– Mira de un modo raro.
– Tiene un ojo de vidrio, lo perdió jugando al polo… -Bravo subió al auto y se asomó por la ventanilla-. ¿Querías hacerlo picar? Mirá que es un tipo peligroso.
– Me vengo pasando tipos peligrosos por las pelotas desde que tengo memoria.
Bravo tocó la bocina en signo de saludo o de desaprobación, y arrancó hacia la ruta. Vivía en las afuera, en un barrio residencial, en lo alto de los cerros.
Renzi siguió solo, disfrutando el fresco de la noche. El camión de la municipalidad regaba la calle vacía, asentando el polvo. Había olor a tierra mojada, todo estaba tranquilo y en silencio. Muchas veces al viajar en un ómnibus de larga distancia había querido bajarse en un pueblo cualquiera en medio de la ruta y quedarse ahí. Ahora estaba en uno de esos pueblos y tenía una sensación extraña, como si hubiera dejado en suspenso su vida.
Pero su vida no estaba en suspenso. Cuando llegó al cuarto y empezó a desnudarse, sonó el teléfono. Era una llamada de Julia desde Buenos Aires.
– Terminala, Emilio -le dijo cuando él levantó el tubo-, todos me buscan a mí para preguntar por vos. ¿Dónde te metiste? Tuve que llamar al diario para localizarte y mirá la hora que es. Te llegó a casa una carta de tu hermano.
Mientras le explicaba que estaba trabajando en un pueblo piojoso de la provincia de Buenos Aires y que no podía pasar a buscar la carta, se dio cuenta de que Julia no le creía y lo dejaba colgado en medio de la charla y le cortaba la comunicación. Seguro pensaba que le estaba mintiendo, que se había escapado con alguna loca y se había metido en un hotel.
Varios amigos le habían dicho que ella decía que él se estaba hundiendo. Después de la muerte de su padre, sobre la que no quería abrir juicio, había decidido separarse de Julia pero no había cambiado la dirección y lo seguían buscando en la casa de su ex mujer. Le hubiera gustado ser como Swann, que al final descubre que se ha consumido por una mujer que no valía la pena. Pero seguía tan unido a Julia que seis meses después de haberla dejado le alcanzaba con escuchar su voz para sentirse perdido. Quería muchísimo más a Julia que a su padre, pero la comparación era ridícula. Por el momento estaba tratando de no establecer relaciones entre acontecimientos diferentes. Si conseguía mantener aisladas todas las cosas, estaba salvado.
Miró la plaza por la ventana. En la calle vio al perro que caminaba ladeado, dando pequeños saltos; se paró bajo la luz del farol de la esquina. Según Bravo, ése era el perro del comisario. Lo vio levantar la pata para mear y luego sacudirse la pelambre amarilla como si estuviera empapado. Renzi bajó la cortina y se acostó a dormir y soñó que asistía al entierro de Tony Durán en un cementerio de Newark. En realidad era el cementerio de Adrogué, pero estaba en Nueva Jersey y había viejas lápidas y tumbas cerca de la vereda del otro lado de una reja de hierro. Un grupo de mujeres y de mulatos lo despedían con solemnidad. Renzi se acercó a la fosa abierta en la tierra y vio bajar el cajón de plomo sellado que brillaba al sol. Tomó un terrón de tierra y lo arrojó a la tumba abierta.
– Pobre hijo de puta -dijo Renzi en el sueño.
Cuando se despertó no recordó el sueño pero recordaba que había soñado.
Cuando Croce hizo publicar en los diarios de la zona la foto borrosa de un desconocido con una orden de captura, nadie entendió muy bien qué estaba pasando. Incluso Saldías empezó a expresar tímidamente sus dudas. Había pasado de la admiración ciega a la inquietud y a la sospecha. Croce no le hizo caso y lo dejó inmediatamente de lado; desdeñoso, le pidió que se dedicara a redactar un nuevo informe con las nuevas hipótesis sobre el crimen.
Entonces el fiscal Cueto ocupó el centro de la escena y empezó a tomar decisiones con la intención de frenar el escándalo. Opinó que las hipótesis de Croce eran descabelladas y buscaban entorpecer la investigación.
