Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– Está bien, siempre que no le hagan daño, dije.

– Se trata de secuestrarlo, no de matarlo. Lo trataremos como a una señorita para canjearlo por los compañeros. ¿Por qué te interesa tanto ese hombre?

– Por nada… Te advierto que no será fácil pillarlo desprevenido, anda armado y tiene guardaespaldas. No es ningún tonto.

– Supongo que no llevará su escolta cuando sale con una mujer.

– ¿Me estás pidiendo que me acueste con él?

– ¡No! Sólo que lo cites donde te indiquemos y lo mantengas distraído. Nosotros llegaremos en seguida. Una operación limpia, sin tiros ni escándalo.

– Debo lograr que entre en confianza y eso no es posible en la primera salida. Necesito tiempo.

– Creo que ese Rodríguez te gusta… Juraría que quieres dormir con él, trató de bromear Huberto Naranjo, pero la voz le salió estentórea.

No respondí, porque me distraje pensando que seducir a Rodríguez podría ser algo muy interesante, aunque en verdad no estaba segura si sería capaz de entregarlo a sus enemigos o si, por el contrario, intentaría prevenirlo. Tal como decía Mimí, yo no estaba preparada ideológicamente para esa guerra. Sonreí sin darme cuenta y creo que esa sonrisa secreta cambió al punto los planes de Huberto, que decidió volver al primer proyecto. Mimí opinó que eso equivalía a un suicidio, conocía el sistema de vigilancia, los visitantes se anunciaban por radio y si se trataba de un grupo de oficiales, como pretendía Naranjo disfrazar a sus hombres, el director iría en persona a esperarlos al aeropuerto militar. Ni el Papa entraría en el Penal sin control de identidad.

– Entonces tenemos que introducir armas para los compañeros, dijo el Comandante Rogelio.

– Debes estar mal de la cabeza, se burló Mimí. En mis tiempos eso hubiera sido bien difícil, porque revisaban a todo el mundo a la entrada y a la salida, pero ahora es imposible, tienen un aparato para detectar metales y aunque te tragues el arma te la descubren.

– No importa. Los sacaré de allí como sea.

En los días siguientes al encuentro en el Jardín Zoológico, se reunió con nosotras en diversos lugares para afinar los detalles, que a medida que se sumaban a la lista ponían en evidencia la insensatez del proyecto. Nada pudo disuadirlo. La victoria es de los más atrevidos, replicaba cuando le señalábamos los peligros. Yo dibujé la fábrica de uniformes y Mimí el presidio, calculamos los movimientos de los guardias, aprendimos las rutinas, y estudiamos hasta la orientación de los vientos, la luz y la temperatura de cada hora del día. En el proceso Mimí se contagió con el entusiasmo de Huberto y perdió de vista la meta final, olvidó que se trataba de liberar a los prisioneros y acabó considerándolo una especie de juego de salón. Fascinada, trazaba planos, hacía listas, imaginaba estrategias, haciendo caso omiso de los riesgos, convencida en el fondo de que todo quedaría en las intenciones sin llevarse jamás a la práctica, como tantas cosas a lo largo de la historia nacional. La empresa era tan audaz, que merecía llegar a buen término. El Comandante Rogelio iría con seis guerrilleros, escogidos entre los más veteranos y valientes, a acampar con los indios en las cercanías de Santa María. El jefe de la tribu había ofrecido cruzarlos por el río y guiarlos en la selva, dispuesto a colaborar con ellos después que el Ejército irrumpió en su aldea dejando un reguero de ranchos quemados, animales despanzurrados y muchachas violadas. Se comunicarían con los prisioneros a través de un par de indios, sirvientes de la cocina de la prisión. El día señalado los detenidos debían estar preparados para desarmar a algunos guardias y deslizarse hasta el patio, donde el Comandante Rogelio y sus hombres los rescatarían. La parte más débil del plan, tal como señaló Mimí sin que fuera necesaria ninguna experiencia para llegar a esa conclusión, era que los guerrilleros lograran salir de las celdas de seguridad. Cuando el Comandante Rogelio fijó como plazo máximo el martes de la semana siguiente, ella lo miró entre sus largas pestañas de pelo de visón y en ese momento tuvo el primer atisbo de que el asunto iba en serio. Una decisión de tal magnitud no podía tomarse al azar, de modo que sacó sus naipes, le indicó que cortara el mazo con la mano izquierda, distribuyó las cartas de acuerdo a un orden establecido en la antigua civilización egipcia y procedió a leer el mensaje de las fuerzas sobrenaturales, mientras él la observaba con una mueca sarcástica, mascullando que debía estar demente para confiar el éxito de semejante empresa a esa extravagante criatura.

