Nils se sube al último vagón. Detrás de él, un revisor grita algo, las puertas de la estación se abren y salen los otros viajeros.
Al llegar al último peldaño, Nils se vuelve y los mira fijamente en silencio; los viajeros optan por dirigirse a los otros vagones.
El suyo está oscuro y vacío. Nils coloca la maleta en el portaequipajes y se sienta con la mochila a su lado en el asiento de piel junto a la ventana que da al lapiaz. El tren da una sacudida y empieza a moverse pesada y firmemente. Nils cierra los ojos y respira hondo.
El tren vuelve a detenerse con un estridente chirrido. Los vagones permanecen quietos.
Nils abre los ojos, espera. Aún está solo en el vagón.
Pasa un minuto, dos. ¿Qué ocurre?
Fuera alguien da un grito y por fin Nils siente cómo el tren se pone de nuevo en marcha. Toma velocidad poco a poco, y Nils ve pasar la estación y desaparecer tras él. En el vagón hay una corriente de aire frío que le recuerda a la brisa marina de la playa de Stenvik.
Deja caer los hombros lentamente. Apoya la mano sobre la mochila, la abre y se recuesta en el asiento. La velocidad aumenta sin cesar. Se oye el pitido del tren.
La puerta de su compartimento se abre de repente.
Nils vuelve la cabeza.
Entra un hombre corpulento con gorra y abrigo negro de policía con los botones relucientes. Mira a Nils a los ojos.
– Nils Kant de Stenvik -dice el hombre con expresión grave.
No es una pregunta, pero Nils asiente automáticamente.
Se siente clavado al asiento mientras el tren cobra velocidad a través del lapiaz. Un paisaje ocre por la ventanilla, cielo azul. Nils desea detener el tren y saltar, quiere regresar al lapiaz. Pero ahora va muy rápido, los raíles traquetean y el viento silba.
– Bien.
El hombre de uniforme se sienta pesadamente en el asiento de delante en diagonal a Nils, tan cerca que sus rodillas casi se tocan. Alisa los pliegues de su abrigo, abotonado de arriba abajo a pesar del calor. Su frente reluce de sudor bajo el ala de la gorra. Nils lo reconoce, vagamente. Henriksson. Es el policía provincial de Mamas.
– Nils -empieza Henriksson con naturalidad-, ¿vas de viaje a Borgholm?
El otro asiente con la cabeza.
– ¿Vas a visitar a alguien? -pregunta Henriksson.
Nils mueve la cabeza negativamente.
– Entonces, ¿qué vas a hacer?
Nils no responde.
El policía provincial vuelve la cabeza y mira por la ventanilla.
– Bueno, podemos viajar juntos -dice-, así mientras tanto tendremos una pequeña conversación.
Nils no dice nada.
El policía continúa:
– Cuando me han llamado y me han dicho que estabas aquí les he pedido que retrasaran un poco la salida, para que me diera tiempo a llegar a la estación y coger el tren. -Dirige de nuevo la mirada a Nils-. Tenía ganas de hablar contigo, ¿sabes?, sobre tus largos paseos por el lapiaz…
El tren comienza a reducir la marcha de nuevo; están entrando en una de las estaciones entre Marnäs y Borgholm. Tras la ventanilla de Nils pasa una pequeña casa de madera rodeada de manzanos. Le parece oler el aroma de crepes; su madre, la noche anterior, le ofreció crepes recién hechas con azúcar molido.
Nils mira al policía.
– El lapiaz… No tengo nada que decir.
– Yo creo que sí. -El policía provincial saca un pañuelo del bolsillo-. Creo que vale la pena hablar de ello, Nils, es algo que piensan muchos además de yo. La verdad siempre acaba saliendo a relucir.
El policía le mira a los ojos y se seca lentamente el sudor de la cara. Luego se inclina hacia delante.
– Estos últimos días varias personas de Stenvik se han puesto en contacto con nosotros. Han dicho que si queríamos saber quién había disparado su escopeta en el lapiaz, te preguntáramos a ti, Nils.
Éste ve a los dos soldados muertos tendidos en el suelo; recuerda su mirada fija.