– No sabemos qué significa ese presunto sospechoso que Croce anda buscando. Nadie lo conoce por acá, nunca tuvo relaciones con el muerto. Estamos viviendo tiempos caóticos, pero no vamos a permitir que un policía cualquiera ande haciendo lo que se le ocurra.
Enseguida ordenó a la policía provincial que trasladaran a Yoshio a la cárcel de Dolores, por seguridad, según dijo, mientras le abría el proceso. No se había encontrado el arma homicida, pero había testigos directos del hecho que situaron al acusado en el lugar y a la hora en que se cometió el crimen. Hizo todo lo que había que hacer para cerrar el caso y caratularlo como crimen sexual. En voz baja y a quien quisiera escucharlo, Cueto aseguraba que el comisario ya no era de confiar y había que sacarlo del medio. Mientras, Croce andaba como siempre por el pueblo y esperaba noticias. Nadie sabía bien qué estaba pensando, ni por qué se le había dado por decir que el culpable no era Dazai.
A la hora de la cena, una noche, Renzi se lo encontró en el almacén de los Madariaga. Sentado en un costado, cerca de la ventana, Croce comía un bife de cuadril con papas fritas. Mientras comía hacía dibujitos, con un lápiz, en el mantel de papel. De vez en cuando se quedaba con la mirada perdida en el aire y un vaso de vino en la mano.
En su trabajo ocasional como cronista de policiales Renzi había conocido a varios comisarios, la mayoría eran matones sin moral que sólo querían el cargo para voltearse a todas las mujeres (sobre todo a las putas) y entrar en todas las transas posibles, pero Croce parecía distinto. Tiene el aire tranquilo de un paisano en el que se puede confiar, pensó Renzi, que se acordó de pronto de la opinión de Luna, el director del diario, sobre los comisarios de policía.
«¿A quién no le gusta ser comisario?», le había dicho una noche el viejo Luna. «No seas ingenuo, nene. Ellos son los verdaderos tipos pesados. Tienen más de cuarenta años, ya han engordado, ya han visto todo, tienen varios muertos encima. Hombres muy vividos, con mucha autoridad, que pasan el tiempo entre malandras y punteros políticos, siempre de noche, en piringundines y bares, consiguiendo la droga que quieren y ganando plata fácil porque todos los adornan: los pasadores de juego, los comerciantes, los mafiosos, los vecinos. Ellos son nuestros nuevos héroes, querido. Van siempre calzados, entran y salen, arman bandas, tiran abajo todas las puertas. Son los especialistas del mal, los encargados de que los idiotas duerman tranquilos, le hacen el trabajo sucio a las bellas almas. Se mueven entre la ley y el crimen, vuelan a media altura. Mitad y mitad, si cambiaran la dosis no podrían sobrevivir. Son los guardianes de la seguridad y la sociedad les delega la función de ocuparse de lo que nadie quiere ver», le decía Luna. «Hacen política todo el tiempo, pero no se meten en política, cuando se meten en política es para tirar abajo a algún muñeco de nivel medio, intendentes, legisladores. No van más arriba. Como son héroes clandestinos, están siempre tentados de meterse ellos también pero jamás lo hacen porque si lo hacen están listos, se vuelven demasiado visibles», le dijo Luna aquella noche cenando en El Pulpito mientras lo instruía, una vez más, sobre la vida verdadera. «Hacen lo que tienen que hacer y persisten más allá de los cambios, son eternos, están desde siempre…», dudó un momento Luna, se acordó Renzi, «desde la época de Rosas que hay comisarios de policía que son famosos, a veces pierden, como todo el mundo, los matan, los pasan a retiro, los mandan presos, pero siempre hay otro que ocupa ese lugar. Son malevos, querido, pero en ellos la dimensión del mal es mínima comparada con quienes les dan las órdenes. Un policía habla directo, va de frente, pone la cara», había concluido Luna, «así que no te hagas el loco y escribí lo que ellos te digan…» Le voy a hacer caso, pensó Renzi, que se había acordado de los consejos del viejo Luna cuando vio que Croce lo llamaba con un gesto.
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