Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Las dos mujeres se miraron y la rubia dijo, con un tono despreocupado y seco:

– Mire, abuelo, soy quien usted quiera, ¿vale?

Él se levantó. Miró a las dos furcias. Se explicó, tan despacio que hasta el recluta más bisoño le hubiera entendido.

– Ah -dijo una de ellas-. Se refiere a Nora.

– ¿Nora?

– Bueno, la llamábamos Nora. Lo siento. No, se fue hace unos nueve meses.

Él no había comprendido. Pensó que se referían a que se había mudado. Pero tampoco había comprendido. Pensó que se referían a que había sido asesinada, que había muerto en un accidente de tráfico o algo parecido.

– Era mayorcita -dijo una de ellas, al final, a modo de explicación. Él debió de poner una expresión feroz, porque ella añadió, un poco nerviosa-: No se ofenda. No se lo tome a mal.

Habían abierto el champán. La mujer morena sacó copas que no eran. Él y Babs siempre lo tomaban en vaso. El champán estaba caliente.

– Envié una postal -dijo él-. Una espada ceremonial.

– Sí -respondieron ellas, sin interés.

Apuraron las copas. La morena dijo:

– Bueno, ¿todavía le apetece lo que ha venido a hacer?

Él no se paró a pensarlo. Debió de asentir. La rubia dijo:

– ¿Quiere que yo sea Babs?

Babs era Nora. Fue lo que captó su cerebro. Notó que volvía a enfurecerse.

– Quiero que seas la que eres.

Era una orden.

Las dos mujeres se miraron otra vez. La rubia dijo, con firmeza pero sin resultar convincente:

– Soy Debbie.

Él debería haberse marchado entonces. Debería haberse ido por respeto a Babs, por lealtad a Babs.

El paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla precintada, como todos los años, pero él no le veía una forma. A veces confundía la lealtad a Babs con la lealtad a Pamela. Metió la mano en el petate en busca del termo. Algunas veces -oh, sólo unas cuantas, pero había sucedido- había confundido el follar con Babs con follar con Pamela. Era como si hubiese estado en casa. Y como si hubiese ocurrido en casa.

Había entrado en la que había sido la habitación de Babs. También decorada de nuevo. No logró captar lo que era nuevo, sino sólo lo que ya no estaba. Ella le había preguntado qué quería hacer. Él no había contestado. Ella le cogió dinero y le dio un condón. Él lo sostuvo en la mano. Babs no lo hacía, Babs no lo habría…

– ¿Quiere que se lo ponga, abuelo?

Él le apartó la mano de un manotazo y se bajó los pantalones, y después los calzoncillos. Sabía que no pensaba con claridad, pero parecía la mejor opción, la única. Para eso había ido, en definitiva. Para eso había pagado. El honorable miembro estaba ocultando transitoriamente su luz, pero si le indicaba lo que había que hacer, si le impartía órdenes, entonces… Intuyó que Debbie le miraba, de pie sobre una pierna y con una rodilla apoyada en la cama.

Él se calzó con los dedos el condón en la polla, esperando que así se activaría de golpe. Miró a Debbie, al frutero que le ofrecía, pero no le ayudó. Se miró la polla fláccida, miró el condón arrugado, con su tetina caída e imposible de llenar. Sintió el recuerdo del caucho lubricado en la yema de los dedos. Pensó para sus adentros: Bien, ya está, chico.

Ella había sacado un puñado de toallas de papel de la caja acolchada que había encima de la mesilla, y se las entregó. Él se enjugó la cara. Ella le devolvió una pequeña parte del dinero; sólo un poco. Él se vistió rápidamente y salió a las calles cegadoras. Vagó sin rumbo. Un reloj digital encima de alguna tienda le informó de que eran las tres y doce. Se percató de que aún llevaba puesto el condón.

