Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Pero ¿y antes del desencanto? ¿Cómo era el Ralph Bates de antes de la caída? Has empezado por el final.

Me temo que es una historia demasiado larga.

Cuéntame sólo los detalles esenciales, aunque sea por encima.

¿Ahora?

Ahora.

Demonios, Ackerman, eres imposible.

Recuerda que soy escritor y, cuando se trata de una buena historia, no puedo soportar que me dejen sobre ascuas. Que no sepamos el final, sea, no podemos hacer nada al respecto. Pero falta la primera mitad, y ésa sí que te la sabes.

Abe Lewis no pudo evitar reírse.

Está bien, está bien; tú ganas. Tomó aliento. Vamos a ver: Vida, obra y milagros de Ralph Bates, escritor, idealista impenitente y… perdedor . En fin, trataré de ser sucinto. Bates nació… Abe hizo un cálculo mental. Debió de ser en 1899. Lo que no consigo recordar es dónde. En un pueblo a unas 100 millas de Londres. Su bisabuelo era capitán y propietario de un tramp steamer , un vapor volante con el que se dedicaba a hacer transacciones comerciales por todo el Mediterráneo, sobre todo en puertos españoles. Para entender bien la fascinación de Bates por el país que te vio nacer es preciso remontarse a los buenos tiempos del vapor volante que estaba bajo el mando de su antepasado. Me explico: resulta que Bates, capitán de la marina mercante y bisabuelo de Ralph, murió durante una escala que efectuó su buque en Cádiz, y lo enterraron en el cementerio local. Desde que le contaron la historia siendo niño, Ralph acarició el sueño de visitar algún día la lejana tumba de su antepasado. Las empresas financieras del bisabuelo se fueron a pique con él, de modo que cuando le tocó ganarse el pan, Bates hizo honor a la tradición familiar y entró como aprendiz en la fábrica del Great Western Railway, que se dedicaba a la manufactura de vagones y locomotoras. Se sentía particularmente orgulloso de haber formado parte del equipo que restauró en su día la legendaria Dama de Lyon , una de las locomotoras diseñadas por el célebre ingeniero George Jackson Churchward. A los diecisiete años se alistó como voluntario en el ejército de Su Majestad Británica y durante la primera guerra mundial sirvió como cabo de lanceros en el Royal West Surrey Regiment. Sus superiores le asignaron la tarea de instruir a los combatientes en el uso de máscaras antigas. Acabada la guerra regresó a su lugar natal, a trabajar en la fábrica de locomotoras, pero era un culo inquieto, y con veinte años recién cumplidos se largó a París, donde entre otras cosas trabajó de barrendero. Poco después lo encontramos enrolado en un barco que iba rumbo a España. Por fin podría satisfacer el anhelo infantil de visitar la tumba de su bisabuelo. En Cádiz puso fin a sus andanzas como marinero, dando comienzo a un periplo por toda la geografía española, muchas veces a pie. Desempeñó toda suerte de oficios, entre ellos electricista y hojalatero, alcanzando particular éxito como afinador de órganos de iglesia, destreza que había adquirido siendo adolescente, cuando tocaba el órgano de su parroquia. Aprendió castellano y catalán. En fin, que era un tipo infatigable, una fuerza desatada de la naturaleza. Le bastaba con dormir tres o cuatro horas al día, y durante el tiempo restante desplegaba una actividad portentosa. Los españoles le pusieron de mote el Fantástico. Cuando estalló la guerra civil, Bates se encontraba acampado en los Pirineos, y lo primero que hizo nada más enterarse fue organizar partidas de montañeros. Durante la contienda alcanzó el rango de comisario, equivalente al de coronel, y desempeñó un papel muy activo ayudando a organizar las Brigadas Internacionales. Como bien dijiste tú, el gobierno de la República lo envió a los Estados Unidos con el encargo de que efectuara una gira, denunciando lo que estaba pasando en España y buscando promover la solidaridad con el gobierno de la República. Además de cumplir el encargo con el celo y la eficacia que le caracterizaban, tuvo tiempo de enamorarse y de casarse. Conoció a quien sería su esposa, Eve Salzman, en un hotel de Nueva York, después de un mitin, quién sabe si pudo ser el mismo al que acudiste tú con Ben. Y eso es, en apretadísimo resumen, algo de lo que viene a contar en The Dolphin in the Wood . ¿Qué? ¿Satisfecha tu curiosidad?

Había dejado de nevar y estaba empezado a oscurecer. Los salones del Lion D'Or seguían abarrotados, aunque algunos grupos de contertulios eran diferentes de los que había cuando llegamos nosotros.

Antes de cambiar de historia, cambiemos también de escenario, dijo Lewis. Te propongo continuar la conversación en un lugar un tanto curioso, ya verás por qué.

