El depósito era un subsuelo amplio de casi cincuenta metros de largo, con techos abovedados y piso de baldosas. Había sillas en un costado, cajas en otro, había camas, colchones, retratos. ¿Había un orden? Un orden secreto, casual. No debía ver sólo el contenido, sino la forma en que se organizaban los objetos. Había sillones, había lámparas, había valijas al fondo. ¿Dónde podía esconder el bolso alguien que acababa de subir en un montacargas apolillado? Al salir del pozo estaría medio encandilado, urgido por volver a subir -tirando de la roldana y de las sogas- al cuarto donde estaba el cadáver para salir por la puerta, como habían dicho los testigos. ¿Fue así? Seguía las imágenes que se le presentaban como un jugador que apuesta contra la banca y nunca sabe qué baraja viene pero apuesta como si lo supiera . Croce se sintió de pronto cansado y sin fuerzas. Una aguja en un pajar . Quizá la aguja ni siquiera estaba en el pajar. Y sin embargo tenía la extraña convicción de que iba a encontrar la huella. Tenía que pensar, seguir un orden, rastrear lo que buscaba en medio de la confusión de los objetos abandonados.
El comisario Croce manipula evidencias . Ése era el título catástrofe de El Pregón , al día siguiente. Y transcribía una información que no tendría que haberse hecho pública, referida a cuestiones de la investigación protegidas por el secreto del sumario. Fuentes acreditadas aseguran que el comisario Croce volvió al Hotel Plaza en horas de la noche, bajó al depósito de objetos perdidos, y salió de allí con unos bultos que pueden formar parte de la pesquisa . Cómo se había filtrado la noticia, por qué habían presentado los hechos de ese modo, eran cuestiones que ya no preocupaban a Croce. Declaraciones exclusivas del fiscal general Doctor Cueto , decía el diario. Una entrevista, fotos. El fiscal Cueto le estaba armando campañas de prensa desde el momento en que se hizo cargo de la fiscalía. Croce -según había escrito el escriba principal del diario, un tal Daniel Otamendiera la bête noire de Cueto. Recién me entero de que tengo un rival tan interesado en mi persona, había comentado Croce.
No estaba interesado, sólo quería sacarlo del medio y sabía que la clave era recurrir al periodismo para desacreditarlo. Según el fiscal, Croce era un anacronismo. Cueto quería modernizar a la policía y trataba a Croce como si fuera un policía rural, un sargento a cargo de la partida. Tenía razón. El problema era que Croce resolvía todos los casos.
El comisario no se dejó intimidar por los titulares catastróficos del diario, pero estaba preocupado. La noticia del asesinato de un norteamericano en la provincia de Buenos Aires había tomado carácter nacional. Los periodistas se contagiaban y entonces, como una filtración de agua en el techo del rancho, empezaban a llover las novedades.
Esa misma mañana había llegado al pueblo, según decían, un periodista de Buenos Aires. Era el enviado especial del diario El Mundo , y bajó del ómnibus que venía de Mar del Plata con cara de dormido y fumando, vestido con una campera de cuero. Dio algunas vueltas y al final entró en el almacén de los Madariaga y pidió un café con leche con medialunas. Le impresionó el tazón blanco y redondo y la leche espumosa y las medialunas finitas, de grasa. Cuando alguien que no era de la zona llegaba al pueblo, se le hacía una suerte de vacío a su alrededor, como si todos lo estuvieran estudiando, así que desayunaba solo en un costado, cerca de la ventana enrejada que daba al patio. El joven parecía sorprendido y alarmado. Al menos daba esa sensación, porque se cambió dos veces de lugar y se lo vio conversar con uno de los parroquianos, que se inclinó y le hizo señas y le mostró el Hotel Plaza. Luego, desde la ventana del almacén se vio llegar el coche de la policía.
Croce y Saldías estacionaron el auto y bajaron a la calle, bordearon la plaza seguidos también ellos respetuosamente hasta la puerta de El Pregón por la misma pequeña corte de curiosos y de chicos que había llevado al forastero hasta el bar.
