Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Allí se encontraban también el Teatro de la Ópera, el mejor restaurante francés de la ciudad, el Seminario y varios edificios residenciales, porque en la capital, como en el resto del territorio, todo estaba revuelto. En los mismos barrios se codeaban las mansiones señoriales con los ranchos miserables y cada vez que los nuevos ricos intentaban instalarse en una urbanización exclusiva, a la vuelta del año se encontraban rodeados por las chabolas de los nuevos pobres. Esa democracia urbanística se extendía a otros aspectos de la vida nacional y así es como a veces resultaba difícil establecer la diferencia entre un ministro y su chofer, porque ambos parecían de la misma extracción social, usaban trajes similares y se trataban con un desparpajo que a simple vista podía confundirse con malos modales, pero en el fondo era un sólido sentido de la propia dignidad.

– Me gusta este país, dijo una vez Riad Halabí, sentado en la cocina de la maestra Inés. Ricos y pobres, negros y blancos, una sola clase, un solo pueblo. Cada uno se siente dueño del suelo que pisa, ni jerarquías, ni protocolos, nadie supera a otro por nacimiento o por fortuna. Yo vengo de un lugar muy diferente, en mi tierra hay muchas castas y reglas, el hombre nace y muere siempre en el mismo lugar.

– Que no lo engañen las apariencias, Riad, le rebatió la maestra Inés. Este país es como una torta de milhojas.

– Sí, pero cualquiera puede subir o bajar, puede ser millonario, presidente o mendigo, según sea su esfuerzo, su suerte o los designios de Alá.

– ¿Cuándo se ha visto un indio rico? ¿o un negro metido a general o banquero?

La maestra tenía razón, pero nadie admitía que la raza tuviera algo que ver en el asunto, pues todos se vanagloriaban de ser pardos. Los inmigrantes llegados de todas partes del planeta también se igualaron sin prejuicios y al cabo de un par de generaciones ni los chinos podían afirmar que fueran asiáticos puros. Sólo la antigua oligarquía proveniente de épocas anteriores a la Independencia se distinguía por el tipo y el color, pero entre ellos eso no se mencionaba jamás, habría sido una imperdonable falta de tacto en una sociedad aparentemente orgullosa de la sangre mixta. A pesar de su historia de colonización, caudillos y tiranos, era la tierra prometida la tierra de la libertad, como decía Riad Halabí.

– Aquí el dinero, la belleza o el talento abren todas las puertas, me explicó Mimí.

Me faltan los dos primeros, pero creo que mi afán por contar historias es un regalo del cielo… En realidad no estaba segura de que eso tuviera alguna aplicación práctica, hasta entonces sólo me había servido para darle un poco de color a la vida y escapar a otros mundos cuando la realidad me resultaba intolerable; contar cuentos me parecía un oficio sobrepasado por los progresos de la radio, la televisión y el cine, pensaba que todo lo transmitido por ondas o proyectado en una pantalla era verídico, en cambio mis narraciones eran casi siempre un cúmulo de mentiras, que ni yo misma sabía de dónde sacaba.

– Si eso te gusta, no debes trabajar en otra cosa.

– Nadie paga por oír cuentos, Mimí, y yo tengo que ganarme la vida.

– Tal vez encuentres alguien que pague por eso. No hay apuro, mientras estés conmigo no te faltará nada.

– No pienso ser una carga para ti. Riad Halabí me decía que la libertad empieza por la independencia económica.

– Pronto te darás cuenta de que la carga soy yo. Te necesito mucho más que tú a mí, soy una mujer muy sola.

Me quedé con ella esa noche, la siguiente y la otra, y así durante varios años, en los cuales me arranqué del pecho el amor imposible por Riad Halabí, acabé de hacerme mujer y aprendí a conducir el timón de mi existencia, no siempre en la forma más elegante, es cierto, pero hay que tener en cuenta que me ha tocado navegar en aguas revueltas.

