– No conocí a tu marido, por supuesto, pero todo el mundo decía maravillas de él.
– Tom era maravilloso -dijo Merrill-. Fue un matrimonio por amor.
– Era muy popular, me han dicho.
– ¿Popular?
Merrill repitió la palabra como si fuera particularmente inadecuada en aquellas circunstancias.
– Eso decía la gente.
– No hay más remedio que afrontar el futuro -dijo Merrill-. Mirarlo de frente. No hay otro remedio.
Tom le había dicho esto cuando se estaba muriendo.
Más vale afrontar el futuro que el pasado, pensó Janice. ¿De verdad no se habría enterado de nada? Janice recordó de repente lo que había visto desde la ventana de un cuarto de baño: un hombre detrás de un seto que se bajaba la cremallera, una mujer que extendía la mano, el hombre que le empujaba la cabeza, la mujer que se negaba, una discusión como de escena muda mientras el ruido de la fiesta retumbaba en el piso de abajo, el hombre que agarraba a la mujer por el cuello y la empujaba hacia abajo, la mujer que escupía en el chisme del hombre, el hombre que le asestaba un golpe en la coronilla, todo ello en cuestión de unos veinte segundos, como una toma cinematográfica de lascivia y cólera, la pareja que se separa, el héroe de guerra, el casado por amor y el sobón del campus que se cierra la bragueta, alguien que forcejea con la manilla de la puerta del baño, Janice que baja corriendo y que le pide a Bill que la lleve a casa de inmediato, Bill que comenta que ella tiene la cara colorada y hace conjeturas sobre la copa o las copas de más que ha debido de tomarse mientras él no miraba, Janice que le suelta un exabrupto y luego se disculpa. A lo largo de los años, se había obligado a olvidar aquella escena, a desterrarla a la trastienda de la mente, casi como si en cierto sentido ella y Bill fueran los protagonistas. Después, cuando Bill ya había muerto y ella conoció a Merrill, hubo otro motivo para intentar olvidarla.
– La gente decía que no lo superaría nunca. -La expresión de Merrill le pareció a Janice monstruosamente suficiente-. Es verdad. No lo superaré nunca. Fue un matrimonio por amor.
Janice untó de mantequilla una tostada. Por lo menos allí no te la servían ya untada, como en otros sitios. Era otra de las costumbres americanas a las que no conseguía habituarse. Trató de desenroscar la tapa de un tarrito de miel, pero no tenía suficiente fuerza en la muñeca. Luego lo intentó con la mermelada de zarzamora, igualmente sin éxito. Merrill pareció no percatarse. Janice se introdujo en la boca un triángulo de tostada a secas.
– Bill nunca miró a otra mujer en treinta años.
La agresión había brotado en Janice como un eructo. Prefería coincidir con los demás en una conversación y procuraba agradar, pero a veces la tensión resultante la empujaba a decir cosas que le asombraban. No lo que decía, sino el hecho de decirlo. Y como Merrill no respondió, sintió el impulso de insistir.
– Bill nunca miró a otra mujer en treinta años.
– Sin duda tienes razón, querida.
– Cuando murió me quedé desconsolada. Absolutamente. Pensé que mi vida había llegado a su fin. Y así era. Procuro no autocompadecerme, me entretengo; no, supongo que sería más exacto decir que me distraigo, pero sé que es mi destino, en realidad. Tuve una vida y ahora la he enterrado.
– Tom me decía que sólo con verme en la otra punta de una habitación se le alegraba el ánimo.
– Bill nunca olvidó un aniversario de boda. Ni una sola vez en treinta años.
– Tom hacía una cosa de lo más romántica. Íbamos a la montaña, a pasar el fin de semana, y se registraba en el hotel con un nombre falso. Eramos Tom y Merrill Humphrey, o Tom y Merrill Carpenter, o Tom y Merrill Delivio, y nos llamábamos así todo el fin de semana, y él pagaba al contado cuando nos marchábamos. Era… emocionante.
