– Yo llevaba tres noches sin dormir cuando su hermano llegó en su motocicleta -musitó-. Pero esa noche tampoco logré dormir. Permanecí tumbada despierta y lo oí acostarse en la cama de la habitación de Jens. Los muelles crujían cuando se movía. Después se hizo el silencio, pero fui incapaz de conciliar el sueño. Cuando se despertó a las siete de la mañana yo estaba sentada en la cocina, esperándolo.
Las gallinas cloqueaban nerviosas a su alrededor, pero Sven-Olof no hizo ningún comentario.
– Lambert había soñado con mi hijo -prosiguió ella-. Lo vi en su mirada cuando entró en la cocina con su almohada bajo el brazo. Me miró, y cuando le pregunté dijo que había soñado con Jens. Parecía triste; estoy segura de que pensaba contar más cosas, pero yo no tuve fuerzas para escucharlo. Le di una bofetada y le grité que se marchara. Mi padre, Gerlof, lo acompañó hasta la motocicleta junto a la verja, y yo me quedé en la cocina llorando y oí cómo se alejaba. -Hizo una pausa y suspiró-. Fue la única vez que vi a Lambert. Lo siento.
El gallinero se sumió en el silencio. Hasta las gallinas se habían calmado.
– Ese niño… -empezó Sven-Olof en la oscuridad-. ¿Se refiere a ese horrible caso que ocurrió? ¿El pequeño que desapareció en Stenvik?
– Era mi hijo, Jens -dijo Julia, que ahora hubiera dado lo que fuese por una copa de vino-. Sigue desaparecido.
Sven-Olof no dijo nada.
– Me gustaría saber… ¿Nunca comentó Lambert nada sobre lo que soñó aquella noche?
– Aquí hay cinco huevos -dijo una voz desde la oscuridad-. No encuentro más.
Julia comprendió que no pensaba responder a más preguntas.
Exhaló un pesado y profundo suspiro.
– No tengo nada -se dijo a sí misma-. No tengo nada.
La vista se le había empezado a acostumbrar poco a poco a la oscuridad, y pudo ver a Sven-Olof inmóvil en medio del gallinero, mirándola, con cinco huevos apretados contra el pecho.
– Lambert tuvo que haber dicho algo, Sven-Olof -insistió ella-. Alguna vez tuvo que decirle algo sobre lo que soñó aquella noche. ¿Qué dijo?
Sven-Olof tosió.
– Sólo habló del niño en una ocasión. -Julia guardó silencio. Contuvo la respiración-. Había leído un artículo en el Ölands-Posten -prosiguió Sven-Olof-. Fue unos cinco años después de lo ocurrido. Lo leímos durante el desayuno. Pero el periódico no contaba nada nuevo.
– Para variar -dijo Julia, cansada-. Nunca había nada nuevo que contar, y sin embargo, han seguido escribiendo sobre el caso.
– Estábamos sentados a la mesa de la cocina y yo había leído el periódico primero -explicó Sven-Olof-. Luego lo cogió Lambert. Y cuando vi que leía el artículo sobre el niño le pregunté qué pensaba. Lambert bajó el periódico y dijo que el niño estaba muerto.
Julia cerró los ojos. Y asintió con la cabeza en silencio.
– ¿En el estrecho? -preguntó.
– No. Lambert dijo que había ocurrido en el lapiaz. Lo habían asesinado en el lapiaz.
– Asesinado -dijo Julia, y un escalofrío le recorrió la piel.
– Lambert dijo que lo había matado un hombre. El mismo día de su desaparición, un hombre lleno de odio lo había matado en el lapiaz. Luego había enterrado al niño en una tumba junto a un muro de piedra.
Reinó de nuevo el silencio. Una gallina aleteó nerviosa en alguna parte junto a la pared.
– Lambert no dijo nada más -concluyó Sven-Olof-. Ni sobre el niño ni sobre el hombre.
«Ningún nombre», pensó Julia. En los sueños de Lambert nadie tenía nombre.
Sven-Olof se movió de nuevo. Salió de la habitación de las gallinas con los cinco huevos en el regazo y miró asustado a Julia, como si temiera que la mujer fuera a pegarle.
Ella suspiró.
– Ahora ya lo sé. Gracias.
– ¿Necesita una caja? -preguntó Sven-Olof.
