Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Ella había dicho: «Me gustaría visitar Falun», y lo único que él debería haber respondido era: «La llevaré allí.» Tal vez si ella, en realidad, hubiese dicho, como una de aquellas mujeres imaginarias: «Me encantaría conocer Estocolmo», o: «Por las noches sueño con Venecia», él le habría entregado su vida, comprado billetes de tren a la mañana siguiente, causado un escándalo y, meses más tarde, habría vuelto a casa borracho y suplicante. Pero él no era de esa manera, porque ella tampoco era así. «Me gustaría visitar Falun» había sido una frase mucho más peligrosa que «Por las noches sueño con Venecia».

A medida que pasaban los años y que sus hijos crecían, a Barbro Lindwall la asaltaba a veces una aprensión terrible: que su hija se casaría con el hijo de los Bodén. Aquello sería, a su juicio, el peor castigo del mundo. Llegado el momento, sin embargo, Karin se encariñó de Bo Wicander y no hubo forma de disuadirla. Pronto, todos los hijos de los Bodén y los Lindwall estuvieron casados. Axel se convirtió en un hombre gordo que resollaba en la botica y que en secreto temía envenenar a alguien por error. Gertrud Bodén se volvió canosa y un ataque le paralizó una de las manos con que tocaba el piano. Barbro, por su parte, se arrancaba las canas cada vez con más frecuencia, y al final se las tiñó. Se le antojaba una burla que hubiese conservado su silueta con poca ayuda de la corsetería.

– Tienes una carta -le dijo Axel una tarde. Lo dijo con una voz neutra. Se la entregó. La letra no era conocida, el matasellos era de Falun.

«Querida señora Lindwall, estoy en el hospital de aquí. Hay un asunto del que me gustaría muchísimo hablar con usted. ¿Le sería posible visitarme un miércoles? Atentamente, Anders Bodén.»

Ella entregó la carta a su marido y observó cómo la leía.

– ¿Y bien? -dijo él.

– Me gustaría visitar Falun.

– Por supuesto.

Quería decir: Por supuesto que te gustaría, los rumores siempre han proclamado que eres su amante; nunca lo supe seguro, pero está claro que debería haber intuido lo que significaban tu súbita frialdad y todos estos años de expresión ausente; pues claro, pues claro. Pero ella sólo oyó: «Por supuesto, vete.»

– Gracias -dijo ella-. Iré en tren. Quizá tenga que pasar allí la noche.

– Por supuesto.

Postrado en la cama, Anders Bodén meditaba lo que iba a decir. Por fin, al cabo de todos aquellos años -veintitrés, para ser exactos- habían acabado viendo la escritura del otro. Este intercambio, esta nueva vislumbre mutua, era tan íntimo como un beso. La letra de ella era pequeña, pulcra, de colegiala: no revelaba signos de edad. Pensó por un instante en todas las cartas que habría podido recibir de ella.

Al principio se imaginó que simplemente podría volver a contarle la historia de Mats Israelson, en la versión que había perfeccionado. Así ella, al conocerla, la comprendería. ¿O no? Que él hubiese transportado la historia día tras día durante más de dos decenios no significaba necesariamente que ella se acordarse de algunos fragmentos. Podría pensar que era una treta o un juego, y las cosas quizá se torcieran.

Pero era importante no decirle que se estaba muriendo. Sería cargarla con un peso injusto. Peor aún, quizá la compasión modificara la respuesta de Barbro. Él también quería la verdad, no una leyenda. Dijo a las enfermeras que una prima muy querida iba a visitarle, pero como padecía una debilidad cardíaca, bajo ningún concepto debían informarla de su estado. Les pidió que le recortaran la barba y le peinaran el pelo. Cuando se marcharon, se frotó las encías con unos polvos dentales y deslizó debajo de la sábana su mano incompleta.

