Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– Sigue escribiendo, Eva, tengo curiosidad por saber cómo va a terminar ese sartal de disparates, dijo al despedirse.

Las inundaciones comenzaron al tercer día de lluvias y al quinto el Gobierno decretó estado de emergencia. Las catástrofes a causa del mal tiempo eran habituales, nadie tomaba la precaución de limpiar las acequias o destapar las alcantarillas, pero esta vez el temporal sobrepasó todo lo imaginable. El agua arrastró los ranchos de los cerros, desbordó el río que atraviesa la capital, se metió en las casas, se llevó los automóviles, los árboles y la mitad del estadio deportivo. Los camarógrafos de la Televisora Nacional se subieron en botes de goma y filmaron a las víctimas en los techos de sus viviendas, donde esperaban con paciencia ser rescatados por los helicópteros militares. Aunque pasmados y hambrientos, muchos cantaban, porque habría sido una estupidez agravar la

desgracia lamentándose. La lluvia cesó al cabo de una semana con el mismo método empírico empleado años atrás para combatir la sequía. El Obispo sacó al Nazareno en procesión y todo el mundo salió detrás rezando y haciendo mandas debajo de sus paraguas, ante las burlas de los empleados del Instituto Meteorológico, quienes se habían comunicado con sus colegas en Miami y podían asegurar que, de acuerdo a las mediciones de los globos sonda y las octavas de nubes, el aguacero iba a durar nueve días más. Sin embargo, el cielo se despejó tres horas después que el Nazareno volvió al altar de la catedral mojado como un estropajo, a pesar del baldaquino con que intentaron protegerlo. Su peluca destiñó, le corrió un líquido oscuro por el rostro y los más devotos cayeron de rodillas convencidos de que la imagen sudaba sangre. Eso contribuyó al prestigio del catolicismo y aportó tranquilidad a algunas almas inquietas por el empuje ideológico de los marxistas y la llegada de los primeros grupos mormones, compuestos por candorosos y enérgicos jóvenes en camisas de manga corta, que se introducían en los hogares y convertían a las familias desprevenidas.

Cuando se detuvo la lluvia y sacaron la cuenta de las pérdidas para reparar los daños y organizar de nuevo a la ciudadanía, apareció flotando cerca de la Plaza del Padre de la Patria un ataúd de modesta confección, pero en perfecto estado. El agua lo había llevado navegando desde un rancherío del cerro en el oeste de la ciudad por diversas calles convertidas en torrentes, hasta depositarlo intacto en pleno centro. Al abrirlo descubrieron a una anciana durmiendo apacible. Yo la vi en el noticiario de las nueve, llamé al canal para averiguar los detalles y partí con Mimí rumbo a los refugios improvisados por el Ejército para albergar a los damnificados. Llegamos a unas grandes tiendas de campaña donde se amontonaban las familias esperando el buen tiempo. Muchos habían perdido hasta los documentos de identidad, pero en las carpas no reinaba la tristeza, aquel desastre era un buen pretexto para descansar y una ocasión de hacer nuevos amigos mañana verían cómo salir de la mala situación, hoy era inútil llorar por lo que el agua se llevó. Allí encontramos a Elvira flaca y brava, en camisa de dormir, sentada en una colchoneta, contándole a un círculo de oyentes, cómo se había salvado del diluvio en su extraña arca. De este modo recuperé a mi abuela. Al verla en la pantalla la reconocí de inmediato, a pesar del pelo blanco y el mapa de arrugas en que se había transformado su cara, porque nuestra larga separación no había rozado su espíritu, en el fondo seguía siendo la misma mujer que me cambiaba cuentos por plátanos fritos y por el derecho de jugar a la muerte en su féretro. Me abrí paso, me abalancé sobre ella y la estreché con la premura acumulada en esos años de ausencia. En cambio Elvira me besó sin aspavientos, como si en su alma no hubiera transcurrido el tiempo, nos hubiéramos visto el día anterior y todas las modificaciones en mi aspecto no fueran más que una engañifa de sus ojos cansados.

