Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Se prometió a sí mismo que no comprobaría si ella había rayado aún más los tapacubos. No haría comentarios cuando él bajase la ventanilla y extendiese la mano hacia la ranura de fichas. No diría: «Mira lo lejos que están las ruedas y aun así llego.» Sólo preguntaría cómo estaban los perros, si había habido noticias de los chicos, si ya habían entregado el fertilizante Super Dug.

Pero lamentaba la pérdida de Babs y se preguntó cómo sería llorar la de Pamela. Si ella se iba antes que él, por supuesto.

Había cumplido sus recados. Cuando el tren se acercaba a la estación, miró por la ventanilla precintada con la esperanza de ver a su mujer en el andén.

El reestreno

1. PETERSBURGO

Era una antigua obra suya, escrita en Francia en 1849; prohibida enseguida por el censor, su publicación no fue autorizada hasta 1855. Se estrenó diecisiete años más tarde y se representó cinco míseras noches en Moscú. Ahora, treinta años después de que la escribiera, ella le había telegrafiado pidiéndole permiso para representarla, abreviada, en Petersburgo. Él accedió, aunque con la pequeña objeción de que su invención juvenil había sido concebida para la lectura, no para la escena. Añadió que la obra era indigna de una actriz de tanto talento como ella. Era la clásica galantería, porque nunca la había visto actuar.

Como la mayoría de sus escritos, la obra versaba sobre el amor. Y, al igual que en su vida, en sus escritos el amor era un fracaso. El amor podía o no podía producir bondad, gratificar la vanidad y limpiar la piel, pero no conducía a la felicidad; en el amor había siempre una desigualdad de sentimiento o intención. Tal era su naturaleza. Por supuesto, «funcionaba» en el sentido de que era la causa de las emociones más profundas de la vida, y a él le daba la lozanía de una flor de tilo en primavera y le quebraba como a un traidor la rueda de tormento. Le impulsaba a pasar de una timidez educada a una audacia relativa, aunque algo teórica, tragicómicamente incapaz de emprender una acción. Le enseñó la locura paralizante de la expectación, la desdicha del fracaso, el gemido del arrepentimiento y la tonta afición a rememorar. Conocía bien el amor. También se conocía bien a sí mismo. Treinta años antes, se había expresado a través de Rakitin, el personaje que expone al público sus conclusiones acerca del amor: «En mi opinión, Alexéi Nikoláievich, todos los amores, los felices y los infelices, son un auténtico desastre si te entregas por entero a ellos.» Estos conceptos fueron tachados por el censor.

Había supuesto que ella interpretaría a la protagonista femenina, Natalia Petrovna, la mujer casada que se enamora del tutor de su hijo. Pero ella prefirió el papel de la pupila de Natalia, Veroshka, que, como sucede en las obras de teatro, también se enamora del tutor. La obra se estrenó; él fue a Petersburgo; ella fue a visitarle a su habitación en el Hotel de l’Europe. Había pensado que él la intimidaría, pero descubrió que le cautivaba el «elegante y agradable abuelo» que encontró. La trató como a una niña. ¿Era tan sorprendente? Ella tenía veinticinco años y él sesenta.

El 27 de marzo asistió a una representación de su obra. No obstante haberse escondido en las profundidades del palco del director, le reconocieron y, al final del segundo acto, el público empezó a gritar su nombre. Ella fue a sacarle al escenario; él se negó, pero hizo una reverencia desde el palco. Concluido el tercer acto, fue al camerino de ella, le tomó las manos y la examinó a la luz de gas.

– Veroshka -dijo-. ¿De verdad he escrito esta Veroshka? No le presté mucha atención cuando lo estaba escribiendo. El centro de la obra para mí era Natalia Petrovna. Pero usted es la Veroshka viva.

2. EL VIAJE REAL

¿Se enamoró, entonces, de su propia creación? Veroshka en el escenario bajo los focos, Veroshka fuera de escena bajo la luz de gas, ¿era ahora tanto más valiosa por haberla vislumbrado en su texto treinta años antes? Si el amor, como sostienen algunos, tiene por única referencia a sí mismo, si el objeto del amor carece, a la postre, de importancia, porque lo que los amantes valoran son sus propias emociones, ¿qué mejor retorno al punto de partida que el hecho de que un dramaturgo se enamore de su propio personaje? ¿Quién necesita la interferencia de la persona real, de la ella real bajo la luz del sol, de la farola, del corazón? He aquí una foto de Veroshka, vestida como para ir a la escuela: tímida y atrayente, con ardor en los ojos y una palma abierta que denota confianza.

