Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Ben y Teresa se conocieron en Madrid. Lucía, como te he dicho, estaba en Barcelona; todavía no se habían casado, y la comunicación entre ellos se reducía a las llamadas telefónicas que de cuando en cuando le resultaba posible hacer a ella desde el trabajo, con un poco de suerte una vez a la semana. A pesar de la guerra, en Madrid la vida cotidiana discurría con enorme vitalidad. Siempre le he oído decir a Ben que Madrid es la ciudad más divertida del mundo. Se alojaba en una pensión cerca de Cuatro Caminos. Una mañana que estaba tomando café en el Aurora Roja vio entrar a una chica que le llamó la atención por su palidez y por la mezcla de tristeza y determinación que le pareció detectar en su mirada. La chica se sentó unas mesas más allá de donde estaba él y pidió un tazón de leche y unas magdalenas. Ben es así: unas veces no se da cuenta de lo obvio, y otras se fija en los detalles más nimios. Eso fue todo. Al cabo de un rato, la chica se fue, pero por algún motivo, su imagen se le quedó grabada. Eso es algo que nos pasa a todos alguna vez y, cuando ocurre, siempre tendemos a pensar, sobre todo cuando se trata de alguien que nos atrae de una manera especial, no necesariamente sexual, que jamás volveremos a ver a esa persona. Algo así debió de pensar Ben, por eso se quedó de una pieza cuando ese mismo día, unas horas más tarde, la volvió a ver en la sede del cuartel general de las Brigadas Internacionales. La chica estaba hablando con alguien que tenía un fuerte acento británico. Se la veía muy nerviosa y el brigadista trataba de calmarla. Los ojos negros de la chica se posaron un momento en Ben, sin llegar a verlo. Aunque estaba algo alejado, captó en parte su conversación. El inglés le decía a la miliciana que la unidad donde militaba su compañero había caído en su totalidad en la ermita de Santa Quiteria, y que no se tenía noticia de que hubiera supervivientes. De eso sabes tú más que yo.

Ben vio que la muchacha se alejaba del inglés, aturdida, y salía sola a la calle. Sintió el impulso de ir detrás de ella, pero no se atrevió a hacerlo. Esta vez tenía la sensación contraria a la que había experimentado en el café: estaba seguro de que volvería a verla.

Lo que había entendido de la conversación le había dejado intrigado y cuando unas noches después Lucía lo llamó por teléfono a la pensión, Ben le habló de la miliciana de los ojos negros. Le preguntó si había oído hablar del Escuadrón de la Muerte, y Lucía le dijo que era una unidad de anarquistas italianos. Le prometió que haría averiguaciones entre sus compañeros del Servicio de Inteligencia, y que le contaría el resultado de sus pesquisas la siguiente vez que tuviera ocasión de llamarlo por teléfono. Cuando lo hizo le confirmó todo lo que él había oído de refilón: que la expedición había sido una catástrofe, que los componentes del escuadrón habían caído como moscas, exterminados en una ermita de las montañas de Huesca, que no se tenía constancia de que hubiera supervivientes.