– No -dice, y sacude la cabeza.
Le zumban los oídos. El tren se detiene.
– Nils, ¿te encontraste a los extranjeros en el lapiaz? -pregunta el policía, y se guarda el pañuelo.
El tren se detiene con una ligera sacudida. Tras medio minuto empieza a rodar de nuevo.
– Fuiste tú, ¿verdad?
El policía provincial le sostiene la mirada a la espera de una respuesta. Sus ojos le taladran.
– Hemos encontrado los cuerpos, Nils -insiste-. ¿Fuiste tú quien disparó?
– Yo no hice nada -responde él en voz baja, y tantea con los dedos la abertura de la mochila.
– ¿Qué has dicho? -pregunta el policía-. ¿Qué tienes ahí?
Nils no responde.
Las ruedas del tren empiezan a traquetear de nuevo, se oye el pitido del vapor; a Nils le tiemblan los dedos mientras rebuscan en el interior de la mochila, que cae a un lado con la abertura hacia él. Su mano derecha palpa entre la ropa y sus pertenencias.
El otro hombre se incorpora en el asiento, quizá comprende que está a punto de ocurrir algo.
Se oye el aterrorizado pitido del tren.
– Nils, qué tienes…
Los dedos agarran la escopeta recortada en el interior de la mochila. Nils acaricia el gatillo y la escopeta se sacude entre la ropa de la mochila.
El primer disparo destroza el fondo de la mochila, y un enjambre de perdigones desgarra el asiento al lado del policía provincial. Las astillas salpican el techo.
El hombre se sobresalta con el estruendo pero no intenta protegerse.
No tiene a donde ir.
Nils levanta rápidamente la mochila rota y dispara de nuevo, sin mirar adónde. La bolsa se hace pedazos.
El segundo disparo acierta al policía provincial. Su cuerpo es lanzado con tanta fuerza contra la pared que produce un crujido, cae pesadamente a un lado, rueda con la espalda sobre el asiento destrozado por el disparo y se desploma con violencia sobre el suelo del vagón.
Los raíles traquetean; el tren pasa volando por el lapiaz.
El policía está tendido en el suelo junto a Nils y sus brazos se sacuden débilmente. Éste sujeta la escopeta pero suelta la mochila rota y se pone en pie tambaleándose.
Diablos.
«Tomarás el tren a Borgholm», dice su madre dentro de su cabeza.
El plan se ha echado a perder.
Nils mira alrededor y ve cómo el paisaje desfila por la ventanilla.
El lapiaz sigue allí fuera, y el sol.
Vacía la mochila y la ropa destrozada cae; todo apesta a pólvora: calcetines, pantalones, un jersey de lana. Pero hay una pequeña bolsa de toffees al fondo, y el monedero y la petaca de latón con coñac tampoco se han roto. Coge la petaca, le da un rápido trago al tibio coñac y se la guarda en el bolsillo trasero. Se siente mejor.
El dinero, el jersey, la petaca, la escopeta y los toffees. No puede llevarse nada más. Tendrá que dejar la maleta con la ropa.
Nils pasa por encima del cuerpo inmóvil del policía provincial, abre la puerta y sale al espacio entre los vagones. El estruendo es ensordecedor.
El tren circula por el lapiaz. El viento causado por la velocidad le sacude, así que entorna los ojos. A través de una ventanilla ve el interior del vagón de delante; un hombre sentado le da la espalda y se mece al ritmo del tren. El disparo de perdigones ha sido amortiguado por la ropa de la mochila: la máquina traquetea sobre los raíles y al parecer nadie ha oído nada.
Nils abre la puerta lateral; percibe el aroma de la vegetación del lapiaz y ve la grava de la vía pasar a sus pies como un río gris claro. Baja al último peldaño, comprueba que no haya ningún obstáculo en el terraplén y salta.
Intenta correr por el aire y tomar tierra con las piernas en movimiento, pero el impacto le hace perder pie. Las ruedas del tren traquetean; el mundo da vueltas. Se abalanza contra el suelo, se da un fuerte golpe en la frente y se estira lo máximo que puede para no morir aplastado por el tren. Pero el terraplén lo empuja lejos.
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