– Bill fingió que se olvidaba un año. No había flores por la mañana, y me dijo que como tenía que trabajar hasta tarde comería un bocado en su despacho. Intenté no pensar en ello, y a media tarde me llamó por teléfono una empresa de taxis para comprobar si podían pasar a recogerme a las siete y media para llevarme al French House. ¿Te imaginas? Hasta había pensado en que me avisaran con un par de horas de tiempo. Y se las había ingeniado para llevarse a escondidas su mejor traje al trabajo, sin que yo me diese cuenta, para cambiarse allí. Qué noche aquélla. Ah.
– Yo siempre hacía un esfuerzo antes de ir al hospital. Me decía: Merrill, por muy afectada que estés, asegúrate de que te ve como algo por lo que vale la pena vivir. Hasta me compré ropa nueva. El decía: «Cariño, eso no te lo he visto nunca, ¿verdad?», y me sonreía.
Janice asintió, imaginando la escena de un modo distinto: el sobón del campus, en su lecho de muerte, ve que su mujer gasta dinero en comprarse ropa para gustar a su sucesor. No bien se le ocurrió la idea, se avergonzó y siguió hablando deprisa.
– Bill me dijo que si había alguna forma de enviarme un mensaje… después…, que la descubriría. Buscaría el modo de ponerse en contacto conmigo.
– Los médicos me dijeron que nunca habían visto a nadie aguantar tanto tiempo. Dijeron que era un valiente. Yo les dije: Sí, hojas de roble y racimos.
– Pero supongo que aunque esté tratando de enviarme un mensaje, quizá yo no reconozca la forma en que me lo envía. Me consuela pensar eso. Aunque la idea de que Bill esté intentando contactar conmigo y vea que yo no comprendo es insoportable.
Ahora empezará otra vez con esa chorrada de la reencarnación, pensó Merrill. Que todos volvemos, transformados en ardillas. Escucha, mi niña, tu marido no sólo está muerto, sino que cuando estaba vivo caminaba con las manos hacia fuera, ¿me sigues? No, probablemente no lo pille. Tu marido era conocido en el campus como el inglesito maricón de las oficinas, ¿te lo digo más claro? Era un moñas, ¿vale? Pero nunca se lo diría a Janice. Una cuestión demasiado delicada. La haría trizas.
Era extraño. Saber aquello daba a Merrill un sentimiento de superioridad, pero no de poder. La inducía a pensar: Alguien tiene que hacerse cargo de ella, ahora que no está el mariconcillo de su marido, y por lo visto tú te has presentado voluntaria, Merrill. Cierto que de vez en cuando te saca de tus casillas, pero Tom habría querido que te ocuparas de que ella saliera adelante.
– ¿Más café, señoras?
– Un poco de té recién hecho, por favor.
Janice esperaba que le ofreciera de nuevo el surtido de English Breakfast, Orange Pekoe o Earl Grey. Pero el camarero se limitó a retirar la miniatura, una tetera para una taza que los americanos, por razones misteriosas, consideraban que era suficiente para el té de la mañana.
– ¿Cómo va la cadera? -preguntó Merrill.
– Oh, ahora mucho mejor. Me alegro muchísimo de que me operasen.
Cuando el camarero volvió, Janice miró la tetera y dijo, con un tono brusco:
– Le he dicho recién hecho.
– ¿Perdón?
– Le he dicho que quería otro té. No le he pedido más agua caliente.
– ¿Perdón?
– Esta -dijo Janice, extendiendo la mano hacia la etiqueta amarilla que colgaba de la tapa de la tetera- es la misma bolsa de antes.
Miró fijamente al joven altanero. Estaba muy enfadada.
Después se preguntó por qué él se habría molestado tanto, y por qué a Merrill le había entrado de pronto una risa histérica, por qué había levantado la taza de café y había dicho:
– A tu salud, querida.
Janice levantó su taza de té vacía y, con un tintineo sordo, sin eco, brindaron.
– Es el hombre indicado para las rodillas. Ella estaba otra vez al volante al cabo de dos días.
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