Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– Mi Coronel espera su respuesta, se cuadró el hombre.

– Dígale que no puedo, tengo otro compromiso.

Al llegar a casa se lo conté a Mimí, quien pasó por alto la observación de que ese hombre era enemigo de Huberto Naranjo y consideró la situación desde el punto de vista de los folletines de amor que nutrían sus horas de ocio, concluyendo que yo había hecho lo indicado, siempre es bueno hacerse rogar, repitió como tantas veces.

– Debes ser la primera mujer que le rechaza una invitación, te apuesto que mañana insiste, pronosticó.

No fue así. Nada supe de él hasta el viernes siguiente, cuando realizó una visita sorpresa a la fábrica. Al saber que estaba en el edificio, me di cuenta de que lo había esperado durante días, espiando hacia el corredor, procurando adivinar sus pasos a través del estruendo de las máquinas de coser, deseando verlo y al mismo tiempo temiendo su aparición, con una impaciencia ya casi olvidada, porque desde los comienzos de mi relación con Huberto Naranjo no padecía tales tormentos. Pero el militar no se acercó a mi oficina y cuando sonó la sirena de las doce suspiré con una mezcla de alivio y de despecho. En las semanas siguientes volví a pensar en él algunas veces.

Diecinueve días más tarde, al llegar por la noche a casa, encontré al Coronel Tolomeo Rodríguez tomando café en compañía de Mimí. Estaba sentado en una de las poltronas orientales, se puso en pie y me extendió una mano sin sonreír.

– Espero no importunarla. Vine porque deseaba hablarle, dijo.

– Quiere hablarte, repitió Mimí, pálida como uno de los grabados colgados en la pared.

– Ha pasado algún tiempo sin verla y me he tomado la libertad de visitarla, dijo en el tono ceremonioso que empleaba con frecuencia.

– Por eso vino, agregó Mimí.

– ¿Aceptaría mi invitación a cenar?

– Quiere que vayas a comer con él, tradujo de nuevo Mimí al borde de la fatiga, porque lo había reconocido apenas entró y le volvieron de golpe todos los recuerdos: era quien inspeccionaba cada tres meses el Penal de Santa María en los tiempos de su infortunio. Estaba descompuesta, aunque confiaba en que él no podría relacionar la imagen de un miserable recluso de El Harén, infectado de paludismo, cubierto de llagas y con la cabeza afeitada, con la mujer asombrosa que ahora le servía café.

¿Por qué no me negué de nuevo? Tal vez no fue por temor, como creí entonces, tenía ganas de estar con él. Me di una ducha para quitarme el agobio del día, me puse mi vestido negro, me cepillé el pelo y me presenté en la sala, dividida entre la curiosidad y rabia conmigo misma porque sentía que estaba traicionando a Huberto. El militar me ofreció el brazo con un gesto algo ampuloso, pero pasé por delante sin tocarlo, ante la mirada desolada de Mimí, quien aún no lograba reponerse de la impresión. Entré en la limusina deseando que los vecinos no vieran las motos de la escolta, no fueran a pensar que me había convertido en la querida de un general. El chofer nos condujo a uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, una mansión versallesca donde el cocinero saludaba a los clientes de honor y un anciano adornado con una banda presidencial y provisto de una tacita de plata, probaba los vinos.

El Coronel parecía a sus anchas, pero yo me sentía como un náufrago entre sillas de brocado azul, ostentosos candelabros y un batallón de sirvientes. Me pasaron un menú escrito en francés y Rodríguez, adivinando mi desconcierto, escogió por mí. Me encontré frente a un cangrejo sin saber cómo atacarlo, pero el mozo quitó la carne del caparazón y me la colocó en el plato. Ante la batería de cuchillos curvos y rectos, copas de dos colores y aguamaniles, agradecí los cursos de Mimí en el instituto para reinas de belleza y las enseñanzas del amigo decorador, porque pude desempeñarme sin hacer el ridículo, hasta que me presentaron un sorbete de mandarina entre la entrada y la carne. Miré asombrada la minúscula bola coronada por una hoja de menta y pregunté por qué servían los postres antes del segundo plato. Rodríguez se rió y ese gesto tuvo la virtud de anular los galones de su manga y quitarle varios años del rostro. A partir de ese instante todo fue más fácil. Ya no me parecía un prócer de la nación, lo examiné a la luz de aquellas velas palaciegas y él quiso saber por qué lo miraba así, a lo cual respondí que lo hallaba muy parecido al puma embalsamado.