– No puede ser el martes, sino el sábado, determinó ella cuando volteó El Mago y salió con la cabeza para abajo.

– Será cuando yo diga, replicó él dejando bien clara su opinión sobre ese delirio.

– Aquí dice sábado y tú no estás en condiciones de desafiar al Tarot.

– Martes.

– Los sábados por la tarde la mitad de los guardias anda de parranda en el burdel de Agua Santa y la otra mitad ve el béisbol en la televisión.

Ése fue el argumento decisivo en favor de la quiromancia. En eso estaban, discutiendo alternativas, cuando me acordé de la Materia Universal. El Comandante Rogelio y Mimí levantaron la vista de los naipes y me contemplaron perplejos. Así fue como sin proponérmelo, terminé en compañía de media docena de guerrilleros amasando porcelana fría en un rancho indígena a poca distancia de la casa del turco donde pasé los mejores años de mi adolescencia.

Entré en Agua Santa en un coche destartalado con placas robadas, conducido por el Negro. El lugar no había cambiado mucho, la calle principal había crecido un poco, se veían viviendas nuevas, varios almacenes y algunas antenas de televisión, pero permanecían inmutables el bochinche de los grillos, el sofoco implacable del mediodía y la pesadilla de la selva que comenzaba al borde del camino. Tenaces y pacientes, sus habitantes soportaban el vaho caliente y el desgaste de los años, casi aislados del resto del país por una vegetación inmisericorde. En principio no debíamos detenernos en el pueblo, nuestro destino era la aldea de los indios a medio camino de Santa María, pero cuando vi las casas con sus techos de tejas, las calles lustrosas por la última lluvia y las mujeres sentadas en sus sillas de paja en los umbrales de las puertas, me volvieron los recuerdos con una fuerza ineludible y le supliqué al Negro que pasara frente a La Perla de Oriente sólo para echar un vistazo, aunque fuera de lejos. Tantas cosas se habían arruinado en ese tiempo, tantos habían muerto o habían partido sin despedirse, que imaginaba la tienda convertida en un fósil irremediable, descuajada por el uso y las travesuras del olvido, por eso me sorprendió verla surgir ante mis ojos como un espejismo ileso. Su fachada estaba reconstruida, las letras del nombre recién pintadas, la vitrina lucía herramientas agrícolas, comestibles, ollas de aluminio y dos flamantes maniquíes con pelucas amarillas. Había tal aire de renovación, que no pude resistir y me bajé del automóvil para asomarme a la puerta. El interior también había sido rejuvenecido con un mostrador moderno, pero los sacos de granos, los rollos de telas baratas y los frascos de caramelos eran similares a los de antes.

Riad Halabí se hallaba sacando cuentas junto a la caja, vestido con una guayabera de batista y tapándose la boca con un pañuelo blanco. Era el mismo que yo guardaba en la memoria, ni un minuto había pasado para él, estaba intacto como a veces se conserva el recuerdo del primer amor. Me aproximé con timidez, conmovida por la misma ternura de los diecisiete años, cuando me senté sobre sus rodillas para pedirle el regalo de una noche de amor y ofrecerle esa virginidad que mi Madrina medía con una cuerda de siete nudos.

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