Julia lo sabía.
Podía intentar convencerse de que Lambert se había equivocado o que su hermano se lo había inventado todo, pero no valía la pena. Lo sabía.
Cuando volvía a casa desde Långvik se detuvo en el camino de la costa sobre la playa desierta, contempló cómo el agua se convertía en espuma en el rompiente y lloró durante diez minutos.
Lo sab í a, y la certeza era terrible. Era como si sólo hubieran pasado unos días desde la desaparición de Jens, como si aún sangraran todas las heridas internas. Ahora comenzaba a aceptar su muerte en su corazón, paso a paso. Tenía que suceder lentamente, para que la pena no la ahogara.
Jens estaba muerto.
Lo sabía. Aun así deseaba ver a su hijo de nuevo, ver su cuerpo. Si no era posible, al menos deseaba saber qué le había ocurrido. Ésa era la razón de su viaje a Öland.
Las lágrimas se secaron con el viento. Después de un rato, Julia se sentó en el sillín de la bicicleta y reanudó su marcha.
Encontró a Astrid, que paseaba el perro junto a la cantera. La mujer invitó a Julia a cenar, y no dijo nada de sus ojos enrojecidos por el llanto.
Le ofreció chuletas de cerdo, patatas cocidas y vino tinto. Julia comió mucho y bebió aún más, más de lo que debería. Pero tras el tercer vaso de vino ya no le resultaba tan duro asumir que Jens llevaba muerto mucho tiempo; sólo sentía un apagado dolor en el pecho. En realidad, después de que pasaran los primeros días sin que el niño diera señales de vida, nunca había habido ninguna esperanza. Ninguna esperanza…
– ¿Así que hoy has estado en Långvik? -preguntó Astrid.
Las reflexiones de Julia se interrumpieron y asintió con la cabeza.
– Sí. Y ayer estuve en Marnäs -dijo rápidamente para evitar pensar en Långvik y en los infalibles sueños de Lambert Nilsson.
– ¿Ocurrió algo allí? -preguntó Astrid, y rellenó el vaso de Julia.
– No mucho -respondió ella-. Estuve en el cementerio; visité la tumba de Nils Kant. Gerlof creía que debería verla.
– Esa tumba, vaya -dijo Astrid, y levantó su vaso de vino.
– Un pregunta… -empezó Julia-. Quizá no puedas responderme, pero esos soldados que Nils Kant mató en el lapiaz… ¿Llegaron muchos a Öland?
– No, que yo sepa -dijo Astrid-. Quizá fueran un centenar los que consiguieron llegar a Suecia por el Báltico, pero la mayoría desembarcó en la costa de Småland. Deseaban volver a casa, claro, o viajar a Alemania. Pero Suecia tenía miedo a Stalin y los devolvieron a la Unión Soviética. Fue una cobardía. Pero seguro que ya has leído todo esto.
– Sí, algo…, pero hace mucho tiempo.
Recordaba vagamente haber estudiado en la escuela algo sobre los refugiados de guerra en Rusia, pero en aquella época a ella no le interesaba especialmente la historia de Suecia o de Öland.
– ¿Qué más hiciste en Marnäs? -quiso saber Astrid.
– Bueno… Almorcé con el policía de allí -explicó Julia-. Lennart Henriksson.
– Vaya -dijo Astrid-. Se trata de un hombre simpático. Y bastante atractivo.
Julia asintió.
– ¿Hablaste de Nils Kant con Lennart? -preguntó Astrid.
Julia negó con la cabeza, recapacitó y dijo:
– Bueno, mencioné que había estado en la tumba de Kant. Pero no hablamos más del asunto.
– Será mejor que no se lo nombres más -aconsejó Astrid-. Se lo toma a mal.
– ¿Se lo toma a mal? -repitió Julia-. ¿Por qué?
– Es una vieja historia -respondió Astrid, y bebió un trago de vino-. Lennart es hijo de Kart Henriksson.
Echó una mirada grave a Julia, como si eso lo explicara todo.
Pero Julia no entendió nada y negó con la cabeza.
– ¿Quién?
– El jefe de policía de Marnäs -explicó Astrid-. O el policía provincial, como se llamaba entonces.
– ¿Y qué hizo?
– Él fue el responsable de detener a Nils Kant por haber disparado a los alemanes -dijo Astrid.
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