Tantas veces me habían dicho que era una desgracia nacer mujer, que tuve alguna dificultad en comprender el esfuerzo de Melecio por convertirse en una. Yo no veía la ventaja por parte alguna, pero él deseaba serlo y para ello estaba dispuesto a sufrir toda clase de tormentos. Bajo la dirección de un médico especializado en esas metamorfosis, ingería hormonas capaces de transformar a un elefante en ave migratoria, se eliminó los vellos con pinchazos eléctricos, se colocó mamas y nalgas de silicona y se inyectó parafina donde consideró necesario. El resultado es turbador, por decir lo menos. Desnuda es una amazona de senos espléndidos y piel de niño, cuyo vientre culmina en unos atributos masculinos bastante atrofiados, pero aún visibles.

– Me falta una operación. La Señora averiguó que en Los Ángeles hacen milagros, pueden convertirme en una mujer de verdad, pero eso todavía está en experimentación y además cuesta una fortuna, me dijo Mimí.

Para ella el sexo es lo menos interesante de la feminidad, otras cosas la atraen, vestidos, perfumes, telas, adornos, cosméticos. Goza con el roce de las medias al cruzar las piernas, con el ruido apenas perceptible de su ropa interior, con la caricia de su melena sobre los hombros. En esa época añoraba un compañero para cuidarlo y servirlo, alguien que la protegiera y le ofreciera un cariño durable, pero no había tenido suerte. Se hallaba suspendida en un limbo andrógino. Confundiéndola con un travesti, algunos se le aproximaban, pero ella no aceptaba esas relaciones equívocas, se consideraba mujer y buscaba hombres viriles; sin embargo éstos no se atrevían a salir con ella, aunque se sintieran fascinados por su belleza, no fueran a tacharlos de maricones. No faltaron quienes la sedujeron y la enamoraron para averiguar cómo era desnuda y cómo hacía el amor, les resultaba excitante abrazar a ese monstruo admirable. Si un amante entraba en su vida, toda la casa giraba en torno a él, ella se transformaba en una esclava dispuesta a complacerlo en las más atrevidas quimeras, para hacerse perdonar el hecho irrefutable de no ser una hembra completa. En esas ocasiones, cuando se doblegaba y se hundía en la sumisión, yo intentaba defenderla de su propia locura, razonar con ella, salir al paso de esa pasión peligrosa.

Tienes celos, déjame en paz, se irritaba Mimí. Casi siempre el escogido correspondía al estilo castigador de chulo fornido, quien durante unas cuantas semanas la explotaba, alteraba el equilibrio de la casa, dejaba en el aire los rastros de su paso y causaba tanto trastorno que me ponía de pésimo humor y a menudo amenacé con trasladarme a otro lado. Pero finalmente la parte más sana de Mimí se rebelaba, lograba sobreponerse y expulsar a su victimario. A veces la ruptura se producía con violencia, en otras oportunidades era él quien, satisfecha la curiosidad, se cansaba y se iba, entonces ella caía en la cama enferma de despecho. Por un tiempo, hasta que se enamoraba de nuevo, las dos volvíamos a las rutinas normales. Yo vigilaba las hormonas, los somníferos y las vitaminas de Mimí y ella se ocupaba de mi educación, clases de inglés, cursos para manejar, libros, recogía historias por la calle para traérmelas de regalo. El sufrimiento, la humillación, el miedo y la enfermedad la habían marcado profundamente y hecho trizas la ilusión del mundo de cristal donde hubiera deseado vivir. Ya no era una ingenua, aunque aparentaba serlo como parte de sus artificios de seducción; sin embargo, ningún dolor, ninguna violencia, han conseguido destruir su esencia más íntima.

Creo que yo tampoco era muy afortunada en el amor, aunque no faltaban hombres a mi alrededor. De vez en cuando yo sucumbía a alguna pasión absoluta que me remecía hasta los huesos. En ese caso no esperaba que el otro diera el primer paso, tomaba la iniciativa intentando recrear en cada abrazo la dicha compartida con Riad Halabí, pero eso no daba buen resultado. Varios escaparon, tal vez un poco asustados de mi atrevimiento, después me denigraban en sus conversaciones con los amigos. Me sentía libre, estaba segura de que no podía quedar embarazada.

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