– Aquí estamos, Emilio -dijo Bravo-. Éste es el Club.
Habían llegado frente a una casa de altos, de estilo francés, muy sobria, con una placa de bronce que anunciaba, a quien se acercara a mirar las letras con una lupa, que ése era el Club Social fundado en 1910.
– Acá no cualquiera puede entrar -dijo Bravo-, pero vos venís conmigo y sos mi invitado.
En toda sociedad cerrada hay un exterior y un interior, explicaba Bravo mientras subían las altas escaleras de mármol que copiaban otras altas escaleras de mármol de algunos otros edificios iguales en ciudades olvidadas.
– Mi trabajo como cronista social consiste en poner la marca alta y mantener separados a los que están de un lado y a los que están del otro. Mis lectores no pueden entrar y por eso leen el diario. Cómo se pasa de un lado, o, mejor, cómo se salta de un lado a otro, es lo que todos quieren aprender. El finado Durán, un mulato, un negro en realidad, porque acá en la provincia no hay mulatos, o sos negro o sos blanco. Bueno, él, negro y todo, al final pudo entrar.
Para ese entonces ellos también habían entrado en el salón. Bravo había ido saludando a los conocidos mientras cruzaban la barra del bar y se instalaban en una mesa a un costado, cerca de los ventanales que daban al jardín.
– Todos dicen ahora que Tony traía un montón de plata. Pero nadie pudo explicar para qué la había traído ni qué estaba esperando. Los norteamericanos pueden entrar la plata que quieran en este país sin declararla ni nada. Lo arreglaron los militares en la época del general Onganía -le dijo como si fuera una confesión personal-. Capital líquido, inversiones extranjeras, lo consideran legal. ¿En El Mundo , quién hace Economía?
– Ameztoy -dijo Renzi-. Según él, Perón está vendido a las empresas europeas.
Bravo lo miró asombrado.
– ¿Europeas? -comentó-, pero eso es del tiempo de ñaupa. -Como todos en la provincia, se dio cuenta Renzi luego de sus conversaciones y entrevistas de ese día, usaba deliberadamente palabras arcaicas y fuera de uso para ser más auténticamente gente de campo-. Esa libertad de tráfico de divisas la pusieron los norteamericanos como condición de las inversiones y ahora sirve para traficar en negro con las cosechas.
– Y eso era lo que hacía Durán -dijo Renzi-. Traficar con plata.
– No sé, eso dicen. No me vayas a citar a mí como fuente, Emilio, yo soy la conciencia social del pueblo. Lo que yo digo es lo que todos piensan pero nadie declara. -Hizo una pausa-. Sólo el esnobismo permite sobrevivir en estos lugares. -Y explicó las razones por las que había sido aceptado en ese ambiente selecto.
Bravo parecía un viejo de treinta años; no es que hubiera envejecido, la vejez era parte de su vida, tenía la cara cruzada de cicatrices porque se había cortado el rostro en un accidente de auto. Había sido un excelente jugador juvenil de tenis, pero su carrera se había interrumpido luego de ganar un torneo juniors en el Law Tenis de Viña del Mar y no se había repuesto nunca de las expectativas frustradas. Tenía tanto talento natural para jugar al tenis que lo llamaban el Manco -como a Gardel lo llaman el Mudo- y, como todo hombre de talento natural, cuando perdió ese don -o ya no pudo emplearlo- quedó convertido en una especie de filósofo espontáneo que miraba el mundo con el escepticismo y la lucidez de Diógenes en el tacho de basura. No había hecho nada con el don que había recibido, salvo ganarle la final de ese torneo juvenil en Chile a Alexis Olmedo, el tenista peruano que años después iba a ganar en Wimbledon. Bravo tuvo que retirarse del circuito antes de entrar en él, por una extraña lesión en la mano derecha que le impidió jugar; así empezó su decadencia y su vejez. Volvió al pueblo y su padre, rematador de hacienda, le consiguió un puesto en el diario como cronista de Sociales porque todavía tenía el aura de haber jugado al tenis en los courts en una época en la que el deporte blanco era sólo practicado por las clases altas.