La premonición de Ben resultó cierta. Días después, volvió a ver a la chica en el Aurora Roja. En esta ocasión, nada más entrar, Ben se dio cuenta de que estaba embarazada. Su estado era tan evidente que no entendió cómo no se había percatado las otras veces. Teresa pidió un café con leche y se sentó. De vez en cuando miraba con impaciencia hacia el reloj de la pared, como si estuviera esperando a alguien que se retrasaba. Al cabo de un rato llegó el mismo italiano que había estado con ella unos días antes. Esta vez, Ben no tuvo que esforzarse para oír la conversación. El recién llegado era un tanto amanerado, seguramente homosexual; al menos ésa es la impresión que le dio a mi padre. La chica se dirigió a él varias veces por su nombre: Alberto. Cogiéndola de la mano, el tal Alberto le dijo que lo sentía en el alma, pero que seguía sin poder darle noticias. La catástrofe del Batallón Malatesta había despertado iras y polémicas en círculos republicanos. Conforme a sus fuentes de información, dos cosas parecían claras: uno, lo ocurrido sólo se podía explicar porque se había cometido algún tipo de traición; y dos, además se sospechaba que había supervivientes. En la conversación surgió reiteradamente un nombre: Umberto. Así se llamaría, pues, el compañero de la miliciana, aunque el italiano no mencionó en ningún momento su apellido. Haciendo grandes aspavientos, el tal Alberto le decía que no se sabía nada de él, e insistía en que lo mejor era no hacer conjeturas y esperar a tener noticias fehacientes. En cuanto a él mismo, le acababan de comunicar el traslado a la unidad de Luigi Longo. Al oír la noticia, la chica se echó a llorar. El italiano trató de calmarla como pudo y, en buena medida lo consiguió. Al cabo de más de media hora, por fin se despidió. Quedaron en volver a verse sin falta al día siguiente. Cuando vio que se quedaba sola, Ben se acercó a su mesa y le pidió permiso para sentarse. Ella lo miró con aire desolado y no rechazó su compañía, seguramente porque aparte de que se sentía desvalida, Ben iba vestido con uniforme de brigadista y, además, tenía acento extranjero.

Siempre que llega a esta parte de la historia, Ben se ríe.

Lo primero que le preguntó fue si era italiano.

Americano, dijo Ben, dándole un sorbo al café que había traído de la otra mesa.

¿Y tú cómo te llamas?

Teresa.

¿Cuántos años tienes?

Diecinueve.

¿Eres de Madrid?

No, soy de un pueblo de Valladolid.

En el dedo anular derecho, Ben lucía una gruesa alianza de oro.

¿Estás casado? dijo ella.

Prometido, contestó él, siguiendo la dirección de su mirada.

¿Y tu novia es española?

No, americana, como yo.

¿Cómo se llama?

Lucía.

¿Y tú?

Ben. Benjamín en español. ¿Y tú, estás casada?

No, dijo Teresa, sonriendo. Pero voy a tener un hijo. Mi compañero se llama Umberto. Es italiano.

¿Del Escuadrón de la Muerte?

La chica dio un respingo. Ben percibió un destello de pánico en su mirada.

¿Cómo puedes saber una cosa así? ¿No serás ningún espía?

No, no, dijo él, divertido. Es que ayer estaba en el cuartel general cuando le pedías información al oficial inglés. También te he oído hablar con tu amigo italiano hace un momento. Sé por lo que estás pasando, y por eso te he preguntado si me podía sentar contigo. Me gustaría ayudarte.

¿Y por qué? No me conoces de nada. ¿Y cómo crees que me puedes ayudar?

Lucía, mi prometida, sí que es espía. Pero de los nuestros. Lo digo en tono de broma, pero es verdad. Trabaja para los servicios de inteligencia, en Barcelona. Allí tendrán algo más de información.

Teresa bajó la mirada. Estaba a punto de llorar, pero en seguida se repuso.

Pero si no se sabe nada. Mi amigo Alberto Fermi, el italiano que se acaba de ir, dice que el escuadrón ha sido exterminado. Según él, no se descarta la hipótesis de que haya habido traición. Eso me ha dicho.

Yo también he oído algo así, pero las noticias son confusas y sería precipitado llegar a ninguna conclusión. Según otros, parece que hay supervivientes y que no todos ellos han caído prisioneros; de modo que no es imposible que tu Umberto haya escapado con vida. No lo digo por consolarte, créeme.

No hace falta que te esfuerces en tratar de convencerme. Yo sé que está vivo, dijo Teresa.

Ben la miró un tanto extrañado:

Es posible.

No es que sea posible, es que lo sé.

¿Por qué estás tan segura?

No te lo puedo explicar, simplemente lo sé.

Entonces tienes motivo para estar contenta.

Hay algo más, Benjamín, algo extraño.

¿Algo extraño? ¿Qué quieres decir?

No tengo ni idea, es un presentimiento.

Se había puesto muy pálida.

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