Una tarde de septiembre me encontré con Huberto Naranjo en una esquina. Él rondaba por allí observando de lejos una fábrica de uniformes militares. Había bajado a la capital para conseguir armas y botas, ¿qué puede hacer un hombre sin botas en la montaña? y de paso convencer a sus jefes sobre la necesidad de cambiar de estrategia, porque sus muchachos eran diezmados por el Ejército. Llevaba la barba afeitada y el pelo corto, vestía un traje de ciudad y cargaba un discreto maletín en la mano. En nada se parecía a los afiches ofreciendo recompensa por la captura de un barbudo con boina negra, que desde los muros miraba desafiante a los transeúntes. La prudencia más elemental indicaba que así se estrellara de frente con su propia madre, debía continuar su camino como si no la viera, pero yo surgí ante él de sorpresa, tal vez en ese momento sus defensas estaban bajas. Dijo que me vio cruzar la calle y por los ojos me reconoció de inmediato, a pesar de que casi nada más quedaba de la criatura que él dejó en casa de la Señora varios años atrás para que se la cuidaran como si fuera su hermana. Estiró la mano y me tomó por un brazo. Me volví sobresaltada y él murmuró mi nombre. Traté de recordar dónde lo había visto antes, pero ese hombre con aspecto de funcionario público, a pesar de la piel quemada por la intemperie, en nada se parecía al adolescente de copete engominado y botas de tacón con remaches plateados que fuera el héroe de mi infancia y protagonista de mis primeras fantasías amorosas. Entonces él cometió el segundo error.
– Soy Huberto Naranjo…
Le tendí la mano porque no se me ocurrió otra forma de saludarlo y los dos nos sonrojamos. Nos quedamos en la esquina mirándonos atónitos, teníamos más de siete años para contarnos, pero no sabíamos por donde empezar. Sentí una caliente languidez en las rodillas y el corazón a punto de explotar, me volvió de golpe la pasión olvidada en tanta ausencia, creí que lo había amado sin tregua y en treinta segundos me enamoré de nuevo. Huberto Naranjo llevaba largo tiempo sin mujer. Más tarde supe que esa privación de afecto y de sexo era para él lo más difícil de sobrellevar en la montaña. En cada visita a la ciudad corría al primer prostíbulo que surgiera a su paso y durante unos instantes, siempre demasiado breves, se hundía en el marasmo abismante de una sensualidad urgente, rabiosa y finalmente triste, que apenas aliviaba el hambre acumulada sin darle en realidad ninguna dicha. Cuando podía ofrecerse el lujo de pensar en sí mismo, lo agobiaba el anhelo de tener en los brazos a una muchacha que fuera sólo suya, de poseerla por completo, de que ella lo esperara, lo deseara y le fuera fiel. Y pasando por encima de todas las reglas que imponía a sus combatientes, me invitó a tomar un café.
Aquel día llegué muy tarde a la casa, levitando en estado de trance.
– ¿Qué te pasa? Tienes los ojos más claros que nunca, me preguntó Mimí, que me conocía como a sí misma y podía adivinar mis penas y alegrías aún a la distancia.
– Estoy enamorada.
– ¿Otra vez?
– Ahora es en serio. He esperado a este hombre durante años.
– Ya veo, el encuentro de dos almas gemelas. ¿Quién es él?
– No puedo decírtelo, es un secreto.
– ¡Cómo que no puedes decírmelo! Me cogió por los hombros, alterada. ¿Acabas de conocerlo y ya se interpuso entre nosotras?
– Está bien, no te enojes. Es Huberto Naranjo, pero nunca debes mencionar su nombre.
– ¿Naranjo? ¿Es el mismo de la calle República? ¿Y por qué tanto misterio?
– No lo sé, Mimí, dijo que cualquier comentario puede costarle la vida.
– ¡Siempre supe que ese tipo acabaría mal! A Huberto Naranjo lo conocí cuando era un chiquillo, le estudié las líneas de la mano y vi su destino en los naipes, no es para ti. Hazme caso, ése nació para bandido o para magnate, debe andar metido en contrabando, en tráfico de marihuana o en algún otro negocio sucio.
