– Nada de mariqueras, compañeros, nadie se muere de esto, murmuró. Déjenme, se me va a pasar solo.
Rolf Carlé sentía emociones contradictorias por ese hombre, nunca estaba cómodo en su presencia, suponía que no contaba con su confianza y por lo mismo no comprendía por qué lo dejaba hacer su trabajo, le molestaba su severidad y también admiraba lo que lograba con sus hombres. De la ciudad le llegaban unos muchachos imberbes y al cabo de unos meses él los convertía en guerreros, inmunes a la fatiga y al dolor, duros, pero de algún modo se las arreglaba para preservarles los ideales de la adolescencia. No había antídoto para la picadura de alacrán, el botiquín de primeros auxilios estaba casi vacío. Se quedó al lado del enfermo arropándolo, dándole agua, limpiándolo. A los dos días bajó la calentura y el Comandante le sonrió con la mirada, entonces comprendió que a pesar de todo eran amigos.
A Rolf Carlé no le bastó la información obtenida entre los guerrilleros, le faltaba la otra mitad de la noticia. Se despidió del Comandante Rogelio sin muchas palabras, los dos conocían las reglas y habría sido una grosería hablar de ellas. Sin comentar con nadie lo que había experimentado en la montaña, Rolf Carlé se metió en los Centros de Operaciones del Ejército, acompañó a los soldados en sus excursiones, habló con los oficiales, entrevistó al Presidente y hasta consiguió permiso para asistir a los entrenamientos militares. Al finalizar tenía miles de metros de película, cientos de fotografías, horas de grabaciones, poseía más información sobre el tema que nadie en el país.
– ¿Crees que la guerrilla tendrá éxito, Rolf?
– Francamente no, señor Aravena.
– En Cuba lo lograron. Allí demostraron que se puede derrotar a un ejército regular.
– Han pasado varios años y los gringos no permitirán nuevas revoluciones. En Cuba las condiciones eran diferentes, allá luchaban contra una dictadura y tenían apoyo popular.
Aquí hay una democracia llena de defectos pero el pueblo está orgulloso de ella. La guerrilla no cuenta con la simpatía de la gente, y con pocas excepciones, sólo ha podido reclutar estudiantes en las universidades.
– ¿Qué piensas de ellos?
– Son idealistas y valientes.
– Quiero ver todo lo que conseguiste, Rolf, le exigió Aravena.
– Voy a editar la película para suprimir todo lo que no se puede mostrar ahora. Usted me dijo una vez que nosotros no estamos aquí para cambiar la historia, sino para dar noticias.
– Aún no me acostumbro a tus arranques de pedantería, Rolf. ¿Así que tu película puede cambiar el destino del país?
– Sí.
– Ese documental tiene que estar en mi archivo.
– No puede caer en manos del Ejército por ningún motivo, sería fatal para los hombres que están en la montaña. No los traicionaré y estoy seguro que usted haría lo mismo.
El director de la Televisora Nacional se fumó el cigarro hasta la colilla, en silencio, observando a su discípulo a través del humo sin asomo de sarcasmo, pensando, recordando los años de oposición a la dictadura del General, revisando sus emociones de entonces.
– No te gusta aceptar consejos, pero esta vez debes hacerme caso, Rolf, dijo por fin. Esconde tus películas, porque el Gobierno sabe que existen y tratará de quitártelas por las buenas o por las malas. Edita, suprime, conserva todo lo que te parezca necesario, pero te advierto que es como almacenar nitroglicerina. En fin, tal vez en un tiempo más podremos sacar al aire ese documental y quién sabe si dentro de una década también podremos mostrar lo que ahora crees que cambiaría la historia.
Rolf Carlé llegó el sábado a la Colonia con una maleta cerrada con candado y se la entregó a sus tíos con la recomendación de no hablar de eso con nadie y ocultarla hasta que él volviera por ella. Burgel la forró con una cortina de plástico y Rupert la colocó bajo unas tablas de la carpintería sin hacer comentarios.
