Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Mi padre me sienta en mi toallita y se aleja corriendo hacia la orilla. Cuando el agua le llega a las caderas se zambulle limpiamente y mi madre vuelve a su libro. Las crestas de las olas avanzan en filas ordenadas, formando hondonadas entre las que desaparece por momentos la figura de mi padre. Yo no puedo apartar la vista de su cabecita, cada vez más pequeña, hasta que llega un punto en que dejo de verla por completo. Me da pánico que no regrese, que se lo haya tragado el mar. Miro a mi madre, pero en ella no hay la menor señal de alarma, y eso me calma, aunque algo ha debido de notar, porque se ha quitado las gafas de sol y me sonríe, como diciéndome que no pasa nada. Tengo una foto suya en aquella misma playa, mirando a la cámara con las gafas en la mano, con el mismo bañador, estampado de flores y anémonas que contrastan con su piel. Y las uñas de los pies, pintadas de un rojo muy vivo, un rojo que veo con toda claridad, aunque la foto es en blanco y negro.

Papá no se ha ahogado, su cabeza ha vuelto a aparecer; distingo el destello rítmico de los brazos al entrar y salir del agua, la estela de espuma que deja tras de sí al avanzar. Cuando veo que vuelve, que cada vez está más cerca, doy gritos de alegría. Incapaz de controlarme, corro a su encuentro, para que me coja en brazos. El agua está helada, y siento escalofríos, pero es algo que me encanta. Nos acercamos a mi madre, que deja el libro en la cestita y se levanta. Ahora es ella la única que existe. Se pone el gorro de baño, recoge la masa de pelo, con un gesto rápido, dejando fuera sólo el vello de la nuca, y se abrocha la tira de goma por debajo de la barbilla.

Ella lo hace todo de otra manera. No se mete en el agua de repente; cuando el agua le cubre las rodillas, se agacha, se salpica los hombros y el pecho con cuidado y luego sigue hasta dejar de hacer pie. Su forma de nadar es elegante y delicada, y no se aleja mar adentro, sino que se desplaza paralelamente a la orilla. No me da miedo que se vaya a ahogar, primero porque siempre está a la vista y sobre todo porque, como sabe que estoy pendiente de ella, de vez en cuando saluda desde lejos levantando el brazo.

A papá no le gusta leer, siempre se inventa algo que hacer. Me lleva de la mano y me cuenta cosas acerca de todo lo que se nos cruza en el camino. Me gustaban tanto sus explicaciones, tan precisas, oírle pronunciar aquellas palabras que sólo conocía él. Me hacía repetirlas hasta que me las aprendía de memoria. Había muchas. ¿Te acuerdas de que te las decía yo a ti? Las piedras del espigón eran tetrápodos. Una que no había manera de pronunciar porque me daba risa era celentéreo. Me gustaban mucho aquellos paseos que mi padre decía que eran para buscar palabras. El juego se terminaba cuando mi madre empezaba a nadar hacia la orilla, y los dos íbamos a esperarla.

Algo más tarde, estando los tres en la arena, vimos que a lo lejos se ponía a hervir el agua. Mi padre me explicó que era una bandada de delfines, otra palabra nueva. Unos días después, en el ferry , se puso a hervir el mar justo al costado de la nave. Estábamos asomados a la borda y le pregunté a mi madre si eran tiburones, y ella se rió y me dijo que no. No, Nadj, cariño, son delfines, los mismos que vimos de lejos en la playa, ¿no te acuerdas? Lo decía de una manera que se notaba que les tenía mucho cariño. ¿Te gustan, verdad, mamá? Y cuando le pregunté el por qué me dijo algo que nunca se me olvidará. Porque son como tú, son niños, Nadj. Los delfines tienen alma de niño. Papá nos explicó que además nos transmitían aquella sensación de alegría porque se reían, aunque el oído humano no lo puede detectar. Nos acompañaron durante mucho rato, como si les interesara lo que estábamos diciendo.

Un día vi uno de cerca, en el puerto de Boston. Era muy pequeñito y estaba muerto, con la boca muy abierta. Me dio mucha pena, porque era una cría. Le pregunté a mi madre que por qué los mataban, y ella me explicó que era sin querer, que es que se enganchaban en las redes, pero yo, no sé por qué, seguí pensando que los pescaban a propósito.