– ¡No te permito que hables así de él!
Para entonces vivíamos en una casa cerca del Club de Campo, la zona más elegante de la ciudad, donde habíamos encontrado una vivienda antigua y pequeña, al alcance de nuestro presupuesto. Mimí había logrado más fama de la que jamás soñó y se había vuelto tan hermosa, que no parecía de material humano. La misma fuerza de voluntad empleada en cambiar su naturaleza masculina, la colocó al servicio de refinarse y de convertirse en actriz. Depuso todas las extravagancias que podrían confundirse con vulgaridad, pasó a dictar la moda con sus trajes de marca y su maquillaje de luces y sombra, pulió su lenguaje, reservando algunas groserías sólo para casos de emergencia, pasó dos años estudiando actuación en un taller de teatro y modales en un instituto especializado en la formación de reinas de belleza, donde aprendió a subir a un automóvil con las piernas cruzadas, a morder hojas de alcachofa sin alterar la línea de su lápiz de labios y a bajar la escalera arrastrando una invisible estola de armiño. No ocultó su cambio de sexo, pero tampoco hablaba de ello. La prensa sensacionalista explotó esa aura de misterio, atizando la candela del escándalo y de la maledicencia. Su situación dio un vuelco dramático. Al pasar por la calle se volvían a mirarla, las colegialas la asaltaban para pedirle un autógrafo, tuvo contratos para telenovelas y montajes teatrales, donde demostró un talento histriónico que no se había visto en el país desde 1917, cuando el Benefactor trajo de París a Sarah Bernhardt, ya anciana, pero aún magnífica a pesar de equilibrarse sobre una sola pierna. La aparición de Mimí en el escenario aseguraba una platea llena, porque la gente viajaba de provincia para ver a esa criatura mitológica de quien se decía que tenía senos de hembra y falo de varón. La invitaban a desfiles de moda, como jurado en concursos de belleza, a las fiestas de caridad. Hizo su entrada triunfal en la alta sociedad para el Baile de Carnaval, cuando las familias más antiguas le dieron un espaldarazo al recibirla en los salones del Club de Campo. Esa noche Mimí pasmó a la concurrencia al presentarse vestida de hombre, con un suntuoso disfraz de rey de Thailandia, cubierta de falsas esmeraldas, conmigo del brazo ataviada como su reina. Algunos recordaban haberla aplaudido años atrás en un sórdido cabaret de sodomitas, pero eso, lejos de dañar su prestigio, aumentaba la curiosidad. Mimí sabía que nunca sería aceptada como miembro de esa oligarquía que por el momento la buscaba, era sólo un bufón exótico para decorar sus fiestas, pero el acceso a ese ambiente le fascinaba y para justificarse sostenía que era útil para su carrera de artista. Aquí lo más importante es tener buenas relaciones, me decía cuando me burlaba de esas veleidades.
El éxito de Mimí nos aseguró bienestar económico. Ahora vivíamos frente a un parque donde las niñeras paseaban a los hijos de sus patrones y los choferes sacaban a orinar a los perros finos. Antes de mudarnos regaló a las vecinas de la calle República las colecciones de peluches y almohadones bordados, y embaló en cajones las figuras de porcelana fría fabricadas por sus propias manos. Tuve la mala idea de enseñarle esa artesanía y durante largo tiempo pasó sus ratos libres preparando masa para modelar diversos adefesios. Contrató un profesional para que decorara su nueva morada y el hombre casi sufre un colapso al ver las creaciones de Materia Universal. Le suplicó que las mantuviera guardadas donde no pudieran alterar sus diseños de arquitectura interior y Mimí se lo prometió, porque él era muy agradable, de edad madura, pelo gris, ojos negros. Entre ellos surgió una amistad tan sincera, que ella se convenció de que había encontrado al fin la pareja señalada por el zodíaco. La astrología no falla, Eva, en mi carta astral está escrito que voy a vivir un gran amor en la segunda mitad de mi destino…
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