa, hacer un pis y luego subimos corriendo y pasamos por encima de media docena de espectadores hasta nuestros asientos. No hay prisa, tío: el jefe está soltando pasta y el maestro Haitink siempre puede esperar un ratito más en el camerino.

El austrogermano -para ser justo con él- había llegado, como muy tarde, a las 7.23. Era menudo y con una calvicie incipiente, gafas, cuello levantado y una pajarita roja. No vestía exactamente de etiqueta; quizá fuese un atuendo de calle típico de su país de origen. Y era bastante fatuo, pensé, no sólo porque le escoltaban dos mujeres, una a cada lado. Los tres andaban por la treintena, calculo: ya mayorcitos para saber comportarse. «Son buenos asientos», anunció, cuando encontraron sus butacas en la fila de delante. J 37, 38 y 39. Yo estaba en la K 37. Al instante la tomé con él. Dándose pisto ante sus acompañantes por las entradas que había comprado. Supongo que quizá las habría conseguido a través de una agencia, y que estaba aliviado; pero no fue eso lo que dijo, ¿y por qué concederle el beneficio de la duda?

Como digo, el público era normal. El ochenta por ciento, con permiso de día de los hospitales de la ciudad, cuyos pabellones de pulmón y departamentos de otorrinolaringología tenían prioridad para las entradas. Reserva ahora un asiento mejor si tienes una tos que supera los 95 decibelios. Al menos la gente no pedorrea en los conciertos. Yo nunca he oído a nadie echarse pedos, ¿y ustedes? Lo cual me da la razón en parte: si puedes reprimir un extremo, ¿por qué no el otro? Según mi experiencia, recibes más o menos el mismo número de advertencias. Pero la gente, en conjunto, no expele ventosidades estentóreas con Mozart. De lo cual deduzco que se conservan unos pocos vestigios de la fina costra de civilización que nos impide incurrir en una absoluta barbarie.

El allegro de obertura fue bastante bien: un par de estornudos, un caso grave de flema compacta en el centro del patio de butacas que exigía casi una intervención quirúrgica, un reloj digital y no poco manoseo de hojas del programa. A veces pienso que deberían poner instrucciones de uso en la portada de los programas. Por ejemplo: «Esto es un programa. Le informa de la música de esta velada. Puede que le apetezca echarle una ojeada antes de que empiece el concierto. Así sabrá lo que están tocando. Si se entretiene mucho leyéndolo, producirá una distracción visual y cierto grado de ruido ligero, se perderá parte de la música y quizá moleste a sus vecinos, sobre todo al hombre que ocupa la localidad K 37.» En ocasiones el programa contendrá un pequeño texto informativo, vagamente rayano en el consejo, sobre los móviles o el uso del pañuelo para sofocar las toses. Pero ¿alguien hace caso? Es como los fumadores que leen las advertencias sanitarias en un paquete de tabaco. Lo asimilan y no lo asimilan; en cierta medida, no creen que les concierna a ellos. Debe de ocurrir lo mismo con los que tosen. No es que yo quiera parecer demasiado comprensivo; eso sería estar dispuesto a perdonarlos. Y, a título informativo, ¿cuántas veces ves a alguien sacar un pañuelo para amortiguar el ruido? Yo estaba un día al fondo de la platea, en la T 21. El doble concierto de Bach. Mi vecino, en la T 20, de repente empezó a corcovar como si cabalgase a un potro salvaje. Con la pelvis proyectada hacia delante, hurgó frenéticamente en busca de un pañuelo y logró enganchar al mismo tiempo un gran manojo de llaves. Distraído por la caída de las llaves, soltó el pañuelo y el estornudo se disparó en distintas direcciones. Muchas gracias, T 20. Luego se pasó la mitad del movimiento lento mirando las llaves con inquietud. Al final resolvió el problema colocando encima el pie, con lo cual, satisfecho, volvió a centrar la mirada en los solistas. A intervalos, una débil remoción metálica, debajo de su zapato en movimiento, añadía unas notas armónicas a la partitura de Bach.

Concluyó el allegro y el maestro Haitink bajó despacio la cabeza, como autorizando a todos a utilizar la escupidera y hablar de las compras navideñas. J 39 -la vienesa rubia, una asidua consultora del programa y amante de arreglarse el pelo- encontró muchas cosas que decir al señor de cuello alto de la J 38. Él hacía gestos de asentimiento sobre el precio de los suéters o algo parecido. Quizá estaban comentando la finura digital de Schiff, pero preferiría dudarlo. Haitink levantó la cabeza para indicar que era el momento de que concluyera la emisión de cháchara, alzó la batuta para exigir que se acabaran las toses y a continuación se volvió ligeramente, ladeando la oreja para dar a entender que, por lo que a él respectaba, tenía intención de escuchar con suma atención la entrada del pianista. El larghetto, como seguramente saben, empieza con un solo de piano que anuncia lo que quienes se habían molestado en leer el programa habrían comprendido que era una «melodía simple y apacible». Es también el concierto en que Mozart decidió prescindir de trompetas, clarinetes y tambores: en otras palabras, se nos invita a prestar una atención aún mayor al piano. Y entonces, mientras Haitink ladeaba la cabeza y Schiff nos ofrecía los primeros compases serenos, J 39 se acordó de lo que no había terminado de decir sobre suéters.

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