Seguramente no sabrás quién es Chicote.

No.

Pues no te pierdes nada. Un personajillo de poca monta, afecto al régimen. No hay tiempo para hilvanar todas las historias que nos salen al paso. Baste decir que, diferencias ideológicas aparte, casi todo el mundo está de acuerdo en que en su bar se sirven los mejores cócteles de Madrid. Queda en la Gran Vía, a dos pasos del Hotel Florida, adonde quisiera que fuéramos después. Claro que si no te parece bien, vamos a otro sitio.

La verdad, me da un poco igual.

En ese caso, si aceptas la sugerencia, lo que pega es echarse al coleto un carajillo. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¿Sabes lo que es?

La calle estaba prácticamente desierta. Cruzábamos la glorieta de Cibeles desde el lado opuesto a cuando acudí al encuentro con Abe Lewis, sólo que ahora se cernía sobre nosotros la oscuridad. No nevaba, el aire estaba limpio y soplaba un viento que cortaba la piel. Justo en el momento en que atravesamos Recoletos se encendieron las luces que iluminaban las fachadas de los edificios que rodeaban la plaza. Pensé que aquella misma mañana, cuando pasé por allí en taxi, había presenciado el ritual contrario, cuando se apagaron los faroles de la calle. Mi paso por el corazón de Madrid marcaba, pues, con toda exactitud, los límites de un ciclo, el tiempo que había durado la luz diurna. Iluminada artificialmente, la ciudad me pareció si cabe más hermosa, aunque de otro modo. La ancha avenida por la que íbamos subiendo se bifurcaba en dos arterias que partían de la base de un edificio rematado por la figura de un dios alado, dos ríos de luz que se perdían en la distancia. Por el cielo viajaban velozmente rachas de nubes. A lo lejos, reverberaba espasmódicamente el fulgor de algún relámpago rezagado. Caminábamos despacio, sin apenas cruzar palabra, dejándonos empapar por el misterio que impregnaba el aire de la ciudad.

En Chicote, el camarero trajo dos vasos humeantes en una bandeja y los depositó encima de la mesa, no sin advertirnos que no tocáramos el cristal.

A no ser que por algún motivo les apetezca quemarse, añadió.

Busqué en su mirada un atisbo de burla, sin encontrarlo. El camarero dejó junto a los vasos una segunda bandejita, de alpaca, con la cuenta.

Ben se embarcó con uno de los primeros contingentes de brigadistas que zarparon de Nueva York en el treinta y siete, seguí diciendo. De Albacete lo enviaron al frente de Guadalajara y resultó herido en una de las primeras confrontaciones. Recibió tratamiento en un hospital madrileño, donde se hizo amigo de un médico americano, un tal Bernard Maxwell. Durante el período de convalecencia conoció a una compatriota que estaba pasando unos días en Madrid, Lucía Hollander. Lucía sabía catalán, además de castellano, motivo por el que la destinaron a Barcelona, donde trabajaba para los servicios de inteligencia de las Brigadas. Conoció a mi padre en una fiesta que dio en su casa un tal Mirko Stauer, un aristócrata montenegrino que militaba en el partido. Ben y Lucía se enamoraron nada más conocerse y contrajeron matrimonio en plena guerra.

De la misma manera que la palabra padre sólo puedo asociarla con la figura de Ben Ackerman, para mí no ha existido más figura materna que la de Lucía Hollander. Y sin embargo, desde que mi padre me habló por primera vez de Teresa Quintana y me enseñó su foto, cuando yo tenía 14 años, no ha habido un sólo día que no haya pensado en ella. Al principio, cuando mi imaginación regresaba constantemente a la miliciana de la foto, sentía el martilleo de mil preguntas en la cabeza: ¿Qué carácter tendría? ¿Cómo sería su voz? ¿Quedaría con vida alguien de su familia? ¿Cómo habría sido su existencia en aquel pueblo de Valladolid, del que Ben ni siquiera recordaba el nombre? ¿Y cómo sería el chico que aparecía a su lado? Por las noches, antes de dormirme, repetía su nombre en voz alta una y otra vez, como si así pudiera conjurar su aparición, o provocar algún recuerdo. Tan imposible era una cosa como otra. De algún modo, mi angustia lograba abrirse paso hasta Lucía, que aparecía en mi habitación y se sentaba al borde de la cama, tratando de consolarme. Pero era Ben el que la había tratado en vida, y era a él a quien le insistía, cuando estábamos a solas en su estudio, en que me volviera a contar la historia de cómo se habían conocido. Mil veces le pedí que me la repitiera, y él siempre accedía, aunque no hubiera mucho que añadir a lo que me dijo la primera vez. A la hora de hacer balance, Abe, es poco lo que sé de ella y se resume en pocas palabras.

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