Ovejas. Vacas. Un árbol peinado por el viento. Un puñetero, estúpido y pequeño campamento de bungalows lleno de gilipollas idiotas que le dieron ganas de gritar y tirar del cordón de alarma o del puto chisme que hubiera ahora en su lugar. Gilipollas como él. Y él regresaba a su propia estúpida y puñetera pequeña casa que tantos años se había pasado remozando. Desenroscó el termo y se sirvió café. Dos días en el termo y estaba helado. En los viejos tiempos solía amenizarlo con el contenido de una petaca. Ahora estaba sólo frío, frío y rancio. Normal, ¿eh, Jacko?

Tendría que darle otra capa de barniz para yates al suelo de la terraza, más allá de las puertaventanas, porque aquellas sillas nuevas de jardín lo dejaban lleno de marcas… En el trastero bastaba una mano de pintura… Tendría que sacar la segadora y llevarla a que le afilasen las cuchillas, aunque era difícil encontrar a alguien que lo hiciera, te miraban y te aconsejaban que comprases uno de esos artilugios con un chirimbolo de plástico anaranjado en lugar de una cuchilla…

Babs era Nora. Él no tenía que ponerse un condón porque ella sabía que él no andaba con otras y ella ya no podía quedarse embarazada. Ella sólo cancelaba por él, una vez al año, su condición de jubilada; te he cogido cariño, Jacko, eso es todo. Un día ella había bromeado sobre el pase de autobús que tenía, y así se había enterado de que era mayor que él; mayor también que Pamela. Una vez, cuando todavía despachaban una botella entera en el curso de una tarde, ella se había brindado a chupársela después de haberse quitado la parte superior de la dentadura, y él se rió pero le pareció asqueroso. Babs era Nora y Nora había muerto.

Los colegas no habían notado ningún cambio en la cena. Mantuvo su disciplina. No hizo ningún feo. «La verdad es que ya no envaso tanto como antes, compadre», había dicho, y alguien soltó una risita, como si fuese un chiste. Se escaqueó temprano y tomó una copa en el Marquis of Granby. No, hoy sólo la mitad. La verdad es que ya no envaso tanto como antes. No se dé por vencido, respondió el camarero.

Se despreciaba por haber fingido con aquella furcia. ¿Todavía le apetece lo que ha venido a hacer? Oh, sí, todavía le apetecía, pero ella no tenía por qué haberlo sabido. Él y Babs no lo habían hecho desde hacía… ¿cinco, seis años? El último o los dos últimos años no habían hecho más que beber el champán a sorbitos. A él le gustaba que ella se pusiera aquel camisón de mamá por el que siempre le tomaba el pelo, que se subiese a la cama con él, apagara la luz y hablase de los viejos tiempos. De cómo habían sido. Uno para saludar, otro ya en serio y otro para el viaje de vuelta. Eras un tigre en aquella época, Jacko. Me dejabas para el arrastre. Me tomaba libre el día siguiente. Qué va. Ah, sí, de verdad. Pues yo nunca… Oh, sí, Jacko, un auténtico tigre.

Ella no quería subir la tarifa, pero el alquiler era el alquiler, y él pagaba por el espacio y el tiempo, quisiera lo que quisiese hacer o dejar de hacer. Era lo bueno de aquella tarjeta de tren para la tercera edad, que ahora podía ahorrar en el viaje. Pero ya no había más «ahora». Era su última visita a Londres. Por el amor de Dios, había queso Stilton y escurrideras en Shrewsbury. La cena del regimiento sería cada vez más una reunión para ver quién no iba, en lugar de quién iba. En cuanto a los dientes, se los arreglaría el veterinario del pueblo.

Los paquetes estaban en la rejilla de arriba. Su lista de recados era una serie de marcas. Pam estaría camino de la estación, quizá ya entrando en el aparcamiento de estancia breve. Siempre entraba de morro en la plaza de parking. No le gustaba meter la marcha atrás, prefería dejarlo para más tarde; o, lo más probable, para que lo hiciera él. Él era distinto. Prefería entrar de culo. Así estabas preparado para salir deprisa. Herencia de la instrucción, suponía: mantenerse en el qui vive. Pamela decía: Últimamente, ¿cuándo hemos tenido que salir deprisa? De todos modos, suele haber cola en la salida. Él decía: Si salimos los primeros no habrá cola. Total, la pescadilla que se muerde la cola. Y etcétera.

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