Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Se lo dijo a mi padre cuando éste le propuso matrimonio, y aunque a Ben le encantaban los niños, no quiso renunciar a ella. Naturalmente, los límites de mi vida trascendían lo que ocurría en la casa. Mi mundo era Brooklyn y sus calles. Alguna vez, al rellenar los papeles del colegio, consignaba con extrañeza el dato de que había nacido en España. Bueno, aquello no era tan raro, a fin de cuentas. En clase había compañeros de todas partes, de estados muy lejanos, incluso de otros países, hijos de inmigrantes italianos, irlandeses, polacos. No creas, Abe, en realidad no me puedo quejar de nada, sería injusto. Ben y Lucía me dieron todo el afecto del que eran capaces; se esmeraron en que tuviera una educación digna. Cuando terminé la escuela secundaria, me matriculé en el Brooklyn College. Al menos en el recuerdo, fueron unos años felices. Y al contarte esto, vaya uno a saber por qué, se abre paso en mi memoria la figura de mi abuelo. No estaba en el Archivo aquella tarde, ni lo que te estoy contando en este momento tiene nada que ver con él. Pero por alguna razón que se me escapa, relaciono, no ahora, sino desde siempre, aquella tarde en el Archivo con algo que ocurrió mucho después, cuando terminé la universidad. Quizá la relación estribe en que entonces comprendí que tenía que enfrentarme solo al mundo. La verdad es que no tenía ni la más remota idea de lo que quería hacer con mi vida, pero el día de la ceremonia de graduación, cuando mi abuelo me preguntó si sabía qué quería hacer el resto de mi vida, le contesté resueltamente que quería ser escritor. No sé qué demonios me impulsó a darle aquella respuesta. Lo hice sin pensarlo, pero cuando aquella misma noche lo medité a fondo, me di cuenta de que le había dicho la verdad.

Volviendo al hilo de mi historia. No sé adónde me llevaron mis sentimientos. En algún momento volví a ser consciente de la voz de Ben, pero la oía como si me llegara desde muy lejos. Y de pronto entendí lo que estaba tratando de decirme: quería mostrarme una foto de mis padres. La había guardado durante todos aquellos años y por fin había llegado el día de enseñármela. Dudé antes de decirle que me daba miedo verla. No quería que se abriera ante mí aquel abismo, pero Ben insistió en que tenía que hacerlo. Son tus padres, dijo. Lucía me cogió con fuerza de la mano. La verdad existe, independientemente de que tú quieras aceptarla o no. De nada sirve negarse a reconocerla. Por fin acepté, entre asustado y curioso. Tenía ganas de llorar, pero no podía. Al cabo de una eternidad me decidí a alargar la mano.

En la foto se ve a una pareja. Los dos son muy jóvenes. Ella tiene diecinueve años, le oigo decir a Ben. El algo más, tal vez veinte, veintiuno como mucho. Contemplo la imagen desde una distancia infinita. Me parecen los dos muy atractivos y llenos de vida. Él está vestido de miliciano, muy sonriente, y ella lo tiene cogido del brazo. Es un chico muy delgado, moreno, de rostro afilado y nariz recta, bastante apuesto. Tal vez sea mi imaginación, pero se les ve muy enamorados, sobre todo a ella. Está visiblemente embarazada. De mí. Tiene los ojos grandes, muy negros, algo tristes, y una de las manos apoyada en el vientre. Él tiene un pie encima del poyete de una fuente de piedra en la que se puede leer: República Española, 1934.

No son mis padres, eso fue lo que dije, mirando a Ben y a Lucía. Mis padres sois vosotros. Me sentí muy tranquilo después de decir aquello y se me quitaron las ganas de llorar. Seguramente ellos estaban pasándolo peor que yo. Le devolví la foto a Ben, porque no sabía qué hacer con ella. Era evidente que me la había dado para que me la quedara, pero no se atrevía a decirlo. Por fin afirmó:

Es tuya. Llevo años esperando el momento de dártela. Te ruego que la aceptes.

Me resultaba sencillamente imposible. Me daba miedo tocar la fotografía. Me quedé como estaba, sin decir palabra.

Está bien, como quieras, dijo Ben. Para él también era un trago muy amargo. La volveré a dejar en el Archivo, en depósito, como hasta ahora. Su sentido del deber le hizo añadir: Con foto o sin ella, tu madre es Teresa Quintana, eso no lo puede cambiar nadie. Apoyó la yema del índice en la superficie de papel mate. Por encima de la forma semiovalada de la uña se destacaba el rostro aniñado de la miliciana. Ben desplazó levemente el dedo hacia la derecha y por un momento creí que iba a añadir: Y tu padre, Umberto Pietri, pero no dijo nada. Volví a sentir vivos deseos de llorar, pero seguía siendo incapaz de hacerlo. Tenía la garganta muy seca y me raspaba como si la tuviera taponada con arena.

