¿Eras tan joven como te sentías o tan viejo como aparentabas? El revisor, o inspector o jefe de tren, o como los llamasen ahora, ni siquiera le había mirado. Sólo vio a un ciudadano de edad, con billete de ida y vuelta para una excursión entre semana, y lo consideró sin interés e inofensivo, un agarrado que se llevaba su propio café para ahorrar dinero. Pues era cierto. La pensión ya no cundía tanto como al principio. Hacía mucho que había cancelado la suscripción al club. Aparte de para la cena anual del regimiento, sólo necesitaba ir a la ciudad si los piños le causaban problemas y no se fiaba de la pericia del veterinario local. Era más sensato hospedarse en una pensión cercana a la estación. Si pedías el desayuno completo, jugabas bien tus cartas y te ligabas una salchicha de más, tenías resuelto el día. Hacías lo mismo el viernes y así te las apañabas hasta el momento de volver a casa. De regreso a la base. Me presento a darle el parte, todas las escurrideras presentes y en buen estado, señora.
No, todavía no pensaría en eso. Era su permiso anual. Dos días de licencia. Había ido a cortarse el pelo, como de costumbre. Había llevado a limpiar la chaqueta. Era un hombre ordenado, de expectativas y placeres metódicos. Aunque esos placeres ya no fuesen tan intensos como antaño. Diferentes, digamos. A medida que envejeces, ya no tienes la cabeza de antes para la bebida. No puedes emborracharte como en los viejos tiempos. Así que bebes menos y lo disfrutas más, y acabas tan mamado y ciego como antes. Bueno, el principio era ése. No siempre funcionaba, por supuesto. Y con Babs ocurría lo mismo. Cómo se acordaba de aquella primera tanda, tantos años atrás. Sorprendente que se acordara, teniendo en cuenta su estado etílico. Y otra cosa era que estar mamado y ciego no parecía cambiar nada la prestación del honorable miembro. Tres veces. Eres perro viejo, Jacko. Una vez para saludar; otra para el polvo en serio; y otra más para el viaje de vuelta. Bueno, ¿por qué, si no, vendían los condones en paquetes de tres? Provisión de una semana para algunos tíos, sin duda, pero cuando te has estado reservando como él…
Cierto que ya no podía emborracharse como solía. Y el honorable miembro ya no podía con la maña de las tres cartas. Seguramente bastaba con una, a la edad en que te hacían descuento en los trenes. No había que forzar el corazón. Y la idea de que Pamela tuviera que afrontar algo semejante… No, no tenía intención de forzar la máquina. La espada ceremonial en su vaina, y sólo media botella de champán entre los dos. En los viejos tiempos se despachaban una entera. Tres copas cada uno, una por cada tanda. Ahora sólo la mitad -una oferta especial de aquel abrevadero cerca de la estación- y muchas veces no la terminaban. A Babs le daba ardor de estómago y él no quería estar hecho miga para la cena del regimiento. Hablaban, sobre todo. Algunas veces dormían.
No se lo reprochaba a Pamela. Algunas mujeres dejaban de hacerlo después de la menopausia. Una simple cuestión de biología, no era culpa de nadie. Era sólo la estructura femenina. Montas un mecanismo, el mecanismo produce lo que está programado que produzca -es decir, manufactura de críos: testigos, Jennifer y Mike- y después se para. La vieja madre naturaleza cesa de lubricar las piezas. No es de extrañar, ya que la madre naturaleza es de inequívoca filiación femenina. No es culpa de nadie. Así que él tampoco tenía que culparse. Lo único que hacía era cerciorarse de que su maquinaria estaba todavía operativa. El viejo padre naturaleza todavía lubricaba las piezas. Una cuestión de higiene, en realidad.
