Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– ¿Irás a verme a la ciudad? Prométeme que irás pronto y haremos el amor otra vez.

– La vida es larga, niña, y está llena de sorpresas, todo puede suceder.

– Bésame.

– No puedo, nos están mirando. Sube al bus y no te bajes por ningún motivo hasta la capital. Allá tomas un taxi y te vas a la dirección que llevas anotada, es una pensión de señoritas, la maestra Inés habló por teléfono con la directora, allí estarás segura.

Desde la ventanilla lo vi con el pañuelo en la boca.

Recorrí la misma ruta que años antes hiciera durmiendo en la camioneta de Riad Halabí. Desfilaron ante mis ojos los sorprendentes paisajes de la región, pero no pude verlos, porque tenía la mirada vuelta para dentro, todavía deslumbrada por el descubrimiento del amor. Intuí en ese momento que la impresión de agradecimiento se renovaría en mí por el resto de mi existencia cada vez que evocara a Riad Halabí, y en verdad así ha sido. Sin embargo, durante esas horas traté de librarme de la languidez de los recuerdos y lograr la frialdad indispensable para revisar el pasado y hacer un inventario de mis posibilidades. Había vivido hasta entonces a las órdenes de otros, hambrienta de afecto, sin más futuro que el día de mañana y sin más fortuna que mis historias. Necesitaba realizar un continuo esfuerzo de la imaginación para suplir todo lo que me había faltado. Hasta mi madre era una sombra efímera a la cual debía dibujar cada día para no perderla en los laberintos de la memoria. Repasé una a una cada palabra de la noche anterior y comprendí que ese hombre a quien amé durante cinco años como un padre y ahora deseaba como a un amante, era un proyecto imposible. Miré mis manos maltratadas por los trabajos domésticos, me las pasé por la cara palpando la forma de los huesos, hundí los dedos en mi pelo y con un suspiro dije basta. Repetí en alta voz basta, basta, basta. Luego saqué de la cartera el papel con el nombre del pensionado de señoritas, lo arrugué en el puño y lo lancé por la ventana.

Llegué a la capital en un momento de confusión. Al descender del autobús con mi maleta, eché una ojeada a mi alrededor y noté que algo alarmante ocurría, policías corrían pegados a las paredes o zigzagueando entre los coches estacionados y se escuchaban tiros cercanos. A las preguntas del chofer, respondieron a gritos que saliéramos de allí, porque alguien estaba disparando con un rifle desde el edificio de la esquina. Los pasajeros tomaron sus bultos y echaron a andar de prisa en todas direcciones. Yo los seguí atontada, no sabía hacia dónde encaminarme, no reconocí la ciudad.

Al salir de la terminal advertí que algo flotaba en el aire, la atmósfera parecía saturada de tensiones, la gente cerraba sus puertas y ventanas, los comerciantes bajaban las cortinas metálicas de las tiendas, las calles empezaban a vaciarse. Quise subirme a un taxi para salir de allí lo antes posible, pero ninguno se detuvo y como tampoco circulaban otros medios de transporte, no tuve más alternativa que continuar andando con los zapatos nuevos, que me martirizaban los pies. Sentí un ruido de tormenta y al levantar la cara vi un helicóptero revoloteando en el cielo, como un moscardón perdido. Por mi lado pasaron algunas personas apresuradas y traté de averiguar qué sucedía, pero nadie lo sabía con certeza, golpe de estado, alcancé a escuchar como única explicación. Entonces yo no conocía el significado de esas palabras, pero el instinto me mantuvo en movimiento y seguí sin rumbo fijo, con la maleta en la mano, sintiéndola cada momento más pesada. Media hora más tarde pasé frente a un hotel de aspecto modesto y me metí, calculando que me alcanzaría el dinero para pasar allí un tiempo. Al día siguiente comencé a buscar trabajo.