Pero si esta confusión se produjo, la suscitó ella. Años después escribió en sus memorias: «No interpretaba a Veroshka, oficiaba un rito sagrado… Sentía con toda claridad que Veroshka y yo éramos la misma persona.» Así que debemos ser indulgentes si «la Veroshka viva» fue lo primero que a él le conmovió; lo primero que la conmovió a ella fue quizá otra cosa que no existía: el autor de la obra, desaparecido hacía mucho tiempo, treinta años más tarde. Y recordemos también que él sabía que aquél sería su último amor. Ya era un anciano. Le aplaudían dondequiera que fuese como a una institución, al representante de una época, a alguien cuya obra estaba hecha. En el extranjero le colgaban togas y cintas. Tenía sesenta años y era viejo por elección y también lo era en la realidad. Un año o dos antes, había escrito: «Después de los cuarenta años, sólo hay una palabra que resuma el fundamento de la vida: renuncia.» Ahora tenía la mitad de años más que en aquel aniversario definitorio. Tenía sesenta, y ella veinticinco.

En las cartas, le besaba las manos, le besaba los pies. Por su cumpleaños le envió una pulsera de oro con los nombres de ambos grabados en el interior. «Ahora siento que te amo sinceramente», le escribió. «Creo que te has convertido en una parte de mi vida de la que nunca me separaré.» Son fórmulas convencionales. ¿Eran amantes? Parece que no. Para él era un amor fundado en la renuncia, cuyas emociones consistían en si-hubiera y lo-que-podría-haber-sido.

Pero todo amor necesita un viaje. Todo amor, simbólicamente, es un viaje que precisa encarnarse. Su viaje tuvo lugar el 28 de mayo de 1880. Él estaba en su finca en el campo; la instó a que le visitara allí. Ella no podía: era una actriz en activo o de gira; hasta ella debía renunciar a cosas. Pero tenía que desplazarse de Petersburgo a Odessa, y en el trayecto pasaría por Mtsensk y Oriol. Él consultó el horario para ella. Había tres trenes que salían de Moscú y recorrían la línea Kursk. El de las 12.30, el de las 4 y el de las 8.30: el expreso, el correo y el que paraba en todas las estaciones. Horas respectivas de llegada a Mtsensk: 10 de la noche, 4.30 de la madrugada y 9.45 de la mañana. Había que tener en cuenta la viabilidad del idilio. ¿Debía la amada llegar con el correo o en el equivalente ferroviario del farolillo rojo? La exhortó a tomar el de las 12.30, rectificando que la hora exacta de su llegada era las 9.55.

En esta precisión hay un lado irónico. Él era notoriamente impuntual. Durante una época, llevaba encima sin disimulo una docena de relojes; aun así, llegaba a una cita con horas de retraso. Pero el 28 de mayo, temblando como un muchacho, aguardó el expreso de las 9.55 en la pequeña estación de Mtsensk. La noche había caído. Embarcó en el tren. Había cincuenta kilómetros de trayecto desde Mtsensk a Oriol.

Viajó esos cincuenta kilómetros en el compartimento de ella. La miró, besó sus manos, inhaló el aire que ella respiraba. No se atrevió a besarla en los labios: una renuncia.

O bien lo intentó y ella apartó la cara: vergüenza, humillación. Y banalidad también, a la edad de él. O bien la besó y ella le devolvió los besos con igual ardor: sorpresa y un brinco de miedo. No lo sabemos: el diario de él fue quemado más tarde, las cartas de ella no sobrevivieron. Lo único que tenemos son las cartas posteriores del autor, cuya garantía de fiabilidad radica en que fechan aquel viaje de mayo en el mes de junio. Sabemos que ella viajaba con una compañera, Raisa Alexéievna. ¿Qué hizo Raisa? ¿Fingir que dormía, simular que poseía una súbita visión nocturna para el paisaje oscurecido, esconderse detrás de un libro de Tolstói? Recorrieron cincuenta kilómetros. Él se apeó del tren en Oriol. Ella, sentada en su asiento, le despidió agitando el pañuelo mientras el expreso la llevaba hacia Odessa.

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