– ¿Lambert?
– Lambert de Långvik… Lambert Karlsson creo que se llama.
– Querrá decir Lambert Nilsson -corrigió Ljunger-. No hay otro Lambert por aquí.
– Sí…, se llama Nilsson -se apresuró a rectificar Julia.
– Pero Lambert ha muerto -apuntó Ljunger-. Murió hace cinco o seis años.
– Ah.
Julia sintió una repentina decepción, aunque en parte había esperado esa respuesta. Lambert ya parecía viejo esa tarde de los años setenta en que había llegado en su motocicleta para averiguar qué le había ocurrido a su hijo.
– Sven-Olof, su hermano pequeño, aún vive aquí -añadió Ljunger, y señaló detrás de Julia-. Sven-Olof Nilsson. Está en la colina, detrás de la pizzería, donde también vivía Lambert. Sven-Olof vende huevos, así que tendrá que buscar una casa que tenga gallinas en el jardín.
– Gracias.
– Si va a verlo, dígale que ahora es mucho más barato conectarse a la red de agua municipal -añadió Ljunger, y sonrió-. Es el único en todo Långvik que aún piensa que es mejor usar el pozo de su propiedad.
– Se lo diré.
– ¿Es usted cliente del hotel? -preguntó Ljunger, cuando Julia se disponía a marcharse.
– No, pero solía venir a bailar aquí cuando era joven… Vivo en Stenvik. Me llamo Julia Davidsson.
– ¿Es familia del viejo Gerlof? -preguntó Ljunger.
– Soy su hija.
– Vaya -exclamó él-. Pues dele recuerdos de mi parte. Nos ha hecho unos cuantos barcos en botellas para el restaurante. Queríamos encargarle más.
– Se lo diré.
– Stenvik es muy bonito, ¿verdad? -comentó Ljunger-. Tranquilo y apacible, con la cantera cerrada y las casas de campo vacías. -Esbozó una sonrisa-. Aquí hemos optado por otra vía, claro: expandirnos y apostar por el turismo, el golf y las conferencias. Creemos que es la única manera de mantener con vida los pueblos de la costa del norte de Öland.
Julia asintió, no sin cierta vacilación. -Parece que funciona -comentó.
¿Debería Stenvik haber apostado también por el turismo?, se preguntó Julia mientras abandonaba la oficina del hotel y salía al aparcamiento ventoso. Ya nunca se sabría, pues Långvik les había tomado demasiada delantera. En Stenvik nunca se podría construir un hotel en la playa ni una pizzería. La aldea continuaría semidesierta la mayor parte del año y sólo reviviría un par de meses cuando llegaran los veraneantes; y no había nada que hacer.
Pasó ante una pequeña gasolinera junto al puerto, continuó por la calle principal del pueblo y dejó atrás la pizzería.
La calle enfilaba hacia el interior y subía por una ladera; el viento le daba en la espalda. En la cima había una arboleda y tras ella un muro bordeaba el jardín de una casa encalada y un gallinero de piedra con un corral vallado.
No se veía gallina alguna, pero un cartel de madera junto a la verja anunciaba: «SE VENDEN HUEVOS».
Julia se adentró por un camino de desiguales baldosas de piedra caliza. Pasó junto a una bomba de agua pintada de verde y recordó las palabras de Gunnar Ljunger sobre la red de agua municipal.
La puerta de la casa estaba cerrada, pero había un timbre. Tras pulsarlo, no ocurrió nada; pasado un rato se oyó un ruido sordo y a continuación se abrió la puerta. Apareció un anciano, delgado y lleno de arrugas, con un ralo cabello plateado pegado al cráneo.
– Hola -saludó.
– Hola -respondió Julia.
– ¿Vienes por huevos?
El anciano debía de haber interrumpido su almuerzo, pues aún masticaba.
Julia asintió. Buena idea, podía comprar huevos.
– ¿Es usted Sven-Olof? -dijo ella, sin sentir el malestar que experimentaba cada vez que hablaba con una persona nueva.
Quizás había empezado a acostumbrarse a tratar a desconocidos en Öland.
– Sí, sí -confirmó el hombre, y se calzó un par de grandes botas negras de goma que estaban al otro lado de la puerta-. ¿Cuántos quiere?
