Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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– Quiere que te quedes con el palenque. El de la iglesia. Es el número cuatro.

– Sé que es el número cuatro. Ahora vete a la cama.

– Axel -dijo ella-. En el tren estaba pensando que nos haremos viejos. Cuanto antes mejor. Creo que las cosas son más fáciles cuando eres viejo. ¿Lo crees posible?

– Vete a la cama.

Solo, encendió otro cigarrillo. La mentira de Barbro era tan absurda que hasta habría podido ser cierta. Pero daba lo mismo. Si era una mentira, entonces la verdad era que había ido, más abiertamente que nunca hasta entonces, a visitar a su amante. ¿Su antiguo amante? Si era verdad, el regalo de Bodén era un pago sarcástico del amante burlón al marido injuriado. El tipo de obsequio que las habladurías adoraban y que nunca olvidan.

A la mañana siguiente daría comienzo lo que le quedaba de vida. Y lo cambiaría, lo cambiaría totalmente, saber que gran parte de su vida hasta entonces no había sido como él creía. ¿Habría recuerdos, una parte del pasado, que subsistirían incontaminados por lo que había sido confirmado aquella noche? Quizá ella tuviese razón y deberían intentar envejecer juntos, y contar, andando el tiempo, con que el corazón se endurece.

– ¿Qué era eso? -preguntó la enfermera. El enfermo empezaba a decir incoherencias. Sucedía a menudo en las fases terminales.

– Lo que se paga aparte.

– ¿Sí?

– El dinero para los disparos.

– ¿Disparos?

– Para producir ecos.

– ¿Sí?

Él forzó la voz al repetir la respuesta.

– Los disparos que producen ecos se pagan aparte.

– Perdone, señor Bodén, pero no sé de qué me está hablando.

– Entonces espero que no lo sepa nunca.

En el funeral de Anders Bodén, su ataúd, de madera de abeto cortada y secada a un tiro de piedra de la encrucijada de la ciudad, fue colocado delante del altar esculpido que habían traído de Alemania durante la guerra de los Treinta Años. El párroco ensalzó al director de la serrería diciendo que era un árbol alto que había sido talado por el hacha de Dios. No era la primera vez que la feligresía oía este símil. Fuera de la iglesia, el palenque número cuatro permanecía vacío en homenaje al difunto. No lo mencionaba en su testamento y su hijo se había trasladado a Estocolmo. Tras las consultas oportunas, se adjudicó el palenque al capitán del barco de vapor, un hombre notable por sus méritos cívicos.

La de cosas que sabes

1

– ¿Café, señoras?

Las dos levantaron la mirada hacia el camarero, pero él ya estaba acercando el termo a la taza de Merrill. Cuando terminó de servir, movió los ojos no hacia Janice, sino hacia la taza de Janice. Ella la tapó con la mano. Seguía sin comprender, al cabo de tantos años, por qué los americanos querían café en cuanto llegaba el camarero. Tomaban café caliente, después zumo de naranja frío y después más café. No tenía ni pies ni cabeza.

– ¿No quiere café? -preguntó el camarero, como si el gesto de Janice hubiera sido ambiguo. Llevaba un delantal de lino verde y el pelo con tanto fijador que se le notaba cada marca del peine.

– Tomaré té. Más tarde.

– ¿English Breakfast, Orange Pekoe, Earl Grey?

– English Breakfast. Pero más tarde.

El camarero se retiró como ofendido y evitando todavía el contacto visual. Janice no estaba sorprendida, y mucho menos dolida. Ellas eran dos ancianas y él seguramente era homosexual. Tenía la impresión de que en América había cada vez más camareros homosexuales, o por lo menos cada vez más abiertamente. Quizá siempre lo habían sido. Al fin y al cabo, debía de ser un buen método de conocer a hombres de negocios solitarios. Esto en el supuesto de que los hombres de negocios solitarios fuesen homosexuales, lo cual reconocía que no tenía por qué ser el caso.

– Me apetece un huevo escalfado -dijo Merrill.

– Un huevo escalfado estaría bien.