– Imagínate, pajarito, tanto dormir en el cajón para que la muerte me agarre preparada y al final lo que me agarra es la vida. Nunca más me acuesto en un ataúd, ni cuando me toque ir al cementerio. Quiero que me entierren de pie, como un árbol.

La llevamos a casa. En el taxi durante el trayecto, Elvira contempló a Mimí, nunca había visto nada parecido, opinó que era como una enorme muñeca. Más tarde la palpó por todos los lados con sus sabias manos de cocinera y comentó que tenía la piel más blanca y más suave que una cebolla, los senos duros como toronjas verdes y olía a la torta de almendras y especies de la Pastelería Suiza, luego se puso los anteojos para observarla mejor y entonces ya no le cupo duda alguna de que no era criatura de este mundo. Es un arcángel, concluyó. Mimí también simpatizó con ella desde el primer momento, porque aparte de su mamma, cuyo amor jamás le había fallado, y yo, no contaba con familia propia, todos sus parientes le habían vuelto la espalda al verla en un cuerpo de mujer. También ella necesitaba una abuela. Elvira aceptó nuestra hospitalidad en vista de que se lo pedimos con insistencia y además el aguacero se había llevado todos sus bienes materiales, excepto el féretro, contra el cual Mimí no tuvo objeciones, a pesar de que no armonizaba con la decoración interior. Pero Elvira ya no lo quería. El ataúd le había salvado la vida una vez y no estaba dispuesta a correr ese riesgo de nuevo.

A los pocos días regresó Rolf Carlé de Praga y me llamó. Me pasó a buscar en un jeep destartalado por el maltrato, enfilamos hacia el litoral y a media mañana llegamos a una playa de aguas translúcidas y arenas rosadas, muy diferente al mar de olas abruptas donde yo había navegado tan a menudo en el comedor de los solterones. Chapoteamos en el agua y descansamos al sol hasta que nos dio hambre, entonces nos vestimos y partimos en busca de un mesón donde comer pescado frito. Pasamos la tarde mirando la costa, bebiendo vino blanco y contándonos las vidas. Le hablé de mi niñez, cuando servía en casas ajenas, de Elvira salvada de las aguas, de Riad Halabí y otros hechos, pero pasé por alto a Huberto Naranjo, a quien nunca mencionaba, por el firme hábito de la clandestinidad. Por su parte Rolf Carlé me contó del hambre de la guerra, la desaparición de su hermano Jochen, de su padre colgado en el bosque, del campo de prisioneros.

– Es muy extraño, nunca había puesto estas cosas en palabras.

– ¿Por qué?

– No lo sé, me parece que son secretos. Son la parte más oscura de mi pasado, dijo y después se quedó mucho rato en silencio con los ojos fijos en el mar y otra expresión en sus ojos grises.

– ¿Qué pasó con Katharina?

– Tuvo una muerte triste, sola en un hospital.

– Está bien, se murió, pero no como tú dices. Busquemos un buen final para ella. Era domingo, el primer día con sol en esa temporada. Katharina amaneció muy animada y la enfermera la sentó en la terraza en una silla de lona, con las piernas envueltas en una cobija. Tu hermana se quedó mirando los pájaros que comenzaban a armar sus nidos en los aleros del edificio y los nuevos brotes en las ramas de los árboles. Estaba abrigada y segura, como cuando se dormía en tus brazos bajo la mesa de la cocina, en verdad en ese momento soñaba contigo. No tenía memoria, pero su instinto conservaba intacto el calor que tú le dabas y cada vez que se sentía contenta, murmuraba tu nombre. En eso estaba, nombrándote alegremente, cuando se le desprendió el espíritu sin darse cuenta.

Poco después llegó tu madre a visitarla, como todos los domingos, y la encontró inmóvil, sonriendo, entonces le cerró los ojos, la besó en la frente y compró para ella una urna de novia, donde la acostó sobre el mantel blanco.

– Y mi madre, ¿tienes un buen destino para ella también? preguntó Rolf Carlé con la voz quebrada.

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