Le miré iracundo, como pueden imaginar.
Pero no puedo decir que todos se mostrasen conciliadores o alicaídos. Los vejetes de raya diplomática, los hijoputas irascibles, los machos acompañados de mujeres vistosas pueden ser peliagudos. Puede que yo ejecute una de mis tácticas y ellos me digan: «¿Quién se ha creído que es?», o: «Váyase a tomar por el culo, ¿quiere?»; cosas así, que se salen del tema, y algunos me miran como si yo fuese el bicho raro y me dan la espalda. Como no me gusta esa conducta y me parece descortés, puede que le dé un pequeño codazo al brazo que sostiene la bebida, para que se vuelvan hacia mí, y si están solos me acerco y digo: «¿Sabes qué? Eres un cabronazo, y no voy a quitarte el ojo de encima.» No les suele gustar que les hablen así. Por supuesto, si hay una mujer presente modero mi lenguaje. «¿Qué se siente?», pregunto, y hago una pausa como si buscara la descripción exacta, «¿siendo una gilipollas absolutamente egoísta?.»
Uno llamó a un acomodador del Festival Hall. Como le vi la intención, fui y me senté con un modesto vaso de agua, me desprendí de mi insignia heráldica y me puse tremendamente razonable. «Cuánto me alegro de que le haya llamado. Estaba buscando a alguien para preguntárselo. ¿Cuál es la política exacta de esta sala respecto a los tosedores persistentes y ruidosos? Es de suponer que al llegar a cierto punto toman medidas para expulsarlos. Si me explicara cómo se cursan las quejas, estoy seguro de que muchos espectadores de esta noche apoyarían de buena gana mi propuesta de que en el futuro no permitan reservar localidades a este, ejem, caballero.»
Andrew sigue pensando soluciones prácticas. Dice que cambie de sala de conciertos y vaya al Wigmore Hall. Dice que me quede en casa a escuchar mis discos. Dice que dedico tanto tiempo a actuar de vigilante que no puedo concentrarme en la música. Le digo que no quiero ir al Wigmore Hall: reservo la música de cámara para más adelante. Quiero ir al Festival Hall, al Albert Hall y al Barbican, y nadie va a impedírmelo. Andrew dice que me compre una entrada de pie o que me siente en las butacas baratas o en el coro. Dice que la gente que ocupa las localidades caras es como la gente -de hecho, es probable que sea la misma- que conduce BMW, Range Rovers y Volvos grandes, puros cabronazos, ¿qué me esperaba?
Le digo que tengo dos propuestas para mejorar el comportamiento. La primera sería instalar focos en el techo, y si alguien hace un ruido que supera un nivel determinado -uno descrito en el programa pero también impreso en la entrada, para que los que no compren el programa estén asimismo advertidos del castigo-, se enciende la luz encima de su asiento y la persona que lo ocupa tendrá que permanecer así, como si estuviera en el cepo, hasta el final del concierto. Mi segunda sugerencia sería más discreta. Se trata de conectar un cable a cada butaca de patio y administrar una pequeña descarga eléctrica cuyo voltaje oscilaría según el volumen de la tos, el resoplido o el estornudo del infractor. Tal como han demostrado experimentos de laboratorio realizados con diferentes especies, este método contribuiría a impedir que los ruidosos reincidieran.
Andrew dijo que, aparte de consideraciones jurídicas, veía dos objeciones principales a mi plan. La primera era que si administras una descarga eléctrica a un ser humano, es muy posible que su reacción consista en producir más ruido del que había hecho antes, lo cual resultaría un tanto contraproducente. Y, en segundo lugar, por mucho que quisiera aplaudir mi método, no podía por menos de señalarme que el efecto práctico de electrocutar a los aficionados a conciertos podría muy bien ser que en lo sucesivo se abstuvieran de comprar entradas. Claro está que si la Filarmónica de Londres tocase ante una sala completamente vacía, no habría, sin duda, el menor ruido externo que pudiese perturbarme. En suma, sí conseguiría mi propósito, aunque, sin más traseros que el mío calentando el asiento, la orquesta quizá necesitase una subvención excepcionalmente elevada.