En el fondo del vaso quedaba un resto de carajillo. Lo fui a apurar, pero estaba frío. Abe Lewis cogió la cajetilla de tabaco de la mesa, me ofreció un Lucky Strike y eligió otro para sí. Tras prender los dos cigarrillos con cierta parsimonia, le dio al suyo una calada tan honda que su cabeza desapareció un momento, arropada por el humo.

Lo cierto es que les había hecho repetir tantas veces la historia de Teresa Quintana a Ben y a Lucía que se me quedó grabada a fuego en la memoria, pero de tu Umberto Pietri, Abe, nunca supe apenas nada, ni siquiera logré retener el nombre. Lo único que sabía era que se había esfumado con el grueso del Escuadrón de la Muerte. Eso era todo: su rastro se borraba en Santa Quiteria. No es que me importara mucho, simplemente di por hecho que estaría muerto.

Siete . CUADERNO DE LA MUERTE

Si eres la Muerte, ¿por qué lloras?

Anna Ajmátova

Enero de 1993

Me senté donde te había visto tantas veces escribiendo, en la Mesa del Capitán (el puente de mando del Oakland, solía decir Frank). Barrí el local con la vista. Teníais razón. Desde allí se dominan perfectamente todos los ángulos del bar. Alida, la camarera puertorriqueña, hablaba por teléfono sentada en un taburete al principio de la barra. La larguísima espiral del cable describía una línea recta que iba desde donde se encontraba ella hasta la base del teléfono, en el extremo más alejado del mostrador. La pista de baile estaba a oscuras, salvo el débil resplandor del pasillo interior del edificio, al otro lado de las puertas giratorias. A su izquierda, la sala de billar parecía un acuario gigantesco. Boy y Orlando, los pupilos del Luna Bowl amigos de Víctor, estaban echando una partida. Sus siluetas evolucionaban silenciosamente, sumergidas en una neblina de neón a la que la pintura de la pared daba una coloración verdosa. Agazapado detrás de la caja registradora estaba Raúl, el hijo adoptivo de Frank y Carolyn. (Sus padres, me contaste en su día, murieron en un accidente de tráfico siendo él niño. Tiene treinta y cinco años, y apenas mide 1,40. Todo el mundo le llama Raúl el Enano, cosa que a él no parece importarle. Es contable y los miércoles se pasa por el Oakland, a revisar los libros de su padre.) Al único que no había visto nunca era al viejo albino que estaba sentado en un taburete al fondo de la barra, con la espalda apoyada en la vidriera de cristal esmerilado, escuchando algo que le decía Manuel el Cubano (después hablaré de él). A medida que me vieron, me fueron saludando todos, hasta los boxeadores, a pesar de que estaban muy lejos. Manolito dejó solo al viejo de la barra, puso un bolero en la Wurlitzer y se fue al baño. Raúl alzó la mano derecha, en un gesto característico, que quería decir que me invitaba a lo que quisiera. Alida tapó el auricular, me lanzó un beso y se dirigió hacia la trampilla del sótano. El cable del teléfono la siguió como si estuviera enchufada a la pared.

Tiró de la argolla de hierro, alzando la trampilla, y desapareció en el sótano. Al ver aquello, el anciano se levantó y se dirigió con pasos rápidos hacia la máquina de discos. Un estruendo infernal sacudió repentinamente los cimientos del bar, como si alguien hubiera activado un artefacto explosivo. El albino había subido el volumen al máximo, accionando el botón oculto en la parte trasera de la Wurlitzer. Excitado por el ruido atronador, se retorcía a carcajadas sujetándose el vientre, como si se le fueran a salir los intestinos. Alida subió precipitadamente del sótano y cortó el estrépito de golpe. En medio del silencio súbito, el anciano se puso a gesticular espasmódicamente, remedando el movimiento de brazos de un director de orquesta, cada vez con menos fuerza, hasta quedar completamente inmóvil, como un muñeco mecánico al que se le hubiera acabado la cuerda. Con cara de resignación, Manuel el Cubano se acercó a él, le ayudó a ocupar el mismo taburete de antes y se quedó a su lado, vigilándolo. Raúl me hizo una señal, indicándome que se iba al despacho de su padre a trabajar.

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