Cada mañana salía llena de esperanzas y por las tardes volvía extenuada. Después de leer los avisos del periódico, me presentaba en todos los sitios donde se solicitara personal, pero al cabo de unos días comprendí que, a menos que estuviera dispuesta a bailar desnuda o atender clientes de un bar, sólo conseguiría trabajar como sirvienta y de eso ya había tenido bastante. En algunos momentos de desesperación estuve a punto de tomar el teléfono y llamar a Riad Halabí, pero me contuve. Por fin el dueño del hotel, que siempre estaba sentado en la portería y veía mis entradas y salidas, adivinó mi situación y me ofreció ayuda. Me explicó que sin una carta de recomendación era muy difícil encontrar empleo, sobre todo en esos días de tantos disturbios políticos, y me dio una tarjeta para una amiga suya. Al llegar a la dirección reconocí las inmediaciones de la calle República y mi primer impulso fue escapar de allí, pero lo pensé mejor y concluí que nada perdía con preguntar. Sin embargo, no alcancé a encontrar el edificio que buscaba, porque me vi envuelta en una agitación callejera. Varios jóvenes corrieron a mi lado, arrastrándome con ellos hacia la pequeña plaza frente a la iglesia de los Seminaristas. Los estudiantes agitaban los puños, vociferaban, lanzaban consignas y yo al medio sin entender qué diablos sucedía. Un muchacho se desgañitaba acusando al Gobierno de venderse al imperialismo y traicionar al pueblo, y otros dos treparon la fachada de la iglesia para colgar una bandera, mientras los demás coreaban ¡no pasarán, no pasarán! En eso apareció un grupo de militares y pasó a golpes y tiros. Eché a correr buscando un sitio donde esperar que se aquietara el desorden de la plaza y el ritmo de mi respiración. En eso vi que la puerta lateral de la iglesia estaba entreabierta y sin vacilar me deslicé adentro. Hasta allí llegaba el ruido de afuera, pero amortiguado, como si los hechos ocurrieran en otro tiempo. Me senté en el banco más cercano y al hacerlo me vino de golpe todo el cansancio acumulado en esos días, coloqué los pies sobre el travesaño y recosté la cabeza en el respaldo. Poco a poco la paz del recinto me devolvió el sosiego, me sentí a gusto en ese refugio sombrío, rodeado de columnas y santos inmóviles, envuelta en silencio y frescura. Pensé en Riad Halabí y quise estar a su lado, como cada tarde de los últimos años, los dos juntos en el patio a la hora de ponerse el sol. Me estremecí ante el recuerdo del amor, pero de inmediato lo descarté. Más tarde, al percibir que los ecos de la calle se habían disipado y entraba menos luz a través de los vitrales, saqué la cuenta de que había transcurrido un largo rato y eché una mirada a mi alrededor. Entonces vi sentada en otro banco a una mujer tan hermosa, que por un instante la confundí con alguna aparición divina. Ella se volvió y me hizo un gesto amistoso.

– ¿A ti también te agarró el bochinche? preguntó la magnífica desconocida con una voz subterránea, acercándose para sentarse a mi lado. Hay disturbios por todas partes, dicen que los estudiantes se atrincheraron en la Universidad y se han alzado unos regimientos, este país es un despelote, así no nos va a durar mucho la democracia.

La observé asombrada, detallando sus huesos de animal de carrera, sus largos dedos finos, sus ojos dramáticos, la línea clásica de la nariz y el mentón y tuve la impresión de haberla conocido antes o, al menos, de haberla presentido. Ella me miró también, con una sonrisa dudosa en sus labios pintados.

– Yo te he visto alguna vez…

– Creo que yo también.

– ¿No eres la niña que contaba cuentos… Eva Luna?

– Sí…

– ¿No me reconoces? Soy yo, Melecio.

– No puede ser… ¿qué te pasó?

– ¿Sabes lo que es la reencarnación? Es como volver a nacer. Digamos que estoy reencarnada.

Palpé sus brazos desnudos, sus pulseras de marfil, un rizo de su cabello, con la emoción renovada de encontrarme ante un personaje surgido de mi propia imaginación. Melecio, Melecio, me salió de adentro con toda la carga de buenos recuerdos reservada para esa criatura desde los tiempos de la Señora. Vi lágrimas negras de maquillaje descender lentamente por ese rostro perfecto, la atraje para abrazarla, primero con timidez y luego con incontenible alegría, Melecio, Eva, Melecio…

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