Andrew puede ser muy provocador, ¿no creen? Le pregunté si alguna vez había intentado escuchar la callada, triste música de la humanidad mientras alguien estaba hablando por un móvil.
– No sé con qué instrumento se tocaría eso -contestó-. Quizá con ninguno concreto. Lo que harías es atar con una cuerda a unos mil espectadores y aplicarles silenciosamente una corriente eléctrica al mismo tiempo que les adviertes que no hagan ruido si no quieren recibir otra descarga aún más fuerte. Oirías una serie de gruñidos y quejidos sordos y una variedad de chirridos mudos; y ésa es la música callada y triste de la humanidad.
– Qué cínico eres -dije-. La verdad es que no es mala idea.
– ¿Cuántos años tienes?
– Deberías saberlo. Te olvidaste de mi último cumpleaños.
– Eso sólo prueba lo viejo que soy yo. Vamos, dímelo.
– Tres años mayor que tú.
– Ergo?
– Sesenta y dos.
– Y corrígeme si me equivoco, pero tú no has sido siempre así.
– No, doctor.
– Cuando eras joven, ¿ibas a conciertos y eras feliz escuchando la música en tu asiento?
– Que yo recuerde sí, doctor.
– ¿Y la cuestión es que los demás se comportan peor ahora o que la edad te ha vuelto más sensible?
– La gente se comporta peor. Eso es lo que me vuelve más sensible.
– ¿Y cuándo notaste este cambio en la conducta de la gente?
– Cuando dejaste de venir conmigo.
– No hablamos de eso.
– No lo hacía. Me has preguntado. Fue entonces cuando empezaron a portarse peor. Cuando dejaste de venir conmigo.
Andrew pensó en esto un momento.
– Lo cual demuestra mi teoría. Sólo empezaste a notarlo cuando empezaste a ir solo. O sea que el problema eres tú, no ellos.
– Pues vuelve a venir conmigo y se resolverá.
– No, no hablamos de eso.
Un par de días después lancé a un hombre escaleras abajo. Había sido especialmente ofensivo. Llegó en el último minuto con una fulana en minifalda; se recostó con las piernas separadas y miró alrededor con innecesarios giros de cabeza; charló y se amarteló en las pausas entre movimientos (el concierto de Sibelius, nada menos); y, por supuesto, pasó todas las páginas del programa. Y después, en el último movimiento, ¿a que no saben lo que hizo? Se inclinó hacia su acompañante y le arrancó dos tonos de violín de la cara interior del muslo. Ella fingió que no se daba cuenta, luego le dio golpecitos en la mano con el programa y él se recostó en la butaca con una sonrisa satisfecha en su cara estúpida y fatua.
En el entreacto me fui derecho hacia ellos. Digamos que él no me dispensó una acogida cordial. Pasó de largo con un simple: «Que te jodan, capullo.» Así que les seguí, primero fuera y luego a la escalera lateral del nivel 2A. Era evidente que tenía prisa. Seguramente quería expectorar, escupir, toser, estornudar, fumar y beber y programar el despertador de su reloj digital para que le recordara que tenía que hacer una llamada por el móvil. Así que le calcé una zancadilla en el tobillo y rodó de bruces medio tramo de escalera. Era un hombre corpulento, y al parecer se hizo sangre. La mujer con la que estaba, que no había demostrado ser más educada, y que se había reído cuando él dijo: «Que te jodan, capullo», empezó a chillar. Sí, pensé, cuando me daba media vuelta, quizá en adelante aprendas a ser más respetuoso con el concierto para violín de Sibelius.
Lo esencial es el respeto, ¿no? Y si no lo tienes, hay que inculcártelo. La verdadera prueba, la única prueba, es si nos estamos haciendo más civilizados o no. ¿No están de acuerdo?
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