Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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La sacamos del hospicio, la bañamos, le arreglamos las pocas mechas que aún conservaba en la cabeza, la vestimos con ropa nueva y la trasladamos con todos sus santos a una clínica privada situada en la costa, en medio de palmeras, cascadas de agua dulce y grandes jaulas con guacamayas. Era un lugar para gente rica, pero la aceptaron a pesar de su aspecto, porque Mimí era amiga del director, un psiquiatra argentino. Allí quedó instalada en una habitación pintada de rosa, con vista al mar y música ambiental, cuyo costo era bastante elevado, pero bien valía el esfuerzo, porque por primera vez desde que yo podía recordar la Madrina parecía contenta.

Mimí pagó la primera mensualidad, pero ese deber es mío. Empecé a trabajar en la fábrica.

– Eso no es para ti. Tienes que estudiar para escritora, alegaba Mimí.

– Eso no se estudia en ninguna parte.

Huberto Naranjo apareció de súbito en mi vida y asimismo se esfumó horas después sin aclarar sus motivos, dejándome un rastro de selva, lodo y pólvora. Comencé a vivir para esperarlo y en esa larga paciencia recreé muchas veces la tarde del primer abrazo, cuando después de compartir un café casi en silencio, mirándonos con determinación apasionada, nos fuimos de la mano a un hotel, rodamos juntos sobre la cama y él me confesó que nunca me quiso como hermana y que en todos esos años no había dejado de pensar en mí.

– Bésame, no debo amar a nadie, pero tampoco puedo dejarte, bésame otra vez, susurró abrazándome y después se quedó con los ojos de piedra, empapado de sudor, temblando.

– ¿Dónde vives? ¿Cómo voy a saber de ti?

– No me busques, yo regresaré cuando pueda. Y volvió a apretarme como enloquecido, con urgencia y torpeza.

Por un tiempo no tuve noticias de él y Mimí opinó que eso era la consecuencia de ceder en la primera salida, había que hacerse rogar, ¿cuántas veces te lo he dicho? los hombres hacen todo lo posible por acostarse con una y cuando lo consiguen nos desprecian, ahora él te considera fácil, puedes aguardar sentada, no volverá. Pero Huberto Naranjo apareció de nuevo, me abordó en la calle y otra vez fuimos al hotel y nos amamos del mismo modo. A partir de entonces tuve el presentimiento de que siempre regresaría, aunque en cada oportunidad él insinuaba que era la última vez. Entró en mi existencia envuelto en un hálito de secreto, trayendo consigo algo heroico y terrible. Echó a volar mi imaginación y creo que por eso me resigné a amarlo en tan precarias condiciones.

– No sabes nada de él. Seguro está casado y es padre de media docena de chiquillos, refunfuñaba Mimí.

– Tienes el cerebro podrido por los folletines. No todos son como el malvado de la telenovela.

– Yo sé lo que digo. A mí me criaron para hombre, fui a una escuela de varones, jugué con ellos y traté de acompañarlos al estadio y a los bares. Conozco mucho más que tú de este tema. No sé cómo será en otras partes del mundo, pero aquí no se puede confiar en ninguno.