En la fábrica sonaba la sirena a las siete de la mañana, se abría la puerta y doscientas mujeres entrábamos en tropel, desfilando ante las supervisoras, que nos revisaban de pies a cabeza en previsión de posibles sabotajes. Allí se fabricaban desde las botas de los soldados hasta los galones de los generales, todo medido y pesado, para que ni un botón, ni una hebilla, ni una hebra de hilo cayera en manos criminales, como decía el Capitán, porque esos cabrones son capaces de copiarnos los uniformes y mezclarse con nuestra tropa para entregar la patria al comunismo, malditos sean. Las enormes salas sin ventanas, se iluminaban con luces fluorescentes, el aire entraba a presión por tubos colocados en el techo, abajo se alineaban las máquinas de coser y a dos metros del suelo corría a lo largo de los muros un balcón estrecho por donde caminaban los vigilantes, cuya misión consistía en controlar el ritmo del trabajo para que ninguna vacilación, ningún escalofrío, ni el menor impedimento atentara contra la producción. A esa altura quedaban las oficinas, pequeños cubículos para los oficiales, los contadores y las secretarias. El ruido era un formidable rugido de catarata, que obligaba a andar con tapones en las orejas y a entenderse por gestos. A las doce se escuchaba por encima del barullo atronador la sirena para la colación del mediodía llamando a los comedores, donde servían un almuerzo tosco, pero contundente, similar al rancho de los conscriptos. Para muchas obreras ésa constituía la única comida del día y algunas guardaban una parte para llevar a sus casas, a pesar de la vergüenza que les significaba pasar ante las supervisoras con los restos envueltos en papel. El maquillaje estaba prohibido y el pelo debía llevarse corto o cubierto por un pañuelo, porque en una ocasión el eje de una bobinadora le cogió la melena a una mujer y cuando cortaron la electricidad ya era tarde, le había arrancado el cuero cabelludo. De todos modos, las más jóvenes procuraban verse bonitas con pañuelos alegres, faldas cortas, un poco de carmín, a ver si lograban atraer a un jefe v cambiar su suerte, ascendiendo dos metros más arriba, al balcón de las empleadas, donde el sueldo y el trato eran más dignos. La historia jamás comprobada de una operaria que así llegó a casarse con un oficial, alimentaba la imaginación de las novatas, pero las mujeres mayores no elevaban la vista hacia tales quimeras, trabajaban calladas y de prisa para aumentar su cuota.
El Coronel Tolomeo Rodríguez aparecía de vez en cuando para inspección. Su llegada enfriaba el aire y aumentaba el ruido. Era tanto el peso de su rango y el poder que emanaba de su persona, que no necesitaba levantar la voz ni gesticular, le bastaba una mirada para hacerse respetar. Pasaba revista, hojeaba los libros de registro, se introducía en las cocinas, interrogaba a las obreras, ¿usted es nueva? ¿qué comieron hoy? aquí hace mucho calor, suban la ventilación, usted tiene los ojos irritados, pase por la oficina para que le den un permiso. Nada se le escapaba. Algunos subalternos lo odiaban todos le temían, se rumoreaba que hasta el Presidente se cuidaba de él, porque contaba con el respeto de los oficiales jóvenes y en cualquier momento podría ceder a la tentación de alzarse contra el gobierno constitucional.
Yo lo había visto siempre de lejos, porque mi oficina estaba al final del pasillo y mi trabajo no requería de su inspección pero aún a esa distancia podía percibir su autoridad. Un día de marzo lo conocí. Lo estaba mirando a través del cristal que me separaba del corredor y de pronto él se volvió y nuestros ojos se encontraron. Ante él todo el personal empleaba la mirada periférica, nadie le fijaba la vista, pero yo no pude pestañear, quedé suspendida de sus pupilas, hipnotizada. Me pareció que pasaba mucho rato. Por último él caminó en mi dirección. El ruido me impedía oír sus pasos, daba la impresión de avanzar flotando, seguido a cierta distancia por su secretario y el Capitán. Cuando el Coronel me saludó con una leve inclinación, pude apreciar de cerca su tamaño, sus manos expresivas, su pelo grueso, sus dientes grandes y parejos. Era atrayente como un animal salvaje. Esa tarde, al salir de la fábrica, había una limusina oscura detenida en la puerta y un ordenanza me pasó una nota con una invitación manuscrita del Coronel Tolomeo Rodríguez para cenar con él.
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