– Bueno… Media docena será suficiente.
Sven-Olof Nilsson salió de la casa y justo antes de que cerrase la puerta un silencioso gato salió a hurtadillas como una sombra negra detrás de él. No le dedicó a Julia ni una mirada.
– Voy a buscarlos -dijo el hombre.
– Vale -repuso Julia, pero cuando Sven-Olof se encaminó hacia el gallinero ella lo siguió.
Él abrió la puerta verde y entró en el suelo de tierra, y Julia se detuvo en el umbral; allí no había gallina alguna, sólo bandejas con huevos blancos sobre una mesita.
– Voy a coger unos recién puestos -anunció Sven-Olof; abrió una puerta desvencijada y entró en el cuarto de las gallinas.
Julia sintió el olor de las aves y vislumbró estanterías de madera en las paredes, pero apenas había luz, pues las bombillas estaban apagadas. El aire estaba cargado y polvoriento.
– ¿Cuántas gallinas tiene? -preguntó.
– Ahora ya no muchas -respondió Sven-Olof-. Unas cincuenta…, ya veremos durante cuánto tiempo podré conservarlas.
Se oyó un ligero cloqueo en el interior de la habitación.
– Me han dicho que Lambert murió.
– ¿Qué… Lambert? Sí, murió en el ochenta y siete -declaró Sven-Olof desde la oscuridad.
Julia no entendía por qué el hombre no encendía la luz, pero quizá tuviera las bombillas fundidas.
– Conocí a Lambert -explicó Julia-, hace muchos años.
– Vaya -replicó Sven-Olof-. Hay que ver.
No parecía especialmente interesado en escuchar ninguna historia sobre su hermano muerto, pero Julia no tenía más remedio que continuar:
– Fue en Stenvik, donde vivo.
– Vaya -repitió Sven-Olof.
Julia dio un paso hacia él atravesando el umbral en la oscuridad. El aire estaba lleno de polvo y olía a cerrado. Oía cómo las gallinas se agitaban nerviosas cerca de la pared, pero no podía ver si estaban libres o enjauladas.
– Mi madre, Ella, llamó a Lambert -prosiguió-, necesitábamos… Necesitábamos ayuda para encontrar a una persona. Llevaba desaparecida tres días, no había rastro de él por ninguna parte. Entonces Ella empezó a hablar de Lambert. Dijo que él podía encontrar cosas. Dijo que todo el mundo lo conocía por ese don.
– ¿Ella Davidsson? -preguntó Sven-Olof.
– Sí. Llamó y al día siguiente él llegó en una vieja motocicleta de carga.
– Sí, le gustaba ayudar -asintió Sven-Olof, que ahora sólo era una sombra en la habitación. Su voz baja apenas se oía entre el sordo cloqueo de las gallinas-: Lambert encontraba cosas. Soñaba con ellas y luego las encontraba. Cuando la gente se lo pedía también buscaba agua con una varita de zahorí de madera de avellano. Eso era muy apreciado.
Julia asintió con la cabeza.
– Cuando vino a nuestra casa se trajo su propia almohada. Quería dormir en el cuarto de Jens, rodeado de las cosas del niño. Y se lo permitimos.
– Sí, siempre lo hacía así -confirmó Sven-Olof-. Veía cosas en sueños. Gente que se había ahogado y cosas que habían desaparecido. Y acontecimientos futuros, cosas que ocurrirían. Soñó durante varias semanas con el día de su propia muerte. Dijo que le llegaría pronto en la cama de su habitación, a las dos y media de la madrugada, y que el corazón se le pararía y la ambulancia no llegaría a tiempo. Y eso fue lo que pasó, justo el día que él había predicho. Y la ambulancia no llegó a tiempo.
– Pero ¿aquello funcionaba siempre? -preguntó Julia-. ¿Todo coincidía?
– No siempre -dijo Sven-Olof-. A veces no soñaba nada. O no recordaba el sueño; eso pasaba a veces. Y nunca aparecían los nombres; en sus sueños nadie tenía nombre.
– Pero cuando decía algo -insistió Julia-, ¿acertaba siempre?
– Casi siempre. La gente confiaba en él.
Julia dio un par de pasos adelante. Tenía que contárselo.
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