Pero que Janice estuviese de acuerdo no significaba que fuese a pedirlo. Para ella era un plato de almuerzo, no de desayuno. Había montones de cosas en aquel menú que para ella tampoco eran de desayuno: gofres, tortitas al estilo casero, halibut del Ártico. ¿Desayunar pescado? No le veía el sentido. Bill solía tomar arenques, pero ella sólo le dejaba tomarlos cuando estaban hospedados en un hotel. Dejan un olor apestoso en la cocina, le decía ella. Y repiten todo el día. Lo cual, en gran medida, aunque no del todo, era un problema de él, pero aun así. Había sido un motivo de cierta fricción entre ellos.

– Bill solía tomar arenques -dijo, con ternura.

Merrill le lanzó una mirada como preguntándose si se habría perdido algún eslabón lógico en la conversación.

– Claro que no conociste a Bill -dijo Janice, como si hubiese sido una incorrección por parte de Bill (de la cual ella ahora se disculpaba) haberse muerto antes de conocer a Merrill.

– Querida -dijo Merrill-, en mi caso es Tom hacía esto, Tom hacía lo otro. Tienes que pararme porque me embalo.

Reanudaron el estudio del menú, una vez acordados más o menos los términos en que iba a transcurrir el desayuno.

– Fuimos a ver La delgada línea roja -dijo Janice-. Nos gustó muchísimo.

Merrill no sabía a quién se refería aquel «fuimos». En cierta época, se habría referido a «Bill y yo». ¿De quién hablaba ella ahora? ¿O era sólo una costumbre? Quizá Janice, incluso al cabo de tres años de viudez, no soportaba volver a emplear el «yo».

– A mí no me gustó -dijo Merrill.

– Oh. -Janice miró de reojo el menú, como si buscara inspiración-. Nos pareció que estaba muy bien hecha.

– Sí -dijo Merrill-. Pero a mí me pareció…, bueno, aburrida.

– No nos gustó Little Voice -dijo Janice, como una concesión.

– Oh, a mí me encantó.

– Si te digo la verdad, sólo fuimos por ver a Michael Caine.

– Oh, a mí me encantó.

– ¿Crees que ha ganado un Óscar?

– ¿Michael Caine? ¿Por Little Voice?

– No, en general, me refiero.

– ¿En general? Yo diría que sí. Al cabo de tanto tiempo.

– Al cabo de tanto, sí. Debe de ser casi tan viejo como nosotras.

– ¿Tú crees?

En opinión de Merrill, Janice hablaba demasiado de la vejez, o al menos de hacerse más viejas. Debía de ser porque era muy europea.

– O si todavía no lo es, pronto lo será -dijo Janice. Las dos lo pensaron y después se rieron. No porque Merrill estuviera de acuerdo, aunque riera la broma. Era lo que pasaba con las estrellas de cine, que se las apañaban para no envejecer al ritmo normal. Tampoco tenía que ver con la cirugía. De algún modo seguían teniendo la misma edad que tenían cuando las viste por primera vez. Ni siquiera te lo creías del todo cuando empezaban a interpretar a personajes más maduros; seguías viéndolos jóvenes, aunque actuasen en papeles de viejos, y a menudo no eran muy convincentes.

Merrill apreciaba a Janice, pero la encontraba un poco anticuada. Se empeñaba en vestirse de gris, de verde claro y beige, y tampoco le favorecían aquellas vetas grises en el pelo. Eran tan naturales que parecían falsas. Por el amor de Dios, hasta aquel pañolón prendido de un hombro, como si lo exhibiera, era de un gris verdoso. Y desde luego no casaba con pantalones, no, en todo caso, con aquéllos. Qué lástima. Podría haber sido mona. No una belleza, por supuesto. Pero mona. Ojos bonitos. Bueno, bastante bonitos. Tampoco hacía nada para realzarlos.

– Es terrible lo que está ocurriendo en los Balcanes – dijo Janice.

– Sí. -Hacía mucho que Merrill ya no leía aquellas páginas del Sun-Times.

– Hay que dar un escarmiento a Milosevic.

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