Qué raro estar en Brighton Beach sin ti. Al entrar, me han asaltado muchos recuerdos, como si me estuvieran esperando, la mayoría tuyos. No venía hacía años. El piso está medio vacío. Zadie se ha casado y lo va a poner en venta. No sabes la pena que me da. Me gustaría tanto verte, tenerte aquí conmigo, pero todavía no. Necesito estar un tiempo sola, asimilar el dolor de la pérdida. Sí que sé lo que me pasa. Lo irónico es que tenga necesidad de contártelo precisamente a ti. Es injusto, pero no puedo evitarlo: Gal, he vuelto a tener un aborto espontáneo. Otra vez no, por favor, dije cuando la ginecóloga me explicó lo que pasaba. La posibilidad de llevar un embarazo hasta el final es cada vez más limitada. Al principio sentí que me quería morir, tan hondo era el dolor. Se me antoja que morir ahogada no debe de ser tan angustioso, al contrario, me imagino que debe ser una muerte muy dulce, irse adormeciendo hasta desaparecer, perdona Gal, estoy diciendo tonterías, pero es que no sé qué hacer para quitarme de encima esta angustia. Pero es una angustia justificada. Lo más probable es que nunca pueda tener hijos.

Hay coincidencias que no sé cómo interpretar. Supongo que no tienen ningún significado. Son casualidades, eso es todo. El día que fui a la clínica cumplí veintinueve años. Me parece imposible. ¿Por dónde se me ha escapado el tiempo? Doblas una esquina y has llegado a la vejez. Mira mi madre, sesenta y un años ya; me resulta inconcebible que haya perdido la belleza deslumbrante que hacía que la gente se volviera. Por las mañanas, cuando salgo de la ducha, miro mi cuerpo, compruebo los estragos del tiempo en mi rostro, tengo arrugas en los ojos, en los labios, no las ve nadie, no se ven, sólo las veo yo. Pero no lo digo como quien se lamenta, no es eso. La verdad es que no me importa tanto ir envejeciendo. Es algo tan redondo que carece de sentido tratar de disimularlo. Pero sobre todo, Gal, sobre todo no me importa envejecer porque no me da miedo lo que me aguarda. He perdido toda esperanza, y esto lo digo sin cansancio. Procuro no engañarme. Me acerco al futuro como quien se asoma a un precipicio. No se distingue nada al fondo del abismo. Me conformo con lo que pueda hallar a mi alrededor. A veces encuentro belleza en los momentos, en los lugares, en alguna gente que conozco. Pero no soy capaz de llegar al fondo de las cosas, de abandonarme a nadie, Gal, tú eso lo sabes muy bien. Nadie me conoce como tú. Algo en mí me lleva a seguir buscando, sin saber muy bien qué es lo que busco. ¿Será por eso que hubiese querido tener un hijo, mejor dicho, una hija? ¿O será un anhelo irracional, que no sé por qué está ahí? A lo mejor lo ha puesto la naturaleza, aunque conozco a muchas mujeres que no quieren ni oír hablar de eso. Un hijo, Gal, una hija. Me tendré que resignar. Por eso, me conformo con la pequeñez de ciertos instantes. La belleza es casi lo único que me reconforta, aunque tantas veces, de hecho casi siempre, sea una belleza triste. Hay gente que sabe lo que quiere, y está dispuesta a todo con tal de conseguirlo. Yo no lo sé, no lo he sabido nunca. No procuro que mi voluntad influya en nada: acepto las cosas como me las encuentro. Y al apartar el velo que las cubre es cuando a veces surge un pequeño milagro, de paz o de belleza. Deberíamos conformarnos con eso. Ese es, tal vez, el sentido que tiene envejecer. Es como el otoño, que preludia la muerte de las cosas. Como la nieve, como el fuego. Cosas que son sencillamente hermosas. Pero yo no puedo evitar que para mí también sean tristes. Escribo todo esto pensando en que algún día lo vas a leer tú; a medida que escribo, siento que se me aclaran las ideas, al hacerlo entiendo mejor algunas cosas. Estando contigo jamás te pude hablar así: no es posible cuando se tiene a alguien tan cerca. Cuando la distancia es tan pequeña, sólo es posible entenderse con el cuerpo. Eso lo decías también tú. Si te tuviera aquí, me gustaría tocarte, morderte, dulcemente, o con rabia, pero en cuanto sucede eso, el deseo nos envuelve. Así, tan lejos, mientras cae la noche, escribo para decirte las palabras que entonces no supieron nacer solas. Aquí vienen ahora, aquí las dejo para ti, sólo para que tú las leas.

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