Al recibir la carta, a ella le había parecido franca; o, si no franca, al menos indiscutible. Por primera vez en veintitrés años, él le había pedido algo; por consiguiente, su marido, a quien siempre había sido fiel, tenía que concederle el permiso. Lo había hecho, pero a partir de entonces las cosas empezaron a perder claridad. ¿Qué debía ponerse para el viaje? No parecía haber ropa para una ocasión así, que no era una festividad ni un funeral. En la estación, el hombre de la taquilla había repetido «Falun», y el jefe de la estación había lanzado una ojeada a su maleta. Ella se sintió totalmente vulnerable; habría bastado con que alguien la hubiese incitado para que ella empezase a explicar su vida, sus propósitos, su virtud. «Voy a ver a un hombre que está moribundo», habría dicho. «Sin duda tiene un último mensaje para mí.» Tenía que ser eso, ¿no?: que se estaba muriendo. De lo contrario aquello no tenía sentido. De lo contrario, él habría establecido contacto cuando el último de los hijos se hubo marchado de casa, cuando ella y Axel volvieron a ser una simple pareja.

Se registró en el Stadshotellet, cerca del mercado. De nuevo notó que el recepcionista curioseaba su maleta, su estado civil, sus motivos.

– Vengo a visitar a una amiga en el hospital -dijo, aunque no le habían preguntado nada.

En la habitación, miró la cama con aros de hierro, el colchón, el ropero flamante. Nunca había estado sola en un hotel. Allí iban las mujeres, comprendió: cierta clase de mujeres. Sintió que las habladurías la veían sentada sola en una habitación con una cama. Le pareció asombroso que Axel la hubiese autorizado a hacer el viaje. Le pareció asombroso que Anders Bodén la hubiese convocado sin ninguna explicación.

Su estado vulnerable empezó a disfrazarse de irritación. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué la obligaba a hacer él? Pensó en libros que había leído y que Axel desaprobaba. En los libros, se aludía a escenas en habitaciones de hotel. En los libros había parejas que se fugaban…, pero no cuando uno de los dos estaba en el hospital. En los libros había reconfortantes ceremonias nupciales en el lecho de muerte…, pero no cuando los dos estaban aún casados. Entonces, ¿qué iba a ocurrir? «Hay un asunto del que me gustaría muchísimo hablar con usted.» ¿Hablar? Ella era una mujer de mediana edad que le llevaba un tarro de mermelada de camemoro a un hombre al que había conocido un poco veintitrés años atrás. Bueno, a él le correspondía dar un sentido a la cita. Él era el hombre, y ella, yendo a verle, había cumplido su parte. No por azar había sido una respetable mujer casada durante todos aquellos años.

– Ha adelgazado.

– Dicen que me favorece -contestó él, con una sonrisa. «Dicen»: era obvio que se refería a «mi mujer».

– ¿Dónde está su mujer?

– Me visita otros días. -Lo cual sería evidente para el personal hospitalario. Oh, su mujer le visita tales días y «ella» le visita a espaldas de su mujer.

– Pensé que estaría muy enfermo.

– No, no -respondió él, alegremente. Ella parecía muy nerviosa; sí, había que decirlo, un poco como una ardilla de ojos inquietos y saltones. Él, en fin, debía calmarla, sosegarla-. Estoy bien. Me pondré bien.

– Pensé… -Hizo una pausa. No, las cosas tenían que estar claras entre ellos-. Pensé que se estaba muriendo.

– Duraré tanto como cualquier abeto a la orilla del Hökberg.

Sonreía, sentado en la cama. Le acababan de recortar la barba, tenía el pelo peinado a la moda; en definitiva, no estaba agonizando, y su mujer estaba en otra ciudad. Ella aguardó.

– Eso es el tejado de la Kristina-Kyrka.

Ella se volvió, se encaminó a la ventana y miró la iglesia de enfrente. Cuando Ulf era pequeño, ella tenía que darse la vuelta antes de que él le contase un secreto. Quizá Anders Bodén necesitase lo mismo. Así que miró el tejado de cobre que resplandecía al sol y aguardó. Al fin y al cabo, él era el hombre.

El silencio de Barbro y el que le diera la espalda alarmaron a Anders. Aquello no era lo que había planeado. Ni siquiera había conseguido llamarla Barbro, de pasada, como hacía largo tiempo. ¿Qué le había dicho una vez ella? «Me gusta que un hombre me cuente lo que sabe.»

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