Las visitas de Huberto no seguían un patrón previsible, sus ausencias podían prolongarse un par de semanas o varios meses. No me llamaba, no me escribía, no me enviaba mensajes y de pronto, cuando menos lo suponía, me interceptaba en la calle, como si conociera todos mis pasos y estuviera oculto en la sombra. Siempre parecía una persona diferente, a veces con bigotes, otras con barba o con el cabello peinado de otro modo, como si fuera disfrazado. Eso me asustaba pero también me atraía, tenía la impresión de amar a varios hombres simultáneamente. Soñaba con un lugar para nosotros dos, deseaba cocinar su comida, lavar su ropa, dormir con él cada noche, caminar por las calles sin rumbo premeditado, de la mano como esposos. Yo sabía que él estaba hambriento de amor, de ternura, de justicia, de alegría, de todo. Me estrujaba como si quisiera saciar una sed de siglos, murmuraba mi nombre y de pronto se le llenaban los ojos de lágrimas. Hablábamos del pasado, de los encuentros cuando éramos niños, pero nunca nos referíamos al presente o al futuro. Algunas veces no conseguíamos estar juntos una hora, él parecía estar huyendo, me abrazaba con angustia y salía disparado. Si no había tanta prisa, yo recorría su cuerpo con devoción, lo exploraba, contaba sus pequeñas cicatrices, sus marcas, comprobaba que había adelgazado, que sus manos estaban más callosas y su piel más seca, qué tienes aquí, parece una llaga, no es nada, ven. En cada despedida me quedaba un gusto amargo en la boca, una mezcla de pasión, despecho y algo similar a la piedad. Para no inquietarlo, en ocasiones fingía una satisfacción que estaba lejos de sentir. Era tanta la necesidad de retenerlo y enamorarlo, que opté por seguir los consejos de Mimí y no puse en práctica ninguno de los trucos aprendidos en los libros didácticos de la Señora y tampoco le enseñé las sabias caricias de Riad Halabí, no le hablé de mis fantasías, ni le indiqué las cuerdas exactas que Riad había pulsado, porque presentía que él me habría acosado a preguntas, dónde, con quién, cuándo lo hiciste. A pesar de los alardes de mujeriego que le escuché tantas veces en la época de su adolescencia, o tal vez por serlo, era mojigato conmigo, yo a ti te respeto, me decía, tú no eres como las otras, ¿como quiénes? insistía yo y él sonreía, irónico y distante. Por prudencia, no le mencioné mi pasión adolescente por Kamal, mi amor inútil por Riad ni los encuentros efímeros con otros amantes. Cuando me interrogó sobre mi virginidad, le contesté qué te importa mi virginidad, puesto que tampoco puedes ofrecerme la tuya, pero la reacción de Huberto fue tan violenta, que preferí omitir mi espléndida noche con Riad Halabí e inventé que me habían violado los policías de Agua Santa cuando me llevaron detenida por la muerte de Zulema. Tuvimos una absurda discusión y por fin él se disculpó, soy un bruto, perdóname, tú no tienes la culpa, Eva, esos canallas me lo van a pagar, lo juro, pagarán.

– Cuando tengamos oportunidad de estar tranquilos, las cosas van a funcionar mucho mejor, sostenía yo en las conversaciones con Mimí.

– Si no te hace feliz ahora, no lo hará nunca. No entiendo por qué sigues con él, es un sujeto muy raro.

Por un largo período la relación con Huberto Naranjo alteró mi existencia, andaba desesperada, urgida, trastornada por el anhelo de conquistarlo y retenerlo a mi lado. Dormía mal, sufría atroces pesadillas, me fallaba el entendimiento, no podía concentrarme en mi trabajo o en mis cuentos, buscando alivio sustraía los tranquilizantes del botiquín y los tomaba a escondidas. Pero pasó el tiempo y finalmente el fantasma de Huberto Naranjo se encogió, se hizo menos omnipresente, se redujo a un tamaño más cómodo y entonces pude vivir por otros motivos, no sólo para desearlo. Seguí pendiente de sus visitas porque lo amaba y me sentía la protagonista de una tragedia, la heroína de una novela, pero pude hacer una vida tranquila y seguir escribiendo por las noches. Recordé la decisión tomada cuando me enamoré de Kamal, de no volver a padecer el ardor insoportable de los celos, y la mantuve con una determinación terca y taimada. No me permití a mí misma suponer que en esas separaciones él buscaba a otras mujeres ni pensar que fuera un bandolero, como decía Mimí; prefería imaginar que existía una razón superior para su comportamiento, una dimensión aventurera a la cual yo no tenía acceso, un mundo viril regido por leyes implacables. Huberto Naranjo estaba comprometido con una causa que debía ser para él más importante que nuestro amor. Me propuse entenderlo y aceptarlo. Cultivaba un sentimiento romántico hacia ese hombre que iba tornándose cada vez más seco, fuerte y silencioso, pero dejé de hacer planes para el futuro.

El día que mataron a dos policías cerca de la fábrica donde yo trabajaba, confirmé mis sospechas de que el secreto de Huberto estaba relacionado con la guerrilla. Les dispararon con una ametralladora desde un automóvil en marcha. De inmediato se llenó la calle de gente, patrullas, ambulancias, allanaron todo el vecindario. Dentro de la fábrica se detuvieron las máquinas, alinearon a los operarios en los patios, revisaron el local de arriba abajo y por fin nos soltaron con orden de irnos a casa, porque toda la ciudad estaba alborotada. Caminé hasta la parada del autobús y allí encontré a Huberto Naranjo esperándome. Llevaba casi dos meses sin verlo y me costó un poco reconocerlo, porque parecía haber envejecido de súbito. Esa vez no sentí placer alguno en sus brazos y tampoco intenté simularlo, tenía el pensamiento en otra parte. Después, sentados en la cama, desnudos sobre unas sábanas toscas tuve la sensación de que cada día nos alejábamos más y me dio lástima por los dos.

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