– Cuénteme su vida, Coronel, le pedí a los postres.

Creo que esa petición lo sorprendió y por un instante lo puso alerta, pero después debe haberse dado cuenta que yo no era una espía del enemigo, casi pude leer sus pensamientos, es sólo una pobre mujer de la fábrica, ¿cuál será su parentesco con esa actriz de televisión? bonita, por cierto, mucho más que esta muchacha tan mal vestida, estuve a punto de invitar a la otra, pero dicen que es un maricón, cuesta creerlo, de todos modos no puedo correr el riesgo de que me vean con un degenerado. Acabó hablándome de su infancia en la hacienda de su familia en una zona agreste, desértica, estepas sopladas por el viento, donde el agua y la vegetación tienen un valor especial y las gentes son fuertes, porque viven en la aridez. No era hombre de la región tropical del país, tenía recuerdos de largas cabalgatas por el llano, de mediodías calientes y secos. Su padre, un caudillo local, lo metió en las Fuerzas Armadas a los dieciocho años sin preguntarle su parecer, para que sirva a la patria con pundonor, hijo, como debe ser, le ordenó. Y él así lo hizo sin vacilar, la disciplina es lo primero, quien sabe obedecer aprende a mandar. Estudió ingeniería y ciencias políticas, había viajado, leía poco, le gustaba mucho la música, se confesó frugal, casi abstemio, casado, padre de tres hijas. Pese a su prestigio de severidad, esa noche exhibió buen humor y al final me dio las gracias por la compañía, se había divertido, dijo, yo era una persona original, aseguró, aunque no me oyó más de cuatro frases, él había acaparado la conversación.

– Soy yo quien le agradece, Coronel. Nunca había estado en este lugar, es muy elegante.

– No tiene que ser la última vez, Eva. ¿Podríamos vernos la próxima semana?

– ¿Para qué?

– Bueno, para conocernos mejor…

– ¿Usted quiere acostarse conmigo, Coronel?

Dejó caer los cubiertos y durante casi un minuto mantuvo los ojos clavados en el plato.

– Ésa es una pregunta brutal y merece una respuesta similar, respondió por fin. Sí, eso deseo. ¿Acepta?

– No, muchas gracias. Las aventuras sin amor me ponen triste.

– No he dicho que el amor esté excluido.

– ¿Y su mujer?

– Aclaremos una cosa, mi señora esposa no tiene nada que ver en esta conversación y no volveremos a mencionarla jamás. Hablemos de nosotros. No es propio que lo diga yo, pero puedo hacerla feliz si me lo propongo.

– Dejemos los rodeos, Coronel. Me imagino que usted tiene mucho poder, puede hacer lo que quiera y siempre lo hace, ¿verdad?

– Está equivocada. Mi cargo me impone responsabilidades y deberes con la patria y yo estoy dispuesto a cumplirlos. Soy un soldado, no hago uso de privilegios y mucho menos de este tipo. No intento presionarla, sino seducirla y estoy seguro de lograrlo, porque los dos nos sentimos atraídos. La haré cambiar de opinión y terminará amándome…

– Discúlpeme, pero lo dudo.

– Prepárese, Eva, porque no la voy a dejar en paz hasta que me acepte, sonrió él.

– En ese caso no perdamos tiempo. Yo no pienso ponerme a discutir con usted porque me puede ir mal. Vamos ahora mismo, salimos de esto en un santiamén y después me deja tranquila.

El militar se puso en pie con la cara roja. De inmediato dos mozos corrieron solícitos a atenderlo y de las mesas vecinas se dieron vuelta a observarnos. Entonces volvió a sentarse y durante un rato estuvo en silencio, rígido, respirando agitadamente.

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