– Nadie puede imaginar -le dijo luego a Renzi cuando ya habían tomado varias copas y estaban en la etapa de las confesiones sinceras- lo que es tener talento para hacer algo y no poder hacerlo. O al menos imaginar que uno tiene talento para hacer algo y sin embargo no puede hacerlo.
– Ya sé -dijo Renzi-. Si se trata de eso, la mitad de mis amigos (y yo mismo) padecemos ese mal.
– No puedo jugar al tenis -se quejó Bravo.
– En general mis amigos tienen tanto talento que ni siquiera les hace falta hacer nada.
– Entiendo -dijo Bravo-. Mirá cómo serán de esnobs acá que a mí me consideran uno de ellos porque entrené con Rod Laver. -Se quedó quieto esperando la sonrisa de Renzi. Deliraba un poco, gracias al whisky gratis que le servían en el Club-. A veces, cuando preciso plata -dijo de pronto-, me voy a jugar a la paleta contra los paisanos que no me conocen y siempre les gano. No hay nada más diferente a una cancha de tenis que un frontón de paleta vasca, pero la clave sigue siendo ver la pelota y la vista no la he perdido y puedo jugar de zurda, con la mano atada. En Cañuelas le gané a Utge -dijo como si le hubiera ganado un concurso de poesía a William Shakespeare.
Después de una pausa le fue contando a Renzi, como si necesitara seguir con las confidencias, que a veces le parecía que sentía el sonido limpio de la pelota al rozar el fleje, pero hacía tanto tiempo de su experiencia en las canchas que tardaba en identificar el sonido que todavía lo emocionaba.
Renzi volvió a pensar que el tipo desvariaba un poco, pero estaba acostumbrado, porque era habitual el desvío hacia el delirio en los periodistas cuando hablaban para no decir nada. Confidencias personales y noticias falsas, ése era el género.
– No sabés los negocios que están haciendo los militares antes de irse… -dijo de pronto Bravo-, van a vender hasta los tanques de guerra. Acá están seguros de que Perón vuelve y que los soldados se van a los cuarteles. Y están haciendo todos los arreglos que pueden antes de que se dé vuelta la tortilla. Hablando de eso, ¿qué querés comer? Aquí hacen una tortilla a la española que no la vas a encontrar en Buenos Aires.
Bravo pidió más whisky, pero como Renzi tenía hambre aceptó la propuesta y pidió una tortilla de papas y una botella de vino.
– ¿Qué vino prefiere el señor? -le dijo un mozo con cara de pájaro que lo miraba con una rara mezcla de distancia y desprecio.
– Tráigame una botella de Sauvignon Blanc -dijo Renzi-. Y un balde de hielo.
– Por supuesto, señor -dijo el mozo con los modales de un idiota que se creía hijo del conde Orloff.
Bravo prendió un cigarrillo y Renzi vio que le temblaba la mano derecha. La tenía un poco deformada, con una fea protuberancia en la muñeca. Le pareció que usaba la mano derecha como si se obligara a hacerlo, como si todavía estuviera en terapia de recuperación. Renzi imaginó las máquinas eléctricas con tientos y grampas metálicas donde se pone la mano para que se estiren los nervios y las articulaciones.
– ¿Te imaginás lo que es hacer Sociales en un pueblo como éste? Te pasan las noticias por teléfono antes de que las cosas sucedan, si no les prometés que las vas a escribir, no hacen nada. Primero se aseguran la noticia y después vienen los hechos -le dijo Bravo-. En este club se arregla todo. Aquella del fondo, en la mesa redonda, es una de las hermanas Belladona.
Renzi vio a una muchacha pelirroja, alta y arrogante, que se inclinaba con gesto distraído a hablar con uno de esos hombres de cabeza muy chica, que tienen siempre algo siniestro, como si el cuerpo terminara en una cara de víbora. Era el fiscal. Renzi lo había visto en la televisión. La muchacha hablaba recostada contra el respaldo de la silla y tenía la palma de la mano izquierda apoyada entre los pechos como si quisiera abrigarse. Está sin corpiño, pensó Renzi, las mejores tetitas del campo argentino. La vio negar sin sonreír y anotar algo en un papel y después despedirse con un beso rápido y alejarse hacia las escaleras que llevaban a la planta baja con un paso seguro y seductor.
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