– Pasó hace tiempo -dijo Bravo, y empezó a contar-. Cueto tuvo una de las primeras Harley Davidson que entraron en la Argentina y cuando llegó con esa máquina al pueblo, Ada Belladona sólo quería que la llevara a pasear en moto. Salió con ella a dar una vuelta por la plaza y enseguida tuvieron un accidente. Ada se quebró una pierna y Cueto salió ileso. Siempre decía que para manejar una moto lo fundamental era saber caer. Tenía esa teoría. Los atletas, decía, deben primero aprender a caer. Le preguntó antes de subir y ella le dijo que sabía caer, pero la moto rozó uno de los canteros de la plaza y se arrastró como cincuenta metros sobre la pierna de la chica. Por casualidad no quedó inválida, la enyesaron desde la cadera hasta la punta de los dedos. Un trabajo de artistas, creo que encontraron a un escultor, Aldo Bianchi o uno de ésos, decía ella, y mostraba el yeso que terminaba en una especie de aleta. Tenía la forma estilizada de la cola de una sirena y se apoyaba ahí. Era increíble, tan delirante como Cueto, la chica, la enloquecía bailar, y una noche de verano fueron a Mar del Plata, a Gambrinus. ¿Qué te ha pasado, estás bien?, le preguntaban. Ella decía que se había aplastado la pierna andando a caballo. Se levantaba una y otra vez para bailar. Clavaba en el suelo la pierna blanca y nítida, con esa forma de cola de pescado, y el resto del cuerpo giraba alrededor del yeso, como si fuera el capitán Ahab. [16]
Le gustó cómo contaba esa historia, era evidente que la había contado tantas veces que la había ido puliendo hasta dejarla lisa como un canto rodado. Claro que siempre se podía mejorar una historia, pensó Renzi distraído, mientras Bravo había pasado a otra cosa y retomaba las conjeturas sobre Durán. Pensaba que Tony se había acercado a las hermanas Belladona sólo para tener acceso al Club Social. Con ellas podía entrar, solo no lo hubieran dejado.
– Hubiese querido advertirle a Tony de que no viniera por acá -dijo Bravo. Usa el pluscuamperfecto del subjuntivo , pensó Renzi, tan cansado que se le aparecían ese tipo de ideas típicas de la época en que estaba en la Facultad y se ponía a analizar las formas gramaticales y la conjugación de los verbos. A veces no entendía lo que le estaban diciendo porque se distraía analizando la estructura sintáctica como si fuera un filólogo enardecido por los usos tergiversados del lenguaje. Ahora le sucedía cada vez menos, pero cuando estaba con una mujer, y le gustaba el modo que tenía de hablar, se la llevaba a la cama por el entusiasmo que le provocaba verla usar el pretérito perfecto del indicativo, como si la presencia del pasado en el presente justificara cualquier pasión. En este caso, se trataba sólo del cansancio y de la extrañeza que le producía estar en ese pueblo perdido, y cuando volvió a escuchar el ruido del bar se dio cuenta de que Bravo le estaba contando la historia de la familia Belladona, una historia que se parecía a cualquier historia de una familia argentina del campo, pero más intensa y más cruel.
– Estoy harto de esta basura -dijo de pronto Bravo, ya totalmente borracho-. Me quiero ir a la Capital… ¿Habrá laburo en El Mundo ?
– No te lo recomiendo.
– Me voy a ir, seguro, no aguanto más acá. Y no tengo mucho tiempo.
– ¿Por?
– Quiero estar en Buenos Aires cuando vuelva Perón…
– ¿No me digas? -dijo Renzi, despierto de pronto.
– Claro… Va a ser un día histórico.
– No te hagas tantas ilusiones… -dijo Renzi, y pensó que Bravo quería ser como Fabrizio en La cartuja de Parma, que al enterarse del regreso de Napoleón se fue a París para ser protagonista de un hecho histórico y recibir al general. Y anduvo todo el día rodeado de jóvenes de una dulzura seductora , muy entusiastas, que a los pocos días, contaba Stendhal, le robaron toda la plata.
En ese momento vieron a Cueto que se les acercaba por el pasillo, con una sonrisita sobradora.
– ¿Qué dicen las conciencias alquiladas de la patria…?