Todos esperaban un escándalo en el diario, pero el comisario entró tranquilo en la redacción, se sacó el sombrero, saludó a los empleados y se detuvo frente al escritorio de Thomas Alva Gregorius, el director miope que usaba una gorra tejida -las famosas gorras de lana Tomasito- porque se estaba quedando pelado y eso lo deprimía. Había nacido en Bulgaria, así que su castellano era muy imaginativo y escribía tan mal que sólo permanecía en el diario porque era el brazo derecho de Cueto, que lo manejaba como si fuera un muñeco.
El diario estaba en el primer piso del antiguo edificio de la Aduana Seca, una sala amplia, ocupada por la telefonista, la secretaria y dos redactores. Croce se acercó al escritorio de Gregorius.
– ¿Quién le cuenta esos cuentos, a usted, che?
– Información confidencial, comisario. Lo vieron bajar al sótano y salir con unos bultos, es un hecho, y yo lo escribo -concluyó Gregorius.
– Necesito unas fotos del archivo del diario -dijo Croce.
Quería consultar los diarios de unas semanas atrás y Gregorius fue derecho a la mesa de la secretaria y lo autorizó. La secretaria miró al miope y éste la miró a ella desde sus anteojos de ocho dioptrías y le hizo un gesto de complicidad.
Croce se retiró hasta un mostrador en el fondo de la redacción y abrió los diarios hasta encontrar el que buscaba y observó con una lupa el detalle de una de las páginas. Era una foto de las cuadreras de Bolívar. Tal vez buscaba datos y confiaba en que una instantánea le permitiera ver lo que no había visto mientras estaba ahí. Nunca vemos lo que vemos, pensó. Después de un rato, se levantó y habló con Saldías.
– Fijate si conseguís el negativo de esta foto en el laboratorio. Hablá con Marquitos, él archiva todas las fotos que saca. Quiero el negativo para esta tarde. Hay que ampliarla. -Hizo un círculo con el dedo en una cara-. Doce por veinte.
En ese momento entró en el diario el periodista de Buenos Aires. Parecía medio dormido, pelo crespo, anteojos redondos. Desde las inundaciones grandes del 62 no había venido al pueblo ningún periodista de un diario de Buenos Aires. Se acercó al escritorio, habló con la secretaria y ésta lo mandó a la oficina del director. Gregorius lo esperaba en la puerta, con una sonrisa de simpatía.
– Ah, usted es el enviado de El Mundo -le dijo Gregorius, servicial-. Entonces usted es Renzi. Venga, pase. Siempre leo sus notas. Un honor…
Otro clásico chupamedias de pueblo, pensó Renzi.
– Sí, claro… qué tal, qué dice… Quería pedirle una máquina de escribir y la teletipo para mandar las notas, si se da el caso.
– Así que vino por la noticia.
– Estaba en Mar del Plata y me mandaron porque estaba cerca. Y en esta época del año está todo tan planchado. ¿Qué es lo que pasa?
– Mataron a un norteamericano. Fue un empleado del hotel. Está todo resuelto pero el comisario Croce es un empecinado y un loco y no se convence. Tenemos todo: el sospechoso, el móvil, los testigos, el muerto. Falta la confesión. El comisario ese de ahí -dijo Gregorius, y le hizo un gesto hacia la mesa donde Croce y Saldías miraban la foto del diario-. El comisario, digo, el otro es su ayudante, el principal Saldías.
Croce levantó la cara con la lupa en la mano y miró a Renzi. Una extraña llamarada de simpatía ardía en la cara flaca del comisario. Se miraron sin hablar y el comisario pareció atravesar a Renzi con la mirada, como si estuviera hecho de vidrio, para posarse, despectiva, en Gregorius.
– Che, Gregorio, necesito una ampliación de esta foto -dijo en voz alta-, se la dejo a Margarita.
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