Sí, así era. Estaba en paz consigo mismo a este respecto. Nada de evasivas. No podía hablar de este tema con Pam, pero mientras pudieras mirarte de frente en el espejo de afeitar… Se preguntó si los tíos que estaban sentados en el otro lado de la mesa durante aquella cena, un par de años antes, podrían hacerlo. Su modo de hablar. Muchas de las antiguas reglas del comedor habían desaparecido, por supuesto, o se pasaban por alto, y aquellos pitopáusicos que al principio de la cena ponían cara de ratas habían empezado a despotricar del sexo débil antes de que sirvieran el oporto. El mismo les habría metido un puro. En su opinión, el regimiento había reclutado a demasiados huevones en los últimos tiempos. Así que había escuchado a los tres que disertaban como si tuvieran a su disposición toda la sabiduría de los siglos. «El quid del matrimonio está en lo que puedes sacar de él», dijo el cabecilla, y los otros habían asentido. Pero no era esto lo que se le había atragantado. Fue cuando el fulano siguió explicando o, más exactamente, cuando se jactó de cómo había reanudado relaciones con una antigua novia, muy anterior a la época en que conoció a su mujer. «Eso no cuenta», había contestado uno de los listos. «El adulterio preexistente no cuenta.» Jacko tardó un buen rato en caer en la cuenta, y cuando lo hizo no le gustó mucho lo que entendió. Palabras equívocas.
¿El era así cuando conoció a Babs? No, no lo creía. No intentaba fingir que las cosas no eran como eran. No se decía a sí mismo: Ah, es porque estaba mamado y ciego, y: Ah, es porque Pam ahora es así. Tampoco decía: Ah, es porque Babs es rubia y a mí siempre me han ido las rubias, lo cual es extraño, porque Pam es morena, a no ser, claro, que no tenga nada de raro. Babs era una chica maja, estaba allí, era rubia y habían tocado el gong tres veces aquella noche. Sólo había habido eso. Salvo que él la recordaba. La recordaba y al año siguiente la volvió a ver.
Extendió la mano encima de la mesa. Un palmo y dos centímetros, era el diámetro de la escurridera. Pues claro que me acordaré, le había dicho a ella: ¿No pensarás que se me van a encoger las manos en las próximas veinticuatro horas? No, no me metas las piezas en el petate, Pamela, te he dicho que no quiero cargar con ellas hasta la ciudad. Quizá pudiera comprobar hasta qué hora John Lewis estaba abierto por la tarde. Llamarles desde la estación, ir en una escapada esta noche en lugar de mañana. Así ganaría tiempo. Y a la mañana siguiente podría hacer todos los demás recados. Hay que pensar con precisión, Jacko.
Al año siguiente no estaba seguro de si Babs se había acordado de él, pero aun así se alegraba de verle. El había comprado por si acaso una botella de champán, y esto, en cierto modo, había arreglado las cosas. Se quedó toda la tarde, le habló de sí mismo y tocaron el gong otras tres veces. Dijo que le enviaría una postal la próxima vez que fuese a la ciudad, y así habían mantenido en marcha el asunto. Y ahora hacía… ¿cuánto, veintidós, veintitrés años? Le llevó flores el día del décimo aniversario y en el vigésimo una planta en un tiesto. Una poinsetia. Pensar en Babs le daba ánimos aquellas mañanas crudas en que salía a alimentar a las gallinas y a revolver en la carbonera. Ella era -¿qué palabra empleaban ahora?- su oportunidad. Ella había intentado romper una vez -jubilarse, había bromeado-, pero él no la dejó. Había insistido, y casi montaron una escena. Ella cedió y le acarició la cara, y al año siguiente, cuando le envió la postal, estaba muerto de miedo, pero Babs cumplió su palabra.
Claro que habían cambiado. Todo el mundo cambia. Para empezar, Pamela: la partida de los hijos, el jardín, el cariño que había cogido a los perros, el corte de pelo tan al rape como el césped, el que siempre estuviera limpiando la casa. Tampoco es que a él las cosas le pareciesen distintas de como eran antes de que ella se pasara la vida limpiándola. Y ella ya no quería ir a ningún sitio, decía que ya había viajado bastante. Él decía que ahora tenían tiempo libre; pero lo tenían y no lo tenían. La verdad es que tenían más tiempo y hacían menos cosas. Y tampoco estaban ociosos.
Читать дальше