– Siéntese, doctor.
Cueto tenía el físico seco y fibroso, vagamente repulsivo, de los hombres mayores que hacen mucho deporte y se mantienen en una especie de patética juventud perpetua.
– Un minuto nomás -dijo Cueto.
– ¿Conocés a Renzi?
– ¿Escribís en La Opinión , vos?
– No… -dijo Renzi.
– Ah, entonces sos un fracasado… -Sonrió con aire cómplice y levantó la botella de vino del balde y se sirvió en una copa de agua que vació en el hielo. Después le ofreció a Renzi.
– No, mejor no sigo tomando.
– Nunca dejés de tomar cuando todavía seas capaz de pensar que es mejor que no bebas, como decía mi tía Amanda. -Paladeó el vino-. De primerísima -dijo-. El alcohol es uno de los pocos placeres simples que quedan en nuestra vida moderna. -Miraba todo el tiempo alrededor como buscando a algún conocido. Tenía algo extraño en el ojo izquierdo, una mirada azul y fija, que inquietó a Renzi-. Ayer salió una noticia increíble, claro que ustedes los periodistas nunca leen los diarios.
Dos guerrilleras habían matado a un conscripto [17]en una base aérea de Morón. Bajaron de un Peugeot, se acercaron sonriendo a la garita de guardia, llevaban una pistola calibre 45 escondida en la revista Siete Días , y cuando el colimba se resistió a entregarle su arma, lo mataron a tiros.
– Se resistió, mirá si se va a resistir, les habrá dicho: Chicas, ¿qué les pasa?, no me saquen el fusil que me mandan en cana… Se llamaba Luis Ángel Medina. Por ahí era correntino, andá a saber, un negrito, peleaban por él, ellas, por los negros del mundo, pero van y lo matan. -Volvió a servirse vino-. Están cocinadas, las dos, van a andar siempre juntas, a partir de ahora, ¿no? -dijo Cueto-. Escondidas, metidas en un embute, tomando mate, las troskas, en una quinta de Temperley…
– Bueno -dijo Renzi, tan furioso que empezó a hablar en un tono demasiado alto-, la desigualdad entre los hombres y las mujeres se termina cuando una mujer empuña un arma. -Y siguió, tratando de ser lo más pedante posible en medio de las brumas del alcohol-. El término nobilis o nobilitas en las sociedades tradicionales definía a la persona libre, ¿no? Y esa definición significa la capacidad de llevar armas. ¿Qué pasa si son las mujeres las que llevan las armas?
– Todos soldados -dijo Bravo-. Mirá qué bien. Soldados de Perón…
– No, ¡del Ejército Revolucionario del Pueblo! -dijo Cueto-. Ésos son los peores, primero matan al voleo y después se mandan un comunicado hablando de los pobres del mundo.
– La ética es como el amor -dijo Renzi-. Se vive en presente, las consecuencias no importan. Si uno piensa en el pasado es porque ya perdió la pasión…
– Tenés que escribir estas grandes verdades nocturnas.
– Claro -dijo Renzi-. El sacrificio más grande es acatar la segunda ética. [18]
– ¿Segunda ética? Demasiado para mí… Disculpen, señores periodistas, pero se me hace tarde… -dijo Cueto, y empezó a levantarse.
– Haría falta un asesino serial femenino -siguió Renzi-. No hay mujeres que maten hombres en serie, sin motivo, porque sí. Tendrían que aparecer.
– Por ahora, las mujeres sólo matan un marido por vez… -dijo Cueto, mirando la sala.
Ya se había desentendido de ellos, harto de esa sarta de abstracciones ridículas. Ellos dos seguían ahí, pero Cueto ya no estaba.
– Me voy, che -dijo entonces Renzi-, viajé de noche, estoy fundido.
Bravo lo acompañó unas cuadras por el pueblo en sombras y se detuvo en el borde de la plaza.
– Se estaba haciendo ver con Ada Belladona. No entiendo -dijo Renzi.
– La pretende, como se dice por acá… Fue el abogado de la fábrica, el abogado de la familia Belladona, en realidad… Cuando se armó el lío entre los hermanos se abrió y ahora es